La ONU, Europa, Estados Unidos y los kenianos lo predijeron. Ayer, fecha en que se repetían sus elecciones presidenciales, por presuntas irregularidades en un primer intento de agosto pasado, los desórdenes y la violencia convirtieron la jornada en una fiesta de sangre.
Al menos cuatro muertos dejaron los enfrentamientos entre la policía y miembros de la oposición, cuyo máximo líder, Raila Odinga, les pidió boicotear la elección “quedándose en casa”, estimando que las condiciones para una consulta transparente y justa no estaban dadas.
Además, en varios bastiones opositores los manifestantes bloquearon los accesos a los centros de votación, levantaron barricadas y el material electoral tardó o no llegó por falta de condiciones de seguridad. De hecho, la Comisión Electoral de Kenia decidió posponer las elecciones presidenciales hasta mañana en algunas zonas donde no pudieron abrir los colegios electorales.
Así las cosas, el país africano continúa al mando del presidente Uhuru Kenyatta, con un ambiente de tensión política y una difícil salida al conflicto de antaño entre dos etnias: el actual presidente, de la etnia mayoritaria Kikuyu, sigue enfrentado a Odinga, del grupo étnico Luo Odinga, el segundo más grande y con fuertes críticas a su supuesta marginación del poder.
Sin cambio a la democracia
No obstante, Florent Frasson-Quenoz, investigador de la línea África de la Facultad de Relaciones Internacionales de la Universidad Externado, cree que el problema inicial de este episodio es que con los dirigentes actuales de los partidos en disputa, que están en la política desde hace décadas, difícilmente pueda cambiarse una tradición de violencia e irregularidades en los comicios presidenciales.
“Para mí era ilusorio pensar que se iba a renovar la democracia en Kenia. Se esperaba que se desarrollaran unas elecciones sin violencia, sin fraudes, pero eso no funcionó”, sugiere el internacionalista, y añade que los problemas comunes de las naciones africanas también impiden una verdadera transición en Kenia.
Entre los factores están prácticas con las que los políticos usan su posición para “vaciar a las instituciones de su sentido, haciendo que el espíritu de éstas desaparezca”. Sucede también, alega Frasson-Quenoz, que aunque los representantes no sean necesariamente líderes autoritarios, sí representan a unas élites económicas y culturales de larga data, viciadas por viejas prácticas que no favorecen la transición.
En ese sentido, concluye, un proceso electoral no es un motor del cambio. Más bien, la solución es renovar poco a poco a esas élites para que, a largo plazo, reconfiguren la práctica social y económica de ese país.
A falta de un acuerdo entre Kenyatta y Odinga, John Campbell, investigador del Estudios Políticos Africanos en el Consejo de Relaciones Exteriores (CFR), afirma que el escenario parece estar listo para un gran enfrentamiento. “Ya existen numerosas razones para afirmar que las elecciones del 26 de octubre no son creíbles, sin importar el resultado. Una confrontación violenta entre los manifestantes de oposición y los servicios de seguridad siempre estuvo clara”, expresó.