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Samuel Castro
Miembro de la Online Film Critics Society
@samuelescritor
Quien se anime a ver La bruja (que está en Netflix) y El faro (que se encuentra en StarPlus), los dos primeros largometrajes del director estadounidense Robert Eggers, y luego vaya a ver El hombre del norte, sentirá una desazón extraña al terminar la función, parecida a ese sentimiento que tenemos cuando tenemos una tercera cita con alguien con quien todo funcionó muy bien en las dos primeras y de pronto, sin que sepamos qué es lo que echamos en falta, nos quedamos habitando un silencio incómodo y sin nada por decir.
El hombre del norte no es una mala película, por supuesto que no. Es una historia de venganza enmarcada en el siglo X de nuestra era, construida narrativamente como una combinación entre un drama monárquico de traiciones y relaciones familiares traumáticas y una cinta de acción llena de luchas cuerpo a cuerpo y violentas peleas a espadazos, cuyos personajes principales apelan además a un sistema de creencias que le sonará conocido a los que estén familiarizados con la historia de los vikingos y la mitología nórdica. Eggers ha contado con un mayor presupuesto, que se nota en el ambicioso diseño de producción de la cinta y en los alcances del relato. Si en sus primeras películas las historias no se salían de un círculo familiar o de un par de compañeros de trabajo, aquí habitamos la cotidianidad de varios clanes que comercian esclavos entre ellos y que tienen una dinámica cotidiana que Eggers no duda en mostrar. Lo mejor en este apartado son las escenas en que los esclavos arman su propia fiesta en el bosque, lejos de sus amos, y los juegos de campo con los que se entretenía la corte.
Sin embargo, algo se ha perdido en el proceso, y El hombre del norte no parece un punto de progreso en la carrera de Eggers. Hay tal vez un exceso de confianza en el poder de las imágenes, pues en esta película los personajes dialogan mucho menos entre sí que en los títulos anteriores, y cuando lo hacen utilizan un lenguaje tan marcadamente teatral que no le conviene a la verosímil puesta en escena. Aunque la principal debilidad sea, justamente, la poderosa presencia física de Amleth, el personaje que encarna Alexander Skarsgård. Porque tanto la jovencita de La bruja que interpretaba Anya Taylor-Joy, como el joven operador de El faro que hacía Robert Pattinson, comparten con Amleth estar viviendo una transición, un rito de iniciación hacia otra etapa de sus vidas, con la diferencia de que ellos se veían tan frágiles que temíamos desde el comienzo por su integridad física y mental. Amleth se ve tan poderoso frente a los que les rodean, que nunca sufrimos por sus heridas, por más impresionantes que sean. Y eso afecta nuestro compromiso con el personaje a tal punto que sólo cuando hay una revelación en el segundo acto, que le cambia a Amleth la visión que tenía de su pasado, nos interesa su destino. Pero ya es muy tarde.
Una vez más se comprueba que los grandes presupuestos en el cine sí te abren muchas oportunidades creativas, pero también aumentan ostensiblemente tus posibilidades de equivocarte.