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Por Jimmy Bedoya Ramírez - @CrJBedoya
Día a día el país despierta con sobresaltos: desinformación que distorsiona la democracia, secuestros, asesinatos de policías, militares y ciudadanos, una economía que envía señales contradictorias y una sociedad atrapada en tensiones crecientes. No son hechos aislados sino piezas de un engranaje caótico que se retroalimenta. Lo más inquietante: ese caos que aumenta la inestabilidad política y obstaculiza la unión del centro y la derecha, podría servirle al gobierno en su intención de mantener a la izquierda en el poder bajo el uso de estratagemas que vicia a la sociedad.
Por ejemplo, la teoría de la locura del caos enseña que no es la magnitud de un hecho lo que desata la crisis, sino la suma de variables que interactúan sin control. En Colombia esto se refleja en mensajes incendiarios, fallas deliberadas en seguridad y maniobras políticas que mantienen al ciudadano en la incertidumbre. Una noticia falsa no es un simple rumor: erosiona confianza, distorsiona decisiones y se multiplica como piezas de dominó que caen unas sobre otras, mientras la institucionalidad, debilitada por el cálculo político, no logra responder.
En el terreno político, la desinformación ha sustituido al debate. Lo que debería ser un escenario de confrontación de ideas se convierte en una lucha de sombras donde lo conveniente es sembrar la duda. Las narrativas oficiales apuntan a victimizar al gobierno y a demonizar a la oposición, mientras se amplifica el caos como herramienta de control. Así, la democracia se disputa en dos campos simultáneos: el físico —donde los muertos continúan siendo los ciudadanos de a pie y los miembros de la fuerza pública— y el informacional, donde el relato se distorsiona para moldear voluntades.
La seguridad o la falta de esta confirma la paradoja. Mientras pocos indicadores mejoran, la violencia se reactiva en otras formas: repuntan secuestros, resurgen confinamientos y persisten masacres. Comunidades enteras viven entre la presión de los grupos armados y la indiferencia de un Estado que prioriza el discurso sobre la acción. La llamada “paz total” es un rompecabezas dispersado en múltiples mesas sin resultados visibles para quienes pagan con sus vidas el costo de la violencia.
En el plano social y económico, el ciudadano enfrenta una realidad que desmiente los discursos oficiales. Aunque el gobierno exhibe cifras de crecimiento y presume estabilidad, el crédito sigue inalcanzable, la informalidad domina, la canasta básica es cada vez más costosa y la pobreza territorial se agrava. Las estadísticas se usan como vitrinas de éxito, pero en el territorio la sensación es de asfixia diaria. En ese contraste entre la propaganda y el bolsillo florece la verdadera locura del caos: un país donde los números se celebran en Casa de Nariño mientras la mayoría siente que su vida no mejora.
No obstante, la historia muestra que el caos se puede refrenar y transformarse con verdadera acción fuera de la verborrea para incautos. Irlanda y España actuaron cuando entendieron que no bastaba con administrar la crisis: había que robustecer las instituciones y trabajar en serio en la comunidad. En Colombia, el liderazgo efectivo no puede depender de un solo sector. Se requiere un esfuerzo colectivo para que la sociedad civil, la academia, los medios y el sector privado se unan, y contrarresten el cálculo político que instrumentaliza la inestabilidad.
La locura del caos que hoy vivimos es una advertencia: seguir atrapados en políticas diseñadas para el sobresalto o avanzar hacia políticas estructuradas en la unidad y el trabajo activo. El desafío está en evitar que la manipulación convierta la inestabilidad en normalidad. Al final, el caos solo se domestica con orden legítimo y esperanza compartida. Ese es el gran llamado: transformar la estrategia de la inestabilidad en la oportunidad de forjar una Colombia más justa, más lúcida y más unida.