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Diego Agudelo Gómez
Crítico de serie
La segunda temporada de Mindhunter continúa confeccionando el catálogo de monstruos que los agentes Holden Ford y Bill Tench, junto a la doctora Wendy Carr, empezaron a reunir cuando en la primera temporada iniciaron su itinerario de horrores. La historia cuenta el origen de la Unidad de Ciencias del Comportamiento del FBI. A partir de entrevistas con asesinos encarcelados por cometer crímenes violentos y múltiples, los agentes logran clasificar distintos perfiles psicológicos que posteriormente permiten resolver otros crímenes y atrapar -no en todos los casos- a los responsables, a quienes bautizan asesinos seriales. La primera temporada se ubicaba entre 1977 y 1980, esta segunda entrega continúa la línea temporal y enfrenta a los protagonistas a la mayor atrocidad: el asesinato de niños.
Entre 1979 y 1981, por lo menos 28 niños afroamericanos fueron asesinados. Sus cuerpos aparecían en condiciones muy diversas, por lo que era muy difícil para las autoridades establecer patrones o encontrar pistas que señalaran un sospechoso. Alrededor de este caso espeluznante giran los nueve capítulos de Mindhunter, en los cuales no solo aparecen los rostros de la maldad y la locura, sino que se revela el aparato paquidérmico de la ley, pues la torpeza, la burocracia, la discriminación racial, el populismo y otros engranajes oxidados del Estado hacen que la investigación se dilate soporíferamente mientras los cadáveres se siguen acumulando.
Al estar basada en una historia real, Mindhunter escapa de los clásicos lugares comunes de las historias de detectives. No hay un personaje de olfato infalible y genio desmesurado. Ningún Sherlock Holmes aparece para atar los cabos sueltos. Liderados por David Fincher, los realizadores se toman la delicadeza de omitir escenas truculentas de homicidios. Los asesinos operan en las sombras y los actos de sadismo y crueldad permanecen en ese abismo que nadie quiere mirar.
Y sin embargo, cuando aparecen los actores que personifican a los asesinos, los rastros de ese abismo invaden las escenas, las colman de tensión. En uno de sus aforismos, Nietzsche escribía: “Quien con monstruos lucha cuide de no convertirse a su vez en monstruo. Cuando miras largo tiempo a un abismo, también este mira dentro de ti”.
En esta serie, este intercambio macabro de miradas sucede en distintos planos. Por un lado, asesinos como Ed Kemper -practicó necrofilia con diez víctimas-, David Berkowitz -asesinó a disparos a seis personas-, Elmer Wayne Henley -fue cómplice de Dean Corll, quién violó, torturó y asesinó a 28 niños-, Charles Manson -no mató a nadie pero fue el cerebro detrás del asesinato de siete personas- o Dennis Rader -psicópata metódico que asesinó a diez personas en un lapso de 19 años- muestran en sus expresiones el resultado de mirar con fascinación a la oscuridad. Acarrean una demencia en la que parecen regodearse, como si hubieran alcanzado cierto estado de iluminación. Por otro lado, los agentes que estudian sus atrocidades se dan cuenta cuando el abismo les devuelve la mirada y quedan lacerados, atrofiados, heridos, el alma llena de cicatrices: son sabuesos de la perversión cuyos hocicos quedan tan untados de fango que se asfixian, sus vidas privadas caen como víctimas colaterales de su cacería.
Una serie como Mindhunter corre el riesgo de convertir lo abominable en un espectáculo, hacer rentables historias que todavía hoy cobran cuotas impagables de dolor. Sin embargo, recrear en este caso las tramas sangrientas dibujadas en un país que se vende como el territorio de los sueños es un gesto que señala la enfermedad no atendida, describe la degradación que opera invisible en la trastienda de lo cotidiano, clama por que se abandone de una vez por todas la sordera, que no se precise esperar hasta el próximo tiroteo.