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Por Samuel Castro
Quien pretenda pasar por la vida sin herirse la tiene complicada. En la dedicatoria que escribe Jorge Luis Borges al comienzo de “Nueva refutación del tiempo”, dice del poeta Juan Crisóstomo Lafinur que “le tocaron, como a todos los hombres, malos tiempos en que vivir”. Pero de esos malos tiempos, de las desgracias y las enfermedades que terminamos sufriendo todos, se habla mucho; son el tema predilecto de libros, series y obras de teatro. Aquello que nos ayuda a aliviar las tristezas de este mundo, sin embargo, no tiene tanta prensa. Nos importa más la cortada que la curita.
Sobre “Imperio de luz”, estrenada en cines de Colombia este año y disponible en Star Plus desde hace unos pocos días, se dijo mucho que es un homenaje al cine, tal vez porque los personajes se encuentran en una hermosa sala de cine de un pueblo costero inglés que, para los años ochenta en que transcurre la historia, había vivido ya tiempos mejores. Pero eso es un análisis tan simple como pensar que “La estrategia del caracol” es un homenaje a los inquilinatos. El Empire es simplemente el escenario ideal que se le ocurre a Sam Mendes, director y guionista de la película, para que se encuentren estas personas solitarias y heridas que recorren la trama. Así lo hacen Hilary, la subgerenta, y Stephen, el nuevo empleado, joven y atractivo, que terminarán unidos emocional y físicamente gracias a una paloma herida en un ala que encuentran en el antiguo salón de baile del enorme local, al que entran cuando Hilary le muestra las instalaciones. Él tomará una de sus medias, le cortará la punta y con eso hará un hermoso saco, que abriga al ave y al mismo tiempo la obliga a estar quieta para sanar más rápido. Esa escena es la clave de la película.
Porque Hilary y Stephen también tienen heridas. Ella es mujer, que ya hace más difícil la existencia desde el comienzo del mundo, pero además sufre de esquizofrenia. Él viene de un hogar con papá prófugo y madre perpetuamente cansada, no ha podido pasar a la universidad a estudiar lo que sueña, y además es negro en un momento de violencia racista generalizada en Inglaterra. Se vuelven amantes y amigos al mismo tiempo, convirtiéndose cada uno en el calcetín para el ala del otro. Y mientras tanto, Sam Mendes se dedica a mostrarnos en todo tipo de escenas, lo que nos cura los dolores de la existencia: a Norman, el proyeccionista, con el amor por su oficio y por los crucigramas; a Donald, el dueño del Empire, buscando en el sexo a escondidas la ternura que no halla en casa; a sus personajes comiendo solos en buenos restaurantes, leyéndose poemas, asistiendo a clases de baile, celebrando con tortas y regalándo discos. La calidez con que Roger Deakins ilumina toda la película y la partitura sutil y melancólica de Trent Reznor y Atticus Ross buscan lo mismo: recordarnos que sí vale la pena curarnos los dolores. Porque cada vez que les recomendemos una película o les leamos un poema, podremos enamorarnos de nuestros amigos y de la vida otra vez.