viernes
7 y 9
7 y 9
Pasaron 35 años, un cambio de milenio y el fin de una revolución para que el poeta nicaragüense Ernesto Cardenal, vestido con su estola, volviera a levantar su mano derecha en el aire y dibujara una cruz nombrando al padre, al hijo y al espíritu santo.
La sanción que le fue impuesta en 1984 por el Papa Juan Pablo II, por su participación en el gobierno sandinista, establecía que Cardenal moriría sin volver a celebrar una misa. Sin embargo, el 28 de febrero de 2019, con 94 años y sin poder sostenerse de pie, el cura guerrillero más famoso de Nicaragua volvió a dar la comunión en una ceremonia privada en su casa de Managua.
El mundo no es el mismo al de hace tres décadas. Ya no existen ni la revolución por la que fue castigado, ni el pontífice que ejecutó la sanción, quien además de suspenderlo como cura lo reprendió en público en 1983, cuando visitó por primera vez Nicaragua tras la caída del dictador Anastasio Somoza.
Cardenal estaba allí, como ministro de cultura, en la calle de honor que recibía al Papa en el aeropuerto de Managua. Tanto las cámaras como los libros de historia guardaron lo que sucedió cuando el pontífice estuvo frente a él. El cura se quitó la boina y se arrodilló, pidiendo la bendición.
“Primero debes reconciliarte con la Iglesia”, le dijo Juan Pablo II, mientras lo señalaba con el dedo. “Yo obedezco”, atinó a responder Cardenal e intentó besarle la mano, pero el Papa la quitó y siguió caminando. De fondo, sonaban gritos de los fieles: “Entre cristianismo y revolución no hay contradicción”.
En Nicaragua, dicen, todos son poetas hasta que demuestren lo contrario. Esta máxima que suele repetirse desde la época de Rubén Darío, se amplió durante la dictadura militar de la familia Somoza, entre 1937 y 1979, bajo la que la generación de Cardenal pasó su juventud y su adultez: entonces todos eran, por principio, conspiradores.
Como lo describe en el prólogo de uno de sus libros su primo Pablo Antonio Cuadra, Cardenal, “vivía enamorado, en el exacto sentido de la palabra”. De la revolución y de las mujeres. Ese ímpetu, como cualquiera que es suficientemente intenso, albergaba el riesgo de una decepción igual de profunda.
Así, cuando tuvo su primer desencuentro amoroso, el joven poeta redujo a cenizas una ciudad en busca de alivio. No literalmente, sino en su poema La ciudad deshabitada, el primero que lo dio a conocer en América Latina.
Esa sensación de pérdida no lo abandonaría. En su vida y en sus poemas, las declaraciones de amor serían también gritos revolucionarios. “Tal vez caiga Somoza, amor mío”, dice uno de sus Epigramas de los 50.
Sus textos en esos años eran papeles clandestinos que circulaban de mano en mano y, en varias ocasiones, como cuando Pablo Neruda los llevó a Chile, se publicaban bajo el nombre de “Anónimo Centroamericano”.
La señal para convertirse en sacerdote, para renunciar a sus enamoramientos fugaces que se desvanecían en cuanto una muchacha le prestaba atención, llegó el 2 de junio en 1957, en la forma de una sirena de carro que Cardenal escuchó desde su librería frente a la Avenida Roosevelt.
Era la marcha nupcial de Ileana, una de sus exnovias y ahora prometida de un embajador de Somoza. Por un momento, recuerda Cardenal en sus memorias, al escuchar el pitido, la figura de Dios y del dictador fueron una sola.
Para cuando se separaron, Cardenal tenía dos certezas: Ileana era la última mujer de su vida y él daría la lucha contra Somoza con una cruz en la mano.
El escritor Sergio Ramírez, amigo de Cardenal y partícipe de la revolución, describe la teología de la liberación, esa corriente que unía la fe con la lucha armada, como una tesis que nunca había sido probada hasta que encontró su experimento en Nicaragua y, en Cardenal, a su ejecutor.
No era el plan inicial. Su primera idea, luego del ordenamiento como sacerdote en 1965, no fue luchar, sino retirarse del mundo. Por eso fundó una comunidad contemplativa en Solentiname, un archipiélago en el corazón del país.
Allí se dedicó, por unos años, a ser un mito. El del hombre de pelo blanco, vestido con jean, cotona y una cinta en la cabeza como la de los indígenas mexicanos, que se le apareció un día en la plaza de San Carlos a Luz Marina Acosta, la que sería su asistente más cercana.
Ella, con 12 años, creyó estar ante un hippie en lugar de un sacerdote. Lo volvió a ver luego, vestido con su estola, celebrando misa en la iglesia de Solentiname. Allí, los domingos, los campesinos e indígenas habitantes de las islas se reunían para la misa.
“Se sentaban en ronda en el piso de barro, alrededor del padre, y eran ellos los que hablaban, los que interpretaban el evangelio”, recuerda Luz Marina. Muchos de ellos fueron conocidos luego como los “hijos” de Cardenal. Jóvenes de la isla que fueron bautizados por él y, durante esa década, vivieron en paz en ese espacio fuera del mundo que era Solentiname, mientras afuera se libraba una guerra.
Aunque la ilusión no fue eterna. Tras la partida de Cardenal en 1977 hacia Costa Rica, desde donde coordinó el apoyo a la revolución, la comunidad contemplativa se convirtió en un frente armado más de la lucha contra Somoza, y los hijos de Cardenal en soldados, en los nombres de los muertos que su padre recordaría en su vuelo de regreso a Nicaragua en 1979, tras el triunfo de la revolución sandinista.
Esa noche, desde el cielo, Cardenal buscaba en las luces de la tierra los recuerdos de las batallas de más de dos décadas contra la dictadura familiar. Al aterrizar de nuevo en Nicaragua, bajo el olor penetrante del insecticida que siempre subyace en la tierra de Sandino, Cardenal pensó que estaba ante “el comienzo de todo lo que estaba por venir”.
Una revolución, cuando inicia, se parece a un ejercicio creador. Al intento, a veces ingenuo, por darle forma a algo desde cero. Ramírez recuerda que “al principio del triunfo sandinista todo era futuro. Y sobre el dibujo se dibuja con sueños, no se puede planear. En esa primera hora de inexperiencia parecía que todas las puertas estaban abiertas”.
Pero la historia no se compone de postales. Como señala Geraldine Bustos, politóloga de la Universidad de la Sabana, esa imagen común de las revoluciones latinoamericanas, “la de los hombres barbados que entran a una ciudad para traer la liberación”, inevitablemente se pone en movimiento y se desmitifica.
En el caso de Nicaragua, el germen del desencanto estaba allí desde el principio, en los propios compañeros de armas de Cardenal que entraron a Managua triunfantes el 19 de julio de 1979.
No era un traidor oculto, sino uno de los líderes de la revolución: Daniel Ortega, el actual presidente de Nicaragua y artífice para muchos de una crisis económica y social actual en el país, solo comparable a la de su primer gobierno en los 80.
Para Eliseo Núñez, exdiputado liberal nicaragüense, Ortega ha sido el peor legado de la revolución sandinista, la cual pasó sus 11 años de existencia intentando sobrevivir a la contrarrevolución financiada por Estados Unidos.
Durante los 80, Ortega instauró el servicio militar patriótico, obligatorio para jóvenes de 17 a 25 años, con el objetivo de enfrentar a la “contra”. La guerra civil cobró 38.000 vidas, entre ellas, la del hijo más querido de Cardenal, Laureano Mairena.
El joven, de alguna forma, representaba las dos causas en las que había creído el sacerdote, la revolución y la fe, que se desmoronaron en la misma década. Primero, con su expulsión como sacerdote por parte de Juan Pablo II y, luego, con el fin de la revolución en 1990 sin haber cumplido su promesa de equidad social.
Quizá por eso, en 1993, le dijo al difunto Mairena en uno de sus poemas que lo mejor hubiera sido morir de la forma que él lo hizo, como un mártir, antes que vivir para ver desdibujarse los dos propósitos en los que había creído, el sacerdocio y la revolución.
Pero si algo le dio la vida a Cardenal fue tiempo. Suficiente para ver volver en el poder a Ortega en 2006. Bajo el nombre del sandinismo, este instauró un sistema no muy distinto al de Somoza, dictatorial y familiar, con su esposa, Rosario Murillo como vicepresidenta.
La vida también le alcanzó a Cardenal para presenciar la posesión de dos Papas posteriores a Juan Pablo II. El último, Francisco, fue el que finalmente lo restituyó como sacerdote, en un gesto entre la reconciliación y la compasión con el moribundo, pues el poeta recibió la noticia mientras agonizaba en una clínica de Managua en febrero de 2019.
Hasta ese sitio llegó el obispo auxiliar Silvio José Báez y, como si quisiera recrear la escena en la calle de honor papal de 1983, se arrodilló frente a la cama del enfermo para pedir su bendición y anunciarle que volvía a ser sacerdote.
“Resucitó”, dice Luz Marina, quien un par de días después, mientras veía a Cardenal celebrar su primera misa en tres décadas, se sintió transportada a sus recuerdos en la isla de Solentiname.
Pero el mundo ya no es el mismo desde entonces, y ante los episodios de duda que traen las revoluciones y las vidas perdidas, Cardenal reafirma su fe en Dios y el sandinismo con un fragmento de uno de sus últimos poemas: “Santa Teresita de Lisieux murió con una tentación de ateísmo. Venció la tentación diciendo: Aunque no existas, yo te amo”