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Era sólo cuestión de tiempo. Bastaba con ver las disculpas públicas que pidió el entonces Primer Ministro Británico Gordon Brown en 2008, y el perdón póstumo que le concedió la Reina Isabel en 2013 para saber que rápidamente llegaría a las pantallas de cine una gran producción sobre la vida del matemático Alan Turing. Y a pesar de que “Código Enigma” decide centrarse en el episodio de su vida en el que el académico sirvió al gobierno para descifrar los códigos de comunicación alemanas, lo hace con un guión preciso y con diálogos refinados, que le permiten al espectador darse una idea, tal vez no exacta, pero sí correcta de las tribulaciones, la forma de pensar y la personalidad de una de las mentes más interesantes del siglo XX.
Todo está calculado en este guión de Graham Moore, una de las cuatro grandes fortalezas de esta cinta. Comenzar por el final, cuando una denuncia por robo que terminará en desgracia, despierta la curiosidad de un policía paranoico (como todos durante la Guerra Fría) que comienza a investigar al matemático. Que Turing al dirigirse al policía en una sala de interrogatorios parezca estar hablándonos a nosotros, en nuestras sillas, para pedirnos que observemos bien, como el abogado defensor que pide poner atención a las pruebas a los miembros de un jurado próximo a emitir un veredicto. Que cuando retrocede todavía más en el tiempo y veamos a Turing enfrentar los problemas que los niños inteligentes tienen en el colegio (acoso, violencia, soledad) sea para unir algunos puntos sueltos en los otros momentos de su vida. Y que ese juego de tiempos, de saltar de un año a otro, resulte perfecto para darle ritmo y hondura emocional a la vida que nos muestran.
Además del guión -que más que una trama es un mecanismo y que se destaca por tener buenos momentos de humor sin perjuicio de su historia “seria”- “Código Enigma” es digna de sus nominaciones al Óscar gracias a la sensacional interpretación de Benedict Cumberbatch, que prueba su talento al recrear una nueva posibilidad del genio, el tipo de personajes que más le encargan (como en esa fantástica versión televisiva de “Sherlock) y que aquí es una combinación única de antipatía, temeridad y honradez. Su relación con Joan Clarke, el personaje que interpreta Keira Knightley, es una historia secundaria tan bien puesta, tan bien actuada, que podría ser la principal.
Y las dos restantes fortalezas de “Código Enigma” son su diseño de producción, impecable en esas secuencias de Londres y de alta mar que nos recuerdan a todo momento cuál era la importancia del trabajo de ese grupo de criptógrafos y la música, en la que Alexandre Desplat parece sugerirnos un código al fondo de los distintos temas, con instrumentos que se cuelan en las melodías principales.
Tal vez la única falla en este guión ejemplar es que simplifica demasiado el final de la vida de Turing. Pero es comprensible, pues lo que quería contar era cuánto le debemos, además de un perdón, a un hombre genial que acabó una guerra.