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Columna conmemorativa a 90 años de su muerte
En junio de 1935, Carlos Gardel murió en Medellín, pero en ese mismo instante nació el mito. Ese día, la ciudad se inscribió para siempre en la historia del tango. Y aunque han pasado ya 90 años, su eco no se apaga. Por el contrario, se multiplica en las voces, calles y símbolos que siguen recordándolo como si no se hubiera ido nunca.
Medellín en 1935 era más parroquia que ciudad. Pero desde aquel trágico accidente en el aeródromo Las Playas —hoy aeropuerto Olaya Herrera— quedó unida para siempre a la figura más universal del tango argentino. Mientras Toulouse, Montevideo y Buenos Aires siguen disputándose su lugar de nacimiento, nadie le discute a Medellín el derecho de haber sido el escenario de su partida. Y en ese punto final, irónicamente, Gardel encontró un nuevo comienzo como leyenda.
¿Por qué Medellín lo convirtió en mito? Porque su muerte aquí no solo marcó una tragedia; también sembró una identidad. El barrio Manrique se transformó con el tiempo en el “barrio del tango”, una suerte de Caminito criollo, con una diferencia sustancial: mientras el barrio porteño renació como atracción turística, Manrique se volvió territorio emocional, crisol de nostalgia, melodía y resistencia.
Buenos Aires canta sus tristezas. Medellín también.
Medellín vocea. Buenos Aires también.
El tango encontró en esta ciudad una segunda patria. Prueba de ello son la Casa Gardeliana, convertida en museo y centro cultural; la avenida Carlos Gardel, la Plaza Gardel frente al aeroparque donde ocurrió el accidente; o las estatuas que recuerdan su figura y que, aún hoy, reciben flores frescas cada semana. En 1973 desapareció la primera escultura de granito blanco, donada por Argentina y esculpida por Santiago Chiericó. En su lugar se erigió una nueva, oscura, de metal, que sigue en pie como símbolo de resistencia y memoria.
En Medellín, cada año se celebra el Festival Internacional de Tango, que atrae artistas de todo el mundo. Incluso durante los años más duros de la violencia, en plena guerra del narcotráfico, la ciudad organizaba la Tangovía: conciertos al aire libre en la carrera 45, donde orquestas, parejas de baile y ciudadanos desafiaban el miedo y le cantaban a la vida. Porque el tango, como Medellín, ha sabido bailar con la muerte.
Gardel sigue siendo presencia viva. Se le escucha en los bares, en escuelas de música, en academias de danza, en las casas, en las emisoras populares. Su voz no envejece. Su imagen atraviesa generaciones. Su leyenda se ha fusionado con la cultura paisa de forma tan profunda que ya no se sabe si fue Medellín quien adoptó a Gardel o si fue Gardel quien adoptó a Medellín.
A 90 años de su muerte, lo que más impresiona es su permanencia. Carlos Gardel no ha muerto. No en Medellín. Aquí sigue cantando en cada esquina, deslizándose en cada bandoneón, brillando en la mirada de quienes descubren por primera vez esa voz que —como dijo Le Pera— “cada día canta mejor”.
Hoy, Medellín no solo lo recuerda. Lo celebra. Porque en Gardel encontró una forma de narrarse a sí misma: entre heridas y melodías, entre duelo y fiesta, entre humo y aplausos.
Carlos Gardel no murió en Medellín. En Medellín, Gardel se volvió eterno.