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Por Samuel Castro
Eso que llamamos la magia del cine también se percibe a veces en forma de revelaciones sociológicas, si quieren darle ustedes un nombre rimbombante. Porque es mágico que la cartelera junte en los mismos días películas como Vidas pasadas, de Celine Song, y Mi amigo robot, de Pablo Berger, y dentro de muy poco también Todos somos extraños, de Andrew Haigh, y nos revele una tendencia casi generacional: la revisión de nuestra vida como una tarea que emprendemos con más melancolía que gozo.
Porque claro que Mi amigo robot puede tener una lectura familiar. A los niños les brinda la alegría visual de esa línea de dibujo luminosa y detallista, que Berger toma de la novela gráfica de Sara Varon en la que se basa la película, para recrear al detalle y con resultados asombrosos aquella Nueva York de 1980, vibrante y agreste al mismo tiempo, dándole a la trama un contexto que le suma capas narrativas y le permite añadir todo tipo de gags humorísticos que ocurren a un lado de la acción principal.
Los adolescentes y jóvenes seguramente disfrutarán los ángulos raros con los que Berger le saca todo el jugo a las posibilidades de la animación (como esa cámara detrás de la pájara que llega a la playa a construir un nido) y que hacen que aquella historia de un Perro que se construye un Robot, que se convertirá en su compañía ideal para enfrentar la vida, sea también un deleite formal. Basta con ver el número de danza de flores enormes, que recrea los musicales de los cincuenta o el baile en patines de la extraña pareja en Central Park, al ritmo de September, de Earth, Wind & Fire, para comprobar que el director y su equipo se han preocupado por construir una historia que divierte y entretiene al verla.
Pero igual que ocurría con los largometrajes de Chaplin, con los que el mismo director español la ha conectado en alguna entrevista, detrás de la diversión y las piruetas graciosas hay un drama triste que muchos sabremos reconocer: las amistades, los amores y los afectos que hemos dejado atrás, en alguna playa perdida o en un barrio de nuestro pasado, bien sea porque las personas que eran destino de nuestros sentimientos se quedaron “pegadas” a un contexto (como le pasa a Robot en la arena, en un hecho que, como en la vida, no es culpa de nadie) o porque la fortuna nos llevó por otros caminos y no volvimos a verlas a pesar de que insistimos y tratamos. Amigos y amores que en algún momento lo fueron todo, que nos complementaban y eran la compañía perfecta para cantar una canción que era nuestra y de nadie más.
Hace un poco más de diez años esta columna elogiaba la versión de Blancanieves, de Berger, que prescindía de los diálogos, aprovechando que contaba una historia universal, para crear un relato intenso y sugerente. Esa habilidad de contar sin necesidad de que sus personajes hablen se ha potenciado en Mi amigo robot. Ni Perro ni Robot tienen que decir nada para que su historia nos susurre a todos al oído y nos diga, sin miramientos ni anestesia: ¿Te acuerdas?