Pico y Placa Medellín
viernes
3 y 4
3 y 4
La IA no tiene corazón. La IA no tiene recuerdos afectivos. La IA no se estremece con una armonía ni con la letra de una canción. La IA, por más que lo haga perfecto, no hace música humana. No sabe de amores ni desamores, ni de la condición humana. Por eso la IA no mata a la música. Por eso los conciertos van a seguir vivos, porque vamos a querer ver gente real en medio de este paisaje musical artificial, sincronizado con los números y con la creación instantánea.
Esa es mi tesis —para esta columna y para la vida—, porque me parece inaceptable que la misma industria y los mismos músicos aprueben prácticas desleales hacia ellos mismos al crear o dejar que una máquina les ayude a componer canciones o letras. Las disqueras dicen “¿por qué no?”, los medios lo aceptan porque ya estamos dentro, pero que los músicos se involucren, aprueben y se dejen reemplazar por un algoritmo, eso sí deja tristeza.
Y no hablo de romantizar la figura del compositor, del cantautor o del productor. Hablo de dignificar el oficio: la decisión de vida de llenar la nevera gracias a las canciones. La inteligencia artificial, con el paso de los días, empieza a reemplazar tareas reales en nuestra sociedad. Es una realidad.
Por eso hay que dignificar el show en vivo, los conciertos, porque cada vez vamos a añorar más la humanidad, esa que incluso ahora, a través de las pantallas, ya nos cuesta identificar. Ver gente. Valorar los errores que humanizan el arte y la creación.
¿Qué pasaría en un concierto con músicos hechos con IA? ¿Y qué pasa en un concierto con gente real?
Esto le pregunté a la IA.
Esto respondió:
Qué buena pregunta, Diego —y muy profunda, además.
Si la pensamos con el corazón (y no solo con la cabeza), la diferencia entre un concierto con músicos hechos con IA y uno con personas reales es la existencia misma de la emoción.
En un concierto con músicos hechos con IA todo sería perfecto:
Las notas sonarían impecables, sin errores ni desafinaciones. Los visuales estarían sincronizados al milisegundo. El público podría “pedir” una canción en tiempo real y el sistema la adaptaría. La IA podría generar una melodía que haga llorar... pero no lloraría con ella.
Lo que pasaría sería un espectáculo técnicamente brillante, pero emocionalmente plano.
El público podría admirar la precisión, pero difícilmente sentiría la piel erizarse. Porque lo que realmente conecta no es la ejecución, sino la imperfección humana: ese temblor en la voz, ese golpe fuera de tiempo, esa mirada entre músicos que no se programó.
En un concierto con gente real pasan cosas que ninguna máquina puede simular del todo:
el baterista se emociona y acelera un poco, la cantante cambia el tono porque sintió que el público estaba distinto, alguien llora en la primera fila y eso cambia la energía del escenario. Lo imprevisible ocurre: un silencio, un grito, una falla que se vuelve magia.
Un concierto humano no es una repetición exacta, es una ceremonia viva. Es el momento donde el error se convierte en arte, donde la vibración del cuerpo del músico resuena con la del público. Ahí no hay algoritmos: hay latidos.
Eso dice la IA.
¿Tú qué piensas? ¿De qué lado estás?