Pico y Placa Medellín
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Diego
Londoño
@ElFanFatal
La vida de un rockstar —o en este caso, de una estrella de la canción y la poesía— es la protagonista de una historia de amor singular. Empezó como una coquetería lejana e indiferente y terminó convertida en un amor eterno, con banda sonora incluida. Los protagonistas: una fotógrafa peruana de revista, y un célebre cantante, poeta y bohemio español. Jimena y Joaquín. Joaquín y Jimena.
Ella buscaba capturar la mejor imagen para la portada de la revista Somos, del diario El Comercio. Él, divagando entre amores, versos y copas, se dejaba seducir por la noche más que por los compromisos. Aplausos como alimento. Mujeres y excesos como rutina.
Jimena tenía una misión: fotografiarlo durante su paso por Lima, en plena gira. La cita fue en el Hotel Sheraton. Allí, las luces acompañaron la escena. Jimena disparó una, dos, treinta veces su cámara. A Joaquín le costaba sonreír; solo la observaba, con un cigarro en la mano y una ciudad entera de fondo. Finalmente lo hizo. Sonrió. Y en ese clic apareció una complicidad que apenas comenzaba a encenderse.
Terminada la sesión, Sabina, ni corto ni perezoso, le propuso tomar unas copas. Ella aceptó. La cita: diez de la noche, en el bar La Noche, en Barranco. Era septiembre de 1994.
Jimena llegó puntual. Ansiosa, ilusionada con la escena sui generis que se le venía: una cena, unas copas, una conversación con el rey de la puntería lírica. Pero Joaquín no apareció. Le dieron las diez, las once, las doce... y ella, sola en el bar, empezó a beber. Tal vez para reírse de sí misma y de su ingenuidad. Pasada la una de la mañana, él llegó. Como si nada. Se sentó, pidió un trago. La vio pasar frente a su mesa y la llamó:
—¿Jimena?
Ella sonrió. No hubo reproche. Solo se sentó a su lado. Y comenzó una noche de copas y charla infinita.
Lo inevitable sucedió días después. Joaquín volvió a Madrid. Jimena se quedó en Lima, con la ilusión prendida. Siguieron escribiéndose cartas, manteniendo viva una conexión transatlántica. Pero con el tiempo, la vida siguió su curso: Jimena se enamoró en Lima. Joaquín también, allá o en otra parte.
Se veían esporádicamente, cada vez que él volvía. Él, entre bromas y verdades, le decía:
—Poner cuernos no está tan mal, Jimena.
Pero ella era firme:
—Tengo novio, Joaquín.
Él regresó entonces a su rutina peligrosa de componer sin detenerse. Preparaba su disco más doloroso, 19 días y 500 noches. Intentaba espantar la tristeza a golpe de canción. Hasta que una mañana, en Madrid, bajó a revisar el correo y encontró una carta de ella:
—“Joaquín, ya no tengo novio”
La sincronía fue perfecta. Él la llamó de inmediato:
—Rubia, nos vamos a Venecia.
—No Joaquín —respondió ella—, nos vamos a Garibaldi, la plaza de los mariachis en México.
Entre idas y vueltas, se convencieron de que lo suyo merecía algo más que una canción de paso. Fueron armando, poco a poco, una historia hecha de retazos, sinceridad y rescates.
Pasaron de amantes dispersos a compañeros de vida. En 2020, tras más de dos décadas de amor, se casaron. Y ella, con su abrazo calmo, con su mirada fija y su ternura sin aspavientos, lo salvó del abismo bohemio que lo rondaba. Lo volvió habitable. Y sobre todo, lo volvió canción.