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Diego Agudelo Gómez
Crítico de series
La segunda temporada de American Gods empezó con una guerra frontal entre los dioses antiguos y los modernos. El territorio en disputa no es físico, no es el cielo ni el infierno. Tampoco supone riquezas, el botín de guerra para ambos bandos es el amor de los hombres, la veneración de la humanidad.
La premisa de la serie estaba clara desde la primera temporada: los dioses de diversas mitologías terminaron anidando en Norteamérica, traídos por las oleadas de inmigrantes, olvidados poco a poco a medida que las personas encontraban nuevos ídolos a los cuales dedicar sus plegarias. Ese olvido quizás les dio un descanso a las fuerzas divinas que, a cambio de la moneda de la oración, devuelven favores, distribuyen milagros y reparten castigos. Liberados de la responsabilidad paternalista de regir sobre el destino de los seres humanos, los dioses pasaron a buen retiro, disfrutando del regocijo del anonimato mientras perdían a cuenta gotas su poder celestial. Sin embargo, la amenaza de los nuevos dioses provoca la reacción de aquel conocido como el padre de todos, el ojo flamante, la lanza que estremece, el enemigo del lobo, nadie más y nadie menos que el mismísimo Odín.
Interpretado por el veterano Ian McShane, Odín emprende una campaña de reclutamiento en compañía de Shadow Moon, un expresidiario cuya esposa muere en un accidente automovilístico en vísperas de su primer día de libertad. El arco narrativo de la primera temporada estuvo caracterizado por el viaje iniciático de Moon al mundo de los dioses. Se enfrentó con duendes de dos metros, fue derrotado en un juego de damas por el dios eslavo de la muerte, asistió a una fiesta en la que Jesucristo prodigaba amor a sus fans, fue cómplice del asesinato del dios romano del fuego y las armas, y contempló el rostro de la muerte cuando encontró a su novia resucitada y todopoderosa.
Los dioses enemigos son la tecnología, los medios y la globalización, deidades modernas que buscan monopolizar la adoración y ser el foco de todas las plegarias. En el primer capítulo de la segunda temporada, emitido en Amazon Prime, las huestes están listas para la primera batalla, pero antes de verlas entrar en acción asistiremos a un bautizo de fuego psicodélico en el que los dioses hacen girar la realidad a su antojo, la vuelven maleable y expanden nuestro espectro de percepción. Las imágenes son como un umbral místico a través del cual podemos contemplar el paisaje creado por el espíritu humano a lo largo de incontables generaciones. Esta es una de las virtudes de la historia, no solo de la serie, sino de la obra literaria en la que se basa, escrita por el polifacético Neil Gaiman: nos pone en contacto directo con una dimensión mágica olvidada, nos recuerda el modo en que se entrecruzan nuestras raíces, sin importar los mares que nos separen.
American Gods es una fantasía religiosa que se alimenta del tejido de historias que compone la cosmogonía de diversas culturas. Permite que en el mismo escenario convivan las deidades por las que muchos han entrado en guerra, sin otorgar supremacía a ninguna, declarando simplemente que los mitos y los cuentos transmitidos de generación en generación hacen parte de nuestra identidad y son una herramienta crucial para entender el mundo, incluso para darle forma.
La realización de la serie es fiel a la obra literaria en su manera de nutrir la trama con pequeñas historias que cuentan cómo fueron llegando los dioses al nuevo mundo. Sagas de viajes, raptos y peregrinaciones que fueron depositando a los dioses exiliados en una tierra virgen que no había sido fertilizada con la sangre de sus adoradores.
