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El cine es el arte que más depende de saber elegir. El mismo guion puede servir, según el director que lo lleve a cabo o el reparto que lo protagonice, para hacer una obra maestra o un bodrio infumable. Si se elige mal el lugar en que se pone la cámara o la música que acompaña el momento, se puede incluso fallar en una adaptación de Shakespeare. Puestos a hacer el balance de El negocio del dolor, lo que ocurre con esta película —que nunca encuentra el tono correcto— es que un cúmulo de malas elecciones de sus productores y de su director convierten lo que pudo ser un título potente y corrosivo en un entretenimiento apenas disfrutable, un barco que logra llegar al puerto final sin hacer agua porque su principal actriz es la talentosa Emily Blunt.
La prueba de que el tono es confuso desde el comienzo es que cuando a Phoebe, la hija de Liza Drake, el personaje que interpreta Blunt, le da un ataque epiléptico, por un momento llegamos a pensar que es una estratagema que se les ocurrió a ambas para conseguir que en el consultorio que estaban visitando receten por fin el medicamento que ella promociona. Las comisiones por la venta de esa medicina, un preparado de fentanilo que ayuda a controlar el dolor de los pacientes con cáncer, son el salvavidas al que se aferra Drake para no ahogarse en una vida miserable, en la que bailaba con poca ropa en un antro de mala muerte y se acomodaba con su mamá y su hija en el garaje de su hermana. Su tenacidad y su capacidad de escuchar a los demás son las cualidades que le permitirán convertirse en una de las ejecutivas estrellas de ese laboratorio de ficción, vagamente basado en uno de los muchos que se aprovecharon de los vericuetos legales y las lagunas éticas del sistema de salud, para crear la crisis de los opioides que todavía vive Estados Unidos.
Otra de las malas elecciones que hace esta película es narrativa. Es justo decir que logra en su primera mitad ser una especie de película de Adam McKay (La gran apuesta, No miren arriba) sin la insufrible superioridad moral ni el didactismo de éste, pero agota muy pronto su pólvora y deja en el aire una crítica al modelo de las convenciones y los pagos por conferencias, con los que los laboratorios influyen en los médicos, que habría sido más interesante que centrarse en las decisiones dictadas por la ambición de los personajes secundarios (el dueño del laboratorio, un Andy García en piloto automático, y el ejecutivo que encontró a Liza, Chris Evans luciendo muy perdido en el patetismo de Pete), historias que nos interesan poco y que le quitan tiempo a la transformación interior de Liza, que termina sintiéndose gratuita y apresurada.
David Yates, igual que ocurría cuando dirigió varias películas de Harry Potter, se distrae encendiendo fuegos artificiales (como la escena en que García nada desnudo antes de que lo capturen) pero olvida que lo que nos conmueve de una historia son sus personajes, que centrarse en ellos, sobre todo si uno tiene intérpretes como Emily Blunt, siempre será una decisión ganadora.
Por Samuel Castro. Miembro de la Online Fims Critics Society. TW: @Samuelescritor