La luz se va de pronto. Todo está oscuro, digo, asustada, y la señora, que debe ser la enfermera, dice que tranquila, que no pasa nada. Sí pasa, porque por primera vez en la vida no se ve nada, y uno sabe que el ojo está abierto por un aparato que no lo deja cerrar.
Mi mamá se queda afuera con las gafas. Se las entrego, de recuerdo, y entro al lugar de cirugías. Hay que ponerse un gorro, un pantalón, una camisa y lavarse las manos y la cara. Me lavo las manos varias veces, porque qué susto que uno no se las lave bien y entre al quirófano algún bicho. Espero a que vuelva el enfermero, que me lleva a una silla negra, me da un té con valeriana y una pasta que se queda enredada en la garganta.
Una chica está al lado, en otra silla negra. La acabaron de operar y está con las coquitas en los ojos, esperando. Que cómo le fue, le pregunto, y que bien, responde, que no dolió nada, que no se demoró, que tiene los ojos cerrados. Que tengo miedo, le cuento, y que no, que no dolió, repite, y está diciendo eso cuando se la llevan y me echan unas gotas y debo cerrar los ojos.
El médico pasa. Han pasado otros, pero ahora sí es el mío, el doctor Carlos Correa, el mismo que me dijo que podía operarme y me mostró por qué en los exámenes, yo que ya llevaba diez años de ser miope, de explicarle a la gente que sin gafas o sin lentes de contacto, todo después de un metro y medio, más o menos, se veía borroso, como el blur, el efecto de desenfoque que usan los diseñadores en Photoshop.
Mónica, que cómo está, saluda el doctor, que qué susto, le digo, que nada, responde, y sigue a algún lado. Entonces vuelve el enfermero y todo pasa sin tiempo para pensar: entrar al quirófano, saludar al oftalmólogo otra vez, ver que hay una señora, que debe ser la enfermera que ya nombré, una máquina grande con un señor atrás que pareciera manejarla, y, de pronto, yo acostada en la silla aquella mirando una luz roja que titila al frente del ojo derecho, porque el izquierdo quedó tapado por esa tela azul que solo deja afuera el que va a ser operado primero.
El doctor habla atrás con la enfermera mientras espera que el señor que maneja diga que está listo algo. O eso creo yo. Uno solo imagina el mundo afuera en el quirófano, y me arrepiento de no haberle dicho al oftalmólogo que porqué no va narrando, como si fuera un partido de fútbol. Hablan de una paciente de 53 años, es decir que no soy yo, mientras mis manos debajo de la cobija se mueven, ansiosas. Ya han echado varias gotas en los dos ojos, y el izquierdo no tiene chance de chismosiar qué pasa. Solo el derecho mira la luz roja, que titila todavía.
Otra gota y el doctor pone el aparato para mantener el ojo abierto. Estorba, pero no duele, y ahí uno sabe que de verdad ha empezado eso de volver a ver de lejos sin gafas, de dejar de ser miope.
Entonces se va la luz.
Operar
El doctor sigue atrás. La oscuridad dura solo un par de segundos, que a uno le parecen una eternidad, y vuelve la luz roja que titila. No se preocupe, Mónica, le escucho, y me sostiene la cabeza, que no me puedo mover, ni un milímetro, y yo pongo toda la fuerza que tengo en que la cabeza no se mueva, el ojo no se mueva, la nariz no se mueva, la boca no se mueva, los dientes no se muevan, las rodillas no se muevan, los pies no se muevan, pero no soy capaz de que las manos se queden muertas.
La luz roja se va y varios disparos suenan y se ven al frente: pequeñas luces seguidas y pasa un olor a quemado. Él había dicho que eso iba a pasar, y fue exacto, y luego de pronto hubo agua, y él dijo que era agua, y ya, estuvo el primer ojo. Adiós al aparato aquel que mantiene los párpados al margen, y la tela cambia de lado. Ahora el hueco es para el ojo izquierdo, y el doctor dice que tapemos el derecho para que ahora que ve no vea lo que está haciendo y se vaya de copietas a operar ojos por ahí. Nos reímos.
El otro ojo fue exactamente igual: estar ciego unos segundos, no moverse ni un milímetro, escuchar unos disparos al unísono de pequeñas luces, oler algo quemado, bañarlo en agua –la sensación más deliciosa en ese momento–, y que ya está, que nos fue muy bien, que puedo parpadear, que no tengo que cerrar los ojos del todo, que me siente, que no han pasado 15 minutos –eso lo digo yo– y que ya no soy miope.
Miro hacia un reloj que hay al frente y no lo veo borroso, pero la señora ya me está poniendo unas cocas blancas en los ojos que es como tener una telaraña al frente: me he convertido en sapo, pienso.
Me sacan de ahí, llaman a mi mamá que estaba afuera esperando, leyendo un libro que a mí me gustó, pero a ella no, que vuelva a mi ropa, que el doctor va y nos explica lo de echar las gotas a través de las rendijas aquellas, lo de no ver televisión ni manejar ni usar el celular hasta al otro día, mejor dicho, lo de irse a casa a esperar que pase el tiempo y a que la mamá no lo deje dormir porque hay que echar una gota cada media hora, y la mamá es tan puntual como suponemos son en Londres.
Pienso en las gafas abandonadas en el bolso. Pobres, tantos años juntas, y ahora irse a guardar tanto tiempo, aunque haya amigos queriéndolas de herencia.
Miro al gato por las rendijas de las cocas y parece que no hay desenfoques en ninguna parte. Ni en sus pelos.
Esa noche duermo como un sapo, aunque de noche me despierte de pronto a asegurarme que siga siendo la oji saltona de Lisa Simpson –así hizo la analogía mi mamá–, porque el doctor dijo que el posoperatorio es fundamental: la córnea que levantó se pega el 80 por ciento en las primeras 24 horas y el 20 por ciento en el mes siguiente. Por eso no se puede uno rascar o sobarse duro los ojos, porque la córnea puede arrugarse y si se arruga, pues, se vuelve a operar, pero para qué irse con ese dolor y esa otra operación, cuando la primera no dolió ni un ápice.
Repito las palabras del médico (a mi manera por supuesto), de que si uno es juicioso no pasa nada. Cosas de ser exagerado. Tampoco se puede ir a piscina y los patines hay que guardarlos hasta la próxima vez.
El post
El primer sábado de no ser miope empieza en quitarse las cocas y descubrir que es verdad: estoy viendo de lejos.
Sigue bañarse, como si nada, arreglar cosas de la mañana, ponerse las gafas e ir al consultorio del médico para darse cuenta de que el ojo derecho, en menos de 24 horas, ya está viendo 20/20, y el izquierdo, que va más lento, casi también.
Sigue echarse muchas gotas, para que no se resequen los ojos, y entender que el aire acondicionado y el computador cansan, y que hay que hacer un ejercicio cada tanto, y echarse más gotas, y que hay momentos en que se ve un poquito menos, pero que todo eso es normal, porque hay que dejar que pase el tiempo para que los ojos se recuperen bien.
Luego, y menos mal, con las gafas oscuras para el sol uno se ve muy bonito.
¿Por qué?
Cada quién es distinto, eso sí. Llamo a Juan, el amigo que me presentó al doctor, que me había explicado antes qué iba a pasar durante la operación, y él fue viendo paulatinamente. Igual le pasó a otra amiga, aunque para otra fue tan mágico como a mí. No somos iguales, pero todavía, en mi círculo pequeño de amigos miopes operados, no me he encontrado el primer arrepentido. Yo llevo una semana, y todavía soy feliz. Jennifer, que lleva un mes, y su operación fue un poco más compleja, y un poquito dolorosa, anda por ahí repartiendo miradas a lo lejos: ella, periodista de deportes, ya puede ver desde el puesto los números del partido.
También sé que la operación puede no durar toda la vida. Para Natalia fueron 10 años, ya volvió a las gafas, pero no importa, dichosa mientras duró. Otra fue menos, cinco, y tampoco se arrepiente. Luisa calcula unos 13 años y sigue andando sin gafas. Que la operación la volvió a la vida, repite cada tanto. Y todos terminamos haciendo las cuentas de cuánto vale comprar los lentes de contacto o las gafas con el marco que a uno le gusta, y la relación costo-beneficio funciona incluso solo por unos años.
De eso, es decir, de quién sabe cuánto tiempo voy a ver de lejos por mí misma, soy consciente de mi diferencia. Porque operarse es una decisión individual que pasa por preguntarle a mucha gente y, lo más importante, tener un médico que explique, que cuente los detalles, que lo oriente sobre las posibilidades individuales, que haga los exámenes necesarios, que transmita tranquilidad, que sea querido, que se ría a veces, que esté pendiente, que tome una hoja y un lápiz para que todo sea más fácil de entender para uno, simple mortal cuando le hablan de ojos y, al final, que uno pueda llamarlo a decirle que tiene –o se inventó– un suciecito, que qué hace, y él responda tranquilo, al otro lado del teléfono, que no se preocupe y le dé una solución. Un médico que uno quiera abrazar al final, porque está viendo de lejos, otra vez, como cuando era chiquita. Así fue el doctor Correa.
También me he preguntado por qué operarme, si a mí me gustaba andar con mis gafas gigantes, o había descubierto el placer de los lentes de contacto. Me pareció en algún momento un acto de vanidad. Solo que ese día que pude ver de lejos por primera vez en tantos años, y me pareció mágico, entendí que no era nada de esas cosas –y que si lo fuera no importaba–: es volver a ver por uno mismo, y no hay una palabra que describa la emoción de que vuelva la nitidez. Libertad, de pronto.
Las gafas se las puse a un muñeco de nariz grande, que una vez me regalaron para que cargara las gafas de noche. También tiene derecho a ver, 24 horas al día, qué pasa metros después
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