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La revolución eléctrica de China

hace 7 horas
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  • La revolución eléctrica de China

Durante años, la narrativa dominante sostuvo que la carrera por la inteligencia artificial (IA), el manejo de datos y la computación sería el factor definitorio del liderazgo global en el siglo XXI. Y aunque no es una afirmación del todo errada, resulta incompleta. La pugna por la supremacía tecnológica no se resolverá únicamente en Silicon Valley, sino en minas, fábricas, cadenas de suministro y redes eléctricas: el futuro no solo será digital, sino también industrial y eléctrico. Y en ese futuro, China ya ocupa el primer lugar.

A diferencia de Estados Unidos —donde el talento y las grandes plataformas digitales concentran el protagonismo—, China apostó desde hace más de una década por el control de los fundamentos físicos que permiten que la revolución digital se traduzca en poder real: baterías, generación de energía limpia, motores, minerales críticos y capacidad industrial. Su estrategia no busca solo competir en inteligencia artificial, sino dominar los dispositivos, insumos y redes que harán físicamente posible esa “inteligencia”, sin depender del resto del mundo y con capacidad para alcanzar escalas masivas.

Los datos son elocuentes. Hoy, China fabrica tres de cada cuatro baterías de iones de litio del mundo, lidera la producción de tierras raras —esenciales para motores eléctricos y equipos militares— y ha reducido drásticamente los costos de producción de turbinas eólicas, paneles solares y baterías gracias a su capacidad de innovación. En 2024, su capacidad eléctrica instalada alcanz 3.300 GW, casi tres veces la de Estados Unidos, y el 70% de los nuevos proyectos solares del planeta se ubican en su territorio. En apenas unos lustros China ha pasado a ser el líder indiscutible de las energías renovables en el mundo.

Este modelo de desarrollo, denominado por algunos como el de una “electroestado”, ha sido una respuesta estratégica al talón de Aquiles de China: su histórica dependencia energética del exterior. A comienzos de la década pasada, el país importaba cantidades enormes de carbón y petróleo, y su vulnerabilidad era evidente frente a posibles bloqueos en puntos críticos del comercio internacional, como el estrecho de Malaca o el mar del Sur de China.

Xi Jinping entendió el riesgo. Desde 2014, ordenó una “revolución energética” que ha modificado de raíz el mapa industrial del país. Se invirtieron cientos de miles de millones de dólares para fortalecer la autosuficiencia eléctrica, diversificar fuentes renovables, desarrollar trenes eléctricos, redes de ultra-alta tensión y una infraestructura energética moderna, capaz de conectar regiones remotas con los grandes centros industriales del este. Hoy, China lidera en capacidad instalada de energía hidroeléctrica, solar, eólica y nuclear. Y para 2028, se espera que la mitad de toda su electricidad provenga de fuentes bajas en carbono.

Otro de los pilares del poderío tecnológico chino es su avance en almacenamiento energético. Las dos principales compañías del país, CATL y BYD, destinan anualmente alrededor del 5% de sus ingresos a investigación y desarrollo de baterías más eficientes y económicas. Ese esfuerzo ha permitido que el precio de las baterías de ion-litio caiga de forma sostenida, facilitando la masificación de los vehículos eléctricos y de los sistemas de almacenamiento que respaldan la energía renovable. De hecho, BYD ya superó a Tesla en ventas globales de vehículos eléctricos; hoy es común ver sus modelos incluso en las calles de Colombia. Cada auto vendido por China es, a la vez, una nueva fuente de datos, una unidad de almacenamiento energético y un eslabón más en la cadena del nuevo poder industrial.

Estados Unidos, en contraste, enfrenta las consecuencias de haber menospreciado esta dimensión física del futuro tecnológico. La electrificación se ha politizado, haciendo cada vez más difícil expandir la capacidad de generación limpia y modernizar y extender las redes de transmisión que la vuelven útil, dejando al país en un estancamiento relativo frente a la velocidad y la coordinación industrial que China ha logrado.

Así, mientras Washington impone aranceles y promueve una guerra comercial para frenar a su principal rival, termina incentivando la autonomía estratégica de Pekín. Trump busca debilitar a China con sanciones, pero podría acabar consolidando su liderazgo energético y aislando a Estados Unidos de los desarrollos donde hoy llevan la delantera las compañías chinas.

En este contexto, lo que está en juego en los próximos años no es solo quién controla la IA, sino quién define el modelo de desarrollo energético del siglo XXI.

No basta con liderar en inteligencia artificial; el poder en la nueva economía dependerá de quién controle los sistemas que permiten su despliegue.

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