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Otra guerra del fuego. “Los colonos”, de Felipe Gálvez Haberle

01 de abril de 2024
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“Rosa, ¿usted quiere no quiere hacer parte de esta nación?”. Para llegar al momento en que se pronuncia esta frase que encierra en sí misma el pensamiento que predominó durante varios siglos en Latinoamérica, tendremos que, junto con los protagonistas de “Los colonos”, cruzar llanuras que se extienden hasta donde se pierde la vista, dormir junto a una fogata para que la noche nos esconda y ver cómo se ejecutan todo tipo de atrocidades con la frágil excusa de que las víctimas de esas fechorías no son más que salvajes.

El chileno Felipe Gálvez firma con “Los colonos”, ganadora del premio de la crítica de la sección “Una cierta mirada” en el Festival de Cannes del año pasado y recién estrenada en MUBI, una película bellísima en lo formal y muy inteligente en su contenido, que usa muchas de las herramientas del western (los encuadres amplios, las conversaciones íntimas y francas entre hombres, la música con sonoridades de guerra y orquestaciones brillantes) para contarnos con los recursos de la ficción, la desgraciada forma en que José Menéndez despojó al pueblo selknam de sus terrenos en la isla Grande de Tierra del Fuego, utilizando la crueldad y la matanza, que ejercía a través de las acciones ejecutadas por Alexander MacLennan, su administrador.

El guion, escrito por Antonia Girardi junto con Gálvez, divide a la película en dos partes muy bien definidas, aunque en ambas use el recurso de unos créditos grandes, rojos como una marca de sangre, para crear también una especie de capítulos. En la primera parte vemos el mundo a través de Segundo, el joven mestizo que acompañará a MacLennan y a Bill, un gringo que viene de Norteamérica y que tiene mucha experiencia aniquilando comanches, al recorrido que les encarga Menéndez. En la segunda parte, Segundo ya no es el buscador sino el buscado, pues acompañaremos a un funcionario del estado chileno que necesita entrevistarlo para documentar los crímenes cometidos años atrás y poder así modificar las condiciones del contrato de arriendo que Chile tiene con el terrateniente.

Lo mejor del guion de Girardi y Gálvez es que consiguen escapar de la dualidad entre buenos y malos con que suelen encararse estas narraciones —aunque por otra parte esa ambigüedad es típica de los mejores westerns— de la conquista y la colonización, para lidiar con complejidades más obscuras. Segundo, por ejemplo, es un mestizo que entiende que los villanos lo usan como herramienta, pero tampoco quiere morir. No participará en una violación a la que lo empujan, pero su única salida será cometer un crimen igual de horrible. MacLennan (notable el trabajo de Mark Stanley, casi al nivel de los más experimentados Alfredo Castro y Sam Spruell) es un miserable, pero entenderá en el camino que en la escala de la miseria siempre hay alguien con más maldad y más poder.

Llegaremos entonces a la última frase de la película, la primera de este texto, con ese mal sabor de boca que deja el horror. Y con la vergüenza de aceptar lo poco que nos ha importado.

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