Memorias de un caracol, de Adam Elliot (a favor y en contra)

El mundo como cofre: desbordes objetuales e íntimos  

Mariana Sofía Gómez Rincón

 

“La jardinería lo regala todo, es un pozo de penas.”

Una apuesta por lo transdisciplinar se despliega en pantalla. Es inevitable no sentirme como un infante: el relato apenas comienza y ya se activa en mí una sensatez del asombro, una atención concentrada que se despierta con cada imagen magnífica, peculiar y extraña que se presenta. Planos secuencia de creaciones manuales se despliegan. Un cotidiano pareciera emerger. Memorias de un caracol, del director Adam Elliot, nos atrapa desde su textura visual hasta su profundidad narrativa.

Si bien sus anteriores cortometrajes —como Mary and Max (2009), Ernie Biscuit (2015) y su trilogía de relatos familiares creada en los 90’s, Harvie Krumpet (2003), este último ganador del Premio Óscar— no se comparan en duración con esta nueva obra, sí marcaron el camino de una estética y un núcleo narrativo muy precisos. Ya en ellos veíamos las primeras incursiones de caracoles, pandillas de niños, relatos cotidianos de personajes curiosos. En Memorias de un caracol, estas constantes se reconfiguran y se llevan a otra escala de trabajo.

A través de un relato protagónico, verbalizado cronológicamente entre una antigua París y una Australia de contrastes, conocemos a Grace y a Gilbert, dos hermanos protagonistas de esta historia. Desde el término que crea el propio director —“arcillagrafías”, biografías animadas en plastilina— se persiste en la idea de adentrarse en la psique de un personaje, y deshilar, poco a poco, como un cofre de misterios, cada capa de su historia. En ese tránsito se entreteje un viaje infinito lleno de derrotas, logros, amores y jaulas. Reflexiones particulares, ya características del cine de Elliot, reaparecen aquí con mayor madurez.

Lo distintivo de esta película es que apunta a las pulsiones que nos habitan, desbordándose y convirtiéndose en espejo de momentos sociales. La protagonista se nombra a sí misma como “caracol”, y la acción de coleccionar estos seres enmarca la historia tanto a nivel formal como conceptual. Es un archivo ético y reivindicador de cada objeto cotidiano, por perdido o ridículo que parezca.

Aunque la película se construye desde lo plástico y matérico, lo realmente interesante es cómo su estética —saturada de objetos, fragmentos y restos—, derivada de un proceso colaborativo con artistas, bocetos, rodajes y maquetas, termina siendo una lección sobre el desapego, la depuración y el valor simbólico y ético de cada cosa. Cada objeto opera como un extensor psicológico del personaje.

Y es que, si bien las obras de Elliot parten siempre de un monólogo que conduce, un hilo íntimo que nos sumerge en lo psicológico del personaje, aquí el detalle mínimo se convierte en mundo: un jarrón, una comida favorita, un recuerdo desdibujado. Lo masudo, lo brumoso, lo granulado en los personajes es una marca de su estilo desde hace tiempo.

En esa oscilación entre el exceso y la limpieza, tanto en lo conceptual como en lo técnico, Memorias de un caracol se transforma en un gesto de conciencia plena. No solo se ve: se siente, se pesa, se habita. Ahí es donde sus formas adquieren verdadero sentido: como si lo animado fuera el espíritu mismo del cambio, del progreso interior. Más allá de una discursividad trágica, esta es una película sobre metamorfosis individuales, moldeadas en stop motion.

El mismo director ha dicho que su cine no nace de condicionarse por referentes visuales tradicionales de la animación, sino de beber de otras artes: la literatura, lo abstracto, las artes plásticas, la escritura, el cine. Esa apertura le permite una estética bifurcada, hogareña, maleable, a veces incluso oscura. No busca la perfección de formas hegemónicas en la animación: ahí radica su mayor acierto.

Las texturas desbordadas permiten que emerja un prototipo de cada personaje. No hay intención de embellecer, sino de dejar que la belleza surja de los pliegues y contrastes. La animación de Elliot es profundamente particular porque está hecha de micropartículas, de huellas. La deformidad se vuelve forma. Y lo extraño —hecho de pegamentos y materiales pobres— enriquece lo visual.

Su estilo ha sido denominado “grueso y tosco”. Como la vida misma: toma lugar sin pedir permiso. La ornamentación es el mensaje, y también la forma escenificada. La dirección de cámaras y el montaje precisos nos revelan cada objeto con intención. A pesar del cúmulo, todo se deja ver. Todo en esta película se deja ser.

La paleta sepia, en tonos pardos, nostálgicos y hogareños, nos sitúa en un contexto vulnerable. Lo envejecido forma parte de su metodología visual. El personaje, como tantos otros, rompe con la perfección y se presenta desde su esencia. Ver esta película es una exquisitez visual: sus formas, aunque saturadas, están compuestas con una precisión ética.

La sencillez no es carencia, es decisión: que se vea la plastilina, que se vean los dedos, que no se esconda la crudeza del material. Ese gesto nos acerca. Nos humaniza. Y es necesario para una imagen que se quiere ver desde el cine. La plastilina, tan evocadora de una infancia manual, es aquí medio y mensaje. Nos devuelve a lo sensible desde lo táctil.

La película habla de la depuración de la vida, del síntoma acumulativo de los objetos y de su consideración ética hacia nosotros mismos. Donde el caracol funciona como símbolo de metáfora social y vital: lo cíclico, lo circular, lo sincrónico de nuestras repeticiones. Dolorosas, alegres, constantes. Así como la vida misma de Grace y Gilbert.

Esta obra nos conduce hacia una lectura adulta de la animación sin perder su inocencia ni el contagio infantil que la impulsa. En la sala, las risas desbordadas, las lágrimas, los murmullos, no son solo un acontecer: son parte de una experiencia vital. No se trata simplemente de una animación elaborada ni de un desfile de objetos: Memorias de un caracol profundiza en los vínculos, los apegos, las consecuencias, los aprendizajes.

Como cuando veíamos genuinamente una película en la infancia y algo nos conmueve, esta obra logra acariciar al espectador desde la ternura.

 

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Memorias, de un caracol de Adam Elliot

Una película para niños grandes

Javier Castaño

Llego a Memorias de un caracol sin haber visto la muy sonada y ¿de culto? Mary & Max, dirigida también por Adam Elliot, la que es también su opera prima y última pero no tan reciente película lanzada en el 2009.

Lo primero que resalta de Memoria de un Caracol es lo que resalta de casi cualquier película hecha en animación stop motion, que sea medianamente popular: un dominio sobresaliente de la técnica de animación, que acompañada de un diseño de producción detallado y bien caracterizado, soportan el peso de la historia y la mirada del público en una suerte de dictadura de las expectativas; donde la técnica excepcional es regla en espacios, arte, elementos, fluidez del movimiento etc.

La animación y el decorado son impecables, la caracterización es muy buena en la construcción de la atmosfera que, siendo caricaturesca y hasta graciosa por momentos, nunca deja de ser opaca y oscura como la protagonista y todo ese universo que ella representa: una Australia completamente ajena a los Guardianes de la Bahía, árida y con una ausencia total de esa Australia idealizada y vacacional de cielos azules, mares azules, playas blancas, cuerpos esbeltos y bikinis de colores. La historia y los personajes, de tal melodrama y decadencia, funcionan y se entienden también, en tanto se les piense en relación a los símbolos que contienen. Grace la protagonista y su hermano gemelo Gilbert son unos cúmulos de “outsiderismo” y excepcionalidad no solo por el hecho de ser gemelos:  Son huérfanos de una madre que murió dando a luz, Grace nació con labio leporino, su padre parapléjico del que tenían que cuidar también termina muriendo súbitamente, a Gilbert le gustan los bichos y jugar con fuego, son niños raros victimas de matoneo, todo el tiempo están leyendo suicidas y malditos, además de que terminan separados al ser adoptados por familias diferentes y que resaltan por su ausencia y sus fetiches en el caso de los padres adoptivos de Grace y por el maltrato en el caso de la familia de fanáticos religiosos que adopta a Gilbert. etc. etc. etc

Como un preso haciendo rayitas en las paredes de su celda, Grace colecciona infortunios en forma de caracoles, y la película se dedica durante más de una hora a regalarnos una muy larga, melodramática y agotadora sucesión de tragedias suavizadas por chistes y comentarios mordaces desde el guion. El horizonte y porvenir de Grace parece no tener una vuelta que la ponga en una situación esperanzadora, aunque a través de Pinky una anciana mayor que termina haciendo las veces de madre y mejor amiga, Grace encuentra confort y compañía incluso después de separarse de Ken el pervertido, gracias también al desenfado y tranquilidad con el que Pinky enfrenta las situaciones complicadas que se le presentan. Como cualquier buena película animada e infantil, la lección que termina enseñándole Pinky a Grace es que tal vez, a pesar de que el mundo constantemente les presente situaciones retadoras y difíciles, hacer de la tragedia su personalidad es algo que se puede decidir y está solo en las manos de cada uno.

De Memoria de un Caracol se puede asumir que es casi una película infantil porque. aunque filtrada por un lente o mirada adulta, si dejamos de lado los elementos censurables para niños como son las referencias explícitas al sexo, el alcoholismo, la violencia y el lenguaje soez que aquí terminan siendo marcas estilísticas más que nada, tenemos una película con una historia sencilla y narrada en segmentos bien definidos (1. niñez y crianza de los hermanos, 2. completa orfandad de separación y vida adoptiva, 3. la vida después del matrimonio fallido de Grace), inspiradora y con moraleja, y con un final tierno y sensiblero que redime a la protagonista ante las miradas sedientas de finales felices y fanservice. Las decisiones de Elliot son abruptas por momentos, los cambios son caprichosos, y las soluciones incluso aparecen como ases bajo la manga, lo que termina abandonando un poco lo plástico a su suerte de soporte principal de la película.

El final de Memoria de un Caracol llega después de que finaliza el prolongado viacrucis de Grace con la muerte de Pinky, la caja enterrada con las papas en el huerto y la resolución de seguir adelante a pesar de las dificultades y haciendo las paces con el sin sentido del pasado. La protagonista termina cumpliendo ¿su sueño? de dedicarse a ser animadora stop motion. En el estreno de su primera película, y de la forma más condescendiente posible, aparece el hermano muerto que nunca estuvo muerto como el deus ex machina perfecto que nos regala el final confortable para niños (grandes) que sin necesidad premia a Grace por su resolución de seguir viviendo a pesar de las dificultades y al mismo tiempo se burla de esta, para garantizarnos lágrimas de alegría y evitarnos la incertidumbre amarga de una resolución sin tragedia.

El final hizo de Memorias de un Caracol una película para niños grandes (en sentido negativo).

 

El Segundo Acto, Quentin Dupieux

El Otro Quentin

Miguel Ángel Cadavid

 

Hace un tiempo, los gringos tenían una tendencia en redes sociales que llevaba por nombre: Never let them know your next move. Instagram y TikTok estaban repletos de videos en los que personas se filmaban así mismas haciendo lo contrario a lo que asumiría el pensamiento deductivo. El acto comienza con una mini-narrativa que se distorsiona de manera inesperada a medida que avanza para mantener la atención del que mira. Uno de los primeros videos que se viralizó fue el de un conductor que se disponía a retroceder en su carro mirando con cuidado hacia atrás, cuando de repente, este acelera bruscamente hacia adelante mientras su cabeza continúa girada hacia la luneta del vehículo.

Con el paso del tiempo, la tendencia evolucionó a conceptos más elaborados y extensos, hasta el punto de sobrepasar los límites lyncheanos del surrealismo y caer en el conocido absurdismo del humor generacional o “Brainrot”, en el que la narrativa corriente de un policía impartiendo una multa, por poner un ejemplo, podía terminar con la perturbadora modificación con IA de un bulldog en pasamontañas comiendo mazamorra con un sacerdote.

Asumo, según su edad, que el cineasta francés muy probablemente desconoce esta tendencia, pero su obra hace que el espectador, genuinamente, no sepa cuál será su próximo movimiento. En Rubber (2010), una llanta asesina llamada “Roberto” lucha por el amor de una mujer; en Le Daim (2019), una chaqueta con tendencias narcisistas convence a su portador de eliminar a todas las chaquetas del mundo; en Mandibules (2020), una mosca gigante parodia el Jaws de Spielberg con dos protagonistas que luchan por escapar de una estafa piramidal. No hace falta describir muchas de sus obras para captar el delirio.

Es irónico que, a partir de ese humor absurdista, tan similar al actualmente generado artificialmente por las nuevas generaciones, el cineasta decida crear una sátira hacia la misma herramienta que lo propicia; es por esto que El Segundo Acto (2024), no es ni de lejos la más creativa de sus obras, pero sí la más importante. La confusión de no saber cuál es la narrativa real de la película que estamos viendo, ignorantes al hecho de estar riéndonos con gags que muy probablemente hayan sido escritos por una máquina, es donde radica el terror en la comedia de Dupieux. La premisa de su meta-sátira implica que la primera película escrita y dirigida por una inteligencia artificial habla, a su vez, sobre lo absurdo que sería una película escrita y dirigida por una inteligencia artificial. No hay que tomarse esto a la ligera, la percepción de las IA sobre lo que la mente humana podría considerar repelente o divertido es la base para que esta haga mofa de sí misma, lo cual es sumamente aterrador; porque no hay nada más útil para consolidar la existencia de algo, que invalidar las opiniones de aquellos que tienen miedo a través de la trivialización humorística.

Quentin Dupieux no solo parece ser una especie de Dalí profético, sino un cineasta con un profundo sentido introspectivo frente al oficio mismo. En Yannick (2023), los actores de una obra de teatro son secuestrados por un espectador inconforme que decide reescribir el guion y obligarlos a representar lo que él considera entretenido. Esta premisa abona el terreno para análisis divertidísimos respecto a cómo influye el ego de los creadores en sus obras y cuál es el verdadero rol de los espectadores casuales en la validez de una obra independiente.

Esas dinámicas que inciden en el porqué del cine, presentes también en El Segundo Acto (2024), son más necesarias que nunca. Los cinéfilos más veteranos atraviesan una etapa de saturación en la que lo inesperado ya no existe, y el trabajo de Dupieux llega como un soplo de aire fresco. Sus obras se esfuerzan por diluir el significado de conceptos como “Coherencia”, “Humor” o “Narrativa”, con el objetivo transfigurar los parámetros de un arte que comienza a verse amenazado por la automatización y el hartazgo, incluso en los rangos esnobistas del cine experimental; que, por cierto, se ufana erróneamente de contrariar las narrativas establecidas. Porque, después de Apichatpong, Camila Rodriguez Triana o el pelmazo de David Aguilera Cogollo ¿no es el cine experimental ya una narrativa establecida?

El cine del Quentin francés expresa un amor al arte proporcional al de su homónimo gringo, la diferencia es que el primero, en vez de cruzarse de brazos mientras atestigua el declive de su amado arte, decide revertir las reglas rescatando la novedad de la mano del absurdo, para que, como sus personajes, no nos terminemos metiendo un tiro en la cabeza… dos veces.

A Complete Unknown, de James Mangold

 

Mario Fernando Castaño

 

¡La gente inventa su pasado… recuerda lo que quiere. Olvida el resto!

 

Es un hecho que el cine se toma libertades creativas al momento de adaptar un guion que provenga de una obra literaria, el teatro o hechos históricos a favor de un argumento que tenga el dinamismo suficiente para llamar la atención del público. Y es que no lo podemos negar, al contrastar los hechos con la realidad nos encontramos con que en la mayoría de los casos esta es demasiado aburrida. Y los biopics no son la excepción a la regla, unos son muy forzados, otros convincentes y cercanos a la realidad idealizando al protagonista en ocasiones, pero hay otros, como en este caso, en los que simplemente no importa cuestionar los sucesos dudosos, a pesar de ser bastantes, y en los que se relatan los primeros años de la vida artística Robert Zimmerman, quien se daría más adelante a conocer como Bob Dylan, estrella del Folk y galardonado Premio Nobel de literatura, alguien que siempre se ha caracterizado por ser una figura polémica y alejada de los medios. Y hay que tener en cuenta que el personaje en cuestión aún está con vida y que tuvo la oportunidad de modificar sus propias vivencias dentro de la guionización del filme, en donde incluso expone diferentes versiones de su niñez.

Desde el comienzo notamos que la historia, basada en el libro Dylan Goes Electric! (2015), del periodista musical Elijah Wald, propone el doble reto de cumplir con el acuerdo de verosimilitud con el espectador, donde el primero es el de generar de inmediato la confianza de los más puristas al estar observando los comienzos de una leyenda del Folk, encarnada al detalle por un actor como Timothée Chalamet. Y esto da para el segundo reto, que este talento en ascenso nos lleve a olvidarnos al instante del carismático Willy Wonka (Wonka, Tim Burton, 2023) o el líder de multitudes Paul Atreides (Dune, Denis Villeneuve. 2021) al reflejar esa personalidad contestataria y rebelde, añadiendo a esto el hecho de no solo interpretar casi a la perfección las canciones de Bob Dylan, en el ámbito vocal con su voz nasal y temblorosa, sino de tocar la guitarra y la armónica de una manera indiscutible, logrando momentos de asombroso magnetismo en pantalla, resultado de cinco años de estudio constante, tiempo que aprovechó gracias a la pandemia del Covid 19 (2020) y al paro de guionistas en Hollywood (2023).

Los personajes que acompañan al protagonista no lo opacan, pero tampoco pasan desapercibidos, como es el caso de Sylvie (Elle Fanning), cuyo nombre real es Suze Rotolo, y es cambiado por sugerencia del mismo Dylan. Ella fue pareja sentimental del músico y lo impulsó en sus inicios a ser más consciente del mundo que le rodeaba en ese momento y, de paso, a replantear el contenido social de sus letras y su norte como artista. Es también notable la presencia de Pete Seeger (Edward Norton), un músico Folk que supo identificar el potencial de Bob dejándolo brillar hasta cierto punto y, por último, Joan Baez, quien es interpretada de forma más que brillante por Mónica Bárbaro, con quién se identificó en su estilo y mantuvo una complicada relación amorosa en la que, por cierto, no se entra en detalles, lo cual es una gran virtud de la película, ya que esta se centra más en lo musical y el conflicto interno que mantenía con la industria musical y hasta con su propio público, al que debe su éxito. Cabe resaltar, igualmente, la interpretación del actor Boyd Holbrook como un joven Johnny Cash, quién brinda una muestra de su presencia contundente en escena y, de paso, ya se intuye su descenso al infierno, aspecto que el director James Mangold ya había plasmado a fondo con un muy aceptable Joaquin Phoenix como Cash en En la Cuerda Floja (Walk the Line, 2015).

Esta es una producción que se complementa con documentales como No Direction Home (2005) y Rolling Thunder Revue (2019), del director Martin Scorsesse; Don’t Look Back (1967), de D.A. Pennebaker; o Mi historia sin mí (I’m Not There, 2007), de Todd Haynes, una curiosa manera de acercarse a la vida de Bob Dylan, esta vez interpretada desde la perspectiva de seis actores diferentes, como Cate Blanchet, Christian Bale o Heath Ledger.

El contexto histórico siempre está presente, ambientado dentro los difíciles años de la contracultura, combinado con vivencias del cantautor que, aunque atropellan la realidad, respetan la esencia de los hechos, llevando a la pantalla momentos icónicos como la improvisación de Bob con el bluesman ficticio Jesse Moffette, la aparente discusión con Joan Baez al negarse a cantar nuevamente Blowing in the Wind en público o el momento, este sí más cercano a la realidad, de cuándo Bob conectó su guitarra y tocó Rock N´Roll con banda completa frente a un público enfurecido al sentirse traicionado por su ídolo en medio de un festival de música Folk.

A Complete Unknown no pretende engrandecer la figura del artista en cuestión, al contrario, muestra una persona que juega con los que le rodean preocupándose solamente por sus propios intereses, en busca de una libertad que pregona, pero que le es ajena al encontrarse frente a un futuro incierto.

Esta cinta despierta la curiosidad de nuevas generaciones al acercarse no solo a la vida de Bob Dylan, sino al género que llegó a tener tanta influencia como aporte a la sociedad de la época, esto gracias a la calidad musical y al mensaje de sus letras inteligentes y reflexivas que hablaban de un interés común de idealismo en pos de una paz y libertad que, hasta el día de hoy, siguen siendo inciertas e invitan de paso a identificarnos con el sentir de otras épocas y a preguntarnos si en medio de esta realidad no adaptada aún somos unos completos desconocidos yendo a cualquier lado como piedras rodantes.

Mickey 17, de Bong Joon-ho

Un montón de polvo

Sebastián Álvarez López – Escuela de Crítica de Cine de Medellín

La discusión al respecto a los derechos laborales, los trabajos precarios que nadie quiere hacer y las políticas que rozan la explotación laboral ha sido larga y nutrida, debido a las aristas que ha traído consigo el mundo capitalista en el que vivimos. También con ella han llegado preocupaciones de índole climático y ambiental. Al día de hoy sabemos con certeza que se ha pasado el punto de recuperación del planeta y que cada vez estamos más cerca de la destrucción: hace tiempo que no faltan más que milésimas de segundo para la media noche.

Por supuesto, estos problemas también han sido expresados a través de la pulsión artística, cientos de filmes han abordado temáticas como la visita a otros planetas en búsqueda de la salvación, los problemas de racionamiento de comida, los dilemas políticos y éticos que conllevan encerrar a muchas personas en una pequeña nave que va hacia el vacío, el post-humanismo y la aparición de tecnologías invasivas e, incluso, la interacción con la vida alienígena.

Ya Bong Joon-ho había puesto su interés en el futuro de la humanidad hace años en Snowpiercer, donde realizaba una exploración de las interacciones humanas en espacios sumamente limitados, como podría ser un tren que recorre el mundo con lo que queda de la sociedad dentro de sí, y ahora retoma la preocupación del porvenir de la humanidad en Mickey 17.

El cineasta coreano realiza un pastiche de intenciones que no alcanzan a definirse, una mezcla deforme de tropos, personajes estereotípicos y, en ocasiones, casi que mono-neuronales, humor físico y catch-phrases que adornan una serie de eventos frívolos y sinsentido que se desarrollan a lo largo del filme.

Quizás el problema principal es que intenta demasiado, pero logra más bien poca cosa. Bong Joon-ho intenta tocar todos y cada uno de los temas que mencioné anteriormente, pero lo hace de una manera tan superficial que apenas y logra rascar algo de la superficie de ellos. La caracterización del magnate empresario, como una mezcla de Musk y Trump se queda solo en la caricaturización extrema y no se extrae nada de él, las leyes que trata de imponer en su propio mundo son ignoradas en cada ocasión posible e inicia arcos que no logra cerrar.

Son los personajes de Pattinson los que logran vislumbrar algunas reflexiones interesantes al respecto de la muerte y del carácter. Uno se opone al otro inicialmente, pero son también quienes se unen para lograr el desmonte del poder en la nave, hallando en sus diferencias cierto complemento. Quizás, paradójicamente, el personaje que se elabora de manera más humana es el que menos goza de esta condición, hay algo de ternura en esa actitud noble y temerosa, pero se diluye entre tanto aparataje técnico que no llega nunca a ningún puerto.

La sensación que brinda Mickey 17 se parece de ciertas maneras a la Kinds of Kindness, de Lanthimos: la libertad creativa y financiera les ha permitido a dos renombrados directores contemporáneos realizar grandes obras que se ahogan en sus propios presupuestos y pretensiones (si bien la de Lanthimos es mucho más ambiciosa y diciente). La idea de agarrar un puñado grandísimo de contenidos termina no haciendo más que arrojando polvo a los espectadores, tan molesto como inofensivo; pensemos pues que las limitaciones también han promovido soluciones creativas y sustanciosas, es momento de echar un paso atrás y pensar: ¿realmente más grande es mejor?

Conclave, de Edward Berger

Chisme Sacrosanto

Miguel Ángel Cadavid

 

Desde el Young Pope, de Sorrentino (2016), no experimentaba esa particular sensación de curiosidad y fascinación que provoca la exagerada parafernalia en la clandestinidad de la iglesia católica. Berger, a diferencia del cineasta italiano, utiliza este marco estético no tanto para satirizar la cultura pop a través del filtro religioso, sino para colar un whodunit edulcorado con una modesta crítica social, que no por recurrente deja de ser relevante.

Si el acercamiento a la narrativa resulta seductor, es debido a la manera en cómo se presentan las interacciones entre el grupo de clérigos recluidos. En Conclave, toda la atención del espectador se focaliza en la enorme curiosidad por saber qué maldad este le hizo al otro, o qué hizo este para que el otro actuara de esta otra forma. Y aunque pueda parecer que mi escueto parafraseo está banalizando el modus operandi de la diégesis, la realidad es que el chisme nunca ha sido una actividad especialmente noble. Es esto a lo que se refería Laura Mulvey cuando increpaba a los cinéfilos de ser Peeping Toms y a las salas de cine de ser ambientes propicios para el exhibicionismo de mundos privados.

A partir del momento en el que las puertas y ventanas de acero comienzan a descender de la mano de un no-tan-sutil soundtrack, los espectadores también nos vemos secuestrados en el Vaticano con una sensación de claustrofobia que solo puede ser equiparada por la tensión de una descarnada lucha burocrática. El guion que da lugar a esa guerra, a la que se refiere desesperadamente el personaje de Bellini, logra su cometido al proporcionar una discusión acerca de cuál es realmente el propósito de la iglesia católica en la actualidad, aunque sacrificando, en el camino, una parte de la matización en sus personajes principales.

Por más que sus pretensiones puedan pecar de obvias, Conclave es una película consciente de sí misma. La providencia, literalmente, manifiesta los puntos de inflexión en la trama. Es por eso que el tercer acto se genera a partir de un acontecimiento totalmente ajeno a lo que venía sucediendo al interior de la contienda. La grieta que deja el atentado terrorista en una de las ventanas picadas, proporciona finalmente claridad a los sacerdotes embelesados con los rayos de luz que iluminan el Juicio Final de Miguel Angel, como si se tratara del mismísimo espíritu santo intercediendo en los votos de una democracia que, hasta ese momento, estaba manchada por un proselitismo narcisista.

A pesar de que la película haga méritos de titularse “San Benitez”, es necesario entender que no por evidente y puritano, el discurso del sacerdote/sacerdotisa debe perder validez. En los últimos años, la iglesia católica se ha visto encerrada en una encrucijada ideológica sin precedentes, en la que el debate sobre lo que realmente significa ser cristiano ha sido cuestionado más que nunca a causa del extremismo político. El corto monólogo que inicia con la pregunta: “¿What do you know about war?, es más grande de lo que en realidad plantea, pues no solo representa la disputa interna entre servir a un ideal y servirse a uno mismo, sino que propone un genuino replanteamiento en cuanto a la implicación religiosa en un mundo contaminado por la plaga de la retribución y la desemejanza.

No es un capricho que el papel de la mujer durante un gran porcentaje del metraje se vea minimizado. Su sumisión en ese sistema patriarcal las relega a un silencio que se vuelve estruendoso de repente, cuando el desenlace se revela con una espectacularidad proporcional a la cámara lenta utilizada en el plano de la explosión al interior de la capilla. Las ideas finales que expresa Berger a través de la tortuga volviendo a su hábitat natural en manos de Lawrence, o las cocineras saliendo por la puerta trasera mientras comparten el sagrado chisme, es una muestra de la envidiable habilidad del cineasta alemán para manifestar reflexiones colosales a través de un lenguaje visual sencillo y prolijo; habilidad que, por otro lado, suele ser erróneamente menospreciada por los amantes de las conjeturas rebuscadas y el esnobismo exasperante.

Conclave es un ejercicio de suspenso impecable, con un ritmo rápido y unos planos que se adhieren a la retina a través de una fotografía meritoria de su nominación al Oscar. Una obra seria y sin innecesarias pretensiones, que se cuestiona y duda para mantener el misterio como su protagonista; y lo mejor de todo, que cuenta el chisme más interesante del año.

 

Anora, de Sean Baker

Rape me

Pablo Restrepo

 

Bien reiterada es ya esa discusión de si importa más la forma o el fondo y, aun así, parece que siempre debe volverse sobre ella. Más aún en épocas como la nuestra:  sobrediscursivas y sobreanalizadas. Algunas veces, y no son pocas para nada, la crítica se venga de la belleza a través de la razón. Tal vez porque la primera es obvia y no requiere esfuerzo nuestro el entenderla o disfrutarla. Y esa venganza, exclusivamente retórica, tiene manifestaciones varias. Una de ellas es decir que algo es tan solo aparentemente bello, como si la forma no fuera suficiente mérito, o forma y fondo no pudieran estar íntimamente ligadas. Anora, de Sean Baker, va un paso más allá: construye su gran fondo, también y no solo, a través de la forma.

 

La historia se despacha en pocas líneas: Anora, la stripper más cotizada en un club de Brooklyn (es decir, una profesión en la que solo es valorada por su forma), conoce a Vanya: un encantador joven turista ruso, heredero hijo de millonario (niño en un cuerpo de veintitres años). Luego de ser contratada por este como prostituta en su mansión y compartir, a cambio de quince mil dólares, una semana orgiástica, Vanya le pide casarse con él en Las Vegas. Ella acepta y, tras un breve, brevísimo lapso de ensueño, los padres del ruso se enteran del matrimonio, viajan a Estados Unidos y obligan a que esa decisión sea legalmente anulada. Ambos vuelven a sus vidas de antes. No ocurre mucho más. Contada así parece que en esta película no nada pasó y nadie cambió en nada.

Pero qué escaso y pobre sería el disfrute con el cine, la literatura o el teatro, si se agotaran tan solo en sus anécdotas. Si el spoiler, tan temido en nuestros días, fuera algo de lo que realmente hay que preocuparse. La narrativa no es únicamente historias sino, y sobre todo, cómo estas son contadas. Lo que hace Sean Baker aquí, en Anora, es una declaración sobre su cine, si se quiere sobre el cine independiente, a través de un metraje dónde predomina una forma malvada de planificación de escenas, secuencias y juegos con los géneros.

Justo en su momento más violento, la película se convierte en una comedia y no cualquiera: una física. Vemos a esta mujer de 25 años luchar con toda su humanidad contra dos gigantes de, por lo menos, el doble de su peso, después de que el hombre con que se casó la abandonara y escapara. Más allá de temer por lo que pudiera pasarle, más allá de compadecernos por la humillación y posible violación a la que estaba siendo sometida, más allá de empatizar con la protagonista de la historia; nosotros, la sala de cine en pleno, reímos a carcajadas. Esa disociación que sentimos como espectadores entre lo que pasa y nuestra reacción, nos pone en conflicto moral, una especie de culpa, y es intencionada. Estamos presenciando lo que posiblemente será el momento más traumático, humillante y decadente en su vida, pero el director nos lo presenta como comedia y nosotros mordemos su anzuelo.

Pero ya antes veníamos siguiendo un señuelo. Toda la secuencia anterior, de la semana compartida entre ambos, cae en el cliché de la celebración gringa: glamour, drogas, alcohol y excesos en Las Vegas. Los primeros planos contrapicados de ellos recién casados por el boulevard, que sacan el suelo del encuadre como si flotaran y estuvieran por las luces de los anuncios en el aire todos embriagados, nos sumergen en ese sueño soso de la vida ideal: la princesa que es despertada por un beso a su felicidad. Nosotros, engañados, acudimos a la expectativa de que Ani haya encontrado la salida de su vida marginal, pues también estamos bajo el influjo desde el folletín: pasando desde la telenovela a la gran película rosa de Hollywood, el amor es lo que más atrae, lo que mejor llama, lo que conmueve, y Baker lo sabe, lo utiliza y nos convence.

Todo esto sería tan solo pirotecnia, deseos vanos y caprichosos del director por brincar de un género al otro, si no lo volviera discursivo casi al llegar al último acto y cerrara así la arquitectura de su historia, todo un mecanismo, de manera magistral. Justo antes de entrar al avión, obligado por sus padres, Vanya le dice a Anora: “Es obvio que nos divorciaremos, ¿acaso eres estúpida? Pero gracias porque hiciste de mi último viaje a Estados Unidos algo muy divertido”. Aquí la película se devela como lo que realmente es, un drama. Y no por la desilusión frente al amor, o la humillación de su protagonista, sino porque descubrimos con esas palabras que, al igual que para Vanya, Anora también es para nosotros, hasta este momento, solo una diversión: pura existencia por entretenimiento.

No se nos dice, se nos muestra a través de una serie inconfundible de imágenes, en este punto perturbadoras, que estábamos acudiendo a esta película como voyeurs de una vida marginal en Estados Unidos. Sean Baker, consiente de su papel en el cine independiente actual, hace una reflexión sobre su filmografía y las expectativas que su nueva película generan. Luego de títulos como Scarlet, Tangerine o The Florida Project, al director gringo lo encasillaron como al que retrataba vidas marginales. Y sí, pero más allá de eso, sus búsquedas y preguntas giran en torno a la ternura, la belleza y la lucha por la dignidad. Por lo que decidió, con Anora, entregar justo lo que el público espera y lastimarlo con ello. Un americanizado Agarrando pueblo.

El viaje de Vanya es también el nuestro. Un avión audiovisual que pasa por la comedia física, la acción y el cine rosa de Hollywood (sus géneros más consumidos), para llegar a las vidas marginales de Estados Unidos, en busca únicamente de entretenimiento. Ni a Vanya, ni a sus padres, ni a Toros, y por un manejo ejemplar de la narrativa, ni a nosotros mismos, nos importaba la profundidad de Anora, y por esto de hecho su personaje jamás se desarrolla. Nos acercamos a ella por nuestra diversión, y no solo a ella sino también a todo el cine independiente. La primera escena, un paneo por todas las bailarinas hasta escogerla, es precisamente esto: una muestra de que, así como fue Anora, pudo ser otra, cualquiera, siempre y cuando nos regalara para nuestro entero disfrute su sufrimiento.

Y no se agota en su forma. Los personajes centrales son tan verosímiles y de una dignidad tan conmovedora que la película no naufraga en simples intensiones de significado, sino que hay verdaderas presencias en continua lucha inmediata con la banalidad, el dinero y su humanidad. Anora, interpretada por Mikey Madison, la muy merecedora de sus nominaciones y premios, nos regala, junto a su captor Igor, uno de los diálogos más potentes de las películas de este año. Lo interpela por no haberla violado, por no hacer lo que es común, lo que se espera y ciertamente todos esperábamos. Así como lo común es que desde la industria entremos a la marginalidad tan solo como espectadores y turistas: violadores con distancia de su intimidad.

Cuando todo parece haber regresado a su punto de origen, Anora hace uso de lo único suyo que para el resto tiene valor: su cuerpo, su forma, para darnos un final simple, cargado de significado, como a los que Baker nos tiene acostumbrados. Esa vieja fórmula de abrazarse a la dignidad, en su forma más simple de fragilidad y ternura, bien sea a través una peluca como en Tangerine, el desmoronamiento ante la mejor amiga en Florida Project o la definitiva confirmación a través de las lágrimas que nada volverá a ser como antes con Anora.

La película, finalmente, no escarba en el pasado para construir, pues el juego fue mostrarnos y convertirnos en cómplices del momento que va a hacer de ella, en un futuro, ese personaje complejo que muchos están demandando. Como Ani dejó de ser Ani para ser Anora, y nos plantó a todos en nuestras sillas genuinamente entretenidos, con las camisas empegotadas, llenas de crispetas y pensando: “gracias por hacer de nuestro último viaje a Estados Unidos algo tan divertido”, pero con cierta sensación de culpa, revolcándonos en su amargura que a final de cuentas es tan solo la nuestra.

Megalópolis, de Francis Ford Coppola

Una historia de gladiadores en lamborghinis

David Guzmán Quintero

 

Se habló de que Megalópolis ha tenido la acogida mediática que ha tenido solamente por ser la última película de una leyenda; eso incluye, por supuesto, el que haya sido estrenada en el Festival de Cine de Cannes. Y, en efecto, es una película bastante extraña y cuyas intenciones e intereses no son tan diáfanos. Sospecho, sin embargo, que es una película incomprendida, incluso por mí. Es una propuesta que se queda a medio camino por donde se le mire, lo que tiene sentido en un relato político sobre un mundo que también está a medio camino.

Si uno se fuerza a mirarla desde ese punto de vista, la escena inicial es un buen presagio. Construcciones evidentemente elaboradas con toda la parafernalia digital, así como el paisaje apocalíptico con el cielo moviéndose a una velocidad vertiginosa y un personaje que tiene la habilidad de congelar el tiempo. Opuesto a varios relatos cinematográficos de ciencia ficción de los últimos años, cuya verosimilitud depende en gran medida de los efectos, Francis Ford Coppola no parece muy interesado en que se le crean el cuento. En ese sentido, Megalópolis no se parece a Blade Runner, sino, más bien, a las primeras películas de Godzilla o King Kong, en las que uno debía otorgar esa licencia obligatoriamente.

El universo que se nos propone es totalmente artificial y así mismo Coppola quiere que lo recibamos, pues nos lo recuerda constantemente bien sea mediante unas CGIs “mal hechas” o una propuesta visual que abarca planos aberrantes, efectos vértigo, saltos de eje, contracampo cambiante, etcétera, o con unas puestas en escena performáticas con los brazos haciendo un reloj detrás de Adam Driver o el mismo “poder” de detener el tiempo que aparentemente no cumple ninguna función narrativa. Y esa sensación de sobreestimulación por el exceso de efectos especiales “mal hechos”, de movimientos de cámara alambicados, música grandilocuente y puestas en escena desbordadas, también puede dejar manifiesta una visión de Coppola sobre el cine de hoy y el mundo cinematográfico que está dejando.

Dicho eso, el tratamiento del relato está lleno de tensiones sutiles. La primera es nombrada directamente al inicio, cuando la voz en off dice que no hay mucha diferencia entre la Antigua Roma y la política estadounidense actual. Esto es representado en un universo de ciencia ficción con una música extradiegética que recuerda a las películas de gladiadores y el que los nombres de los personajes principales sean Caesar Catilina (que es la combinación entre el último nombre en latín de Julio César y el de un político romano fallecido en el 62 a.C), Cicero (que es una clara deformación de Cicerón) y Clodio (otro político romano que, en el filme, es Shia LaBeouf en el papel de Javier Milei); cada uno defendiendo su propia visión de progreso y bienestar común. El relato se desarrolla así: entre un universo creado digitalmente y cientos de referencias cinematográficas de todo tipo. De hecho, el personaje de Adam Driver no difiere mucho de aquellos personajes hollywoodenses pre-Michel Poiccard, aquellos pícaros y mordaces generalmente interpretados por Humphrey Bogart.

Si uno entra en el juego de la elucubración e intenta adivinar cuáles fueron las referencias de Coppola a la hora de realizar este relato, estas podrían ir desde John Huston hasta Marvel, pasando por Fellini. Y esto se hace evidente una vez que se menciona a Hitchcock directamente y se roban un plano de una de las últimas entregas de Star Wars.

Entre ese abarrotado marco referencial y las tensiones formales del relato, uno, como espectador, no termina de acomodarse nunca en un mundo que va avanzando quién sabe en qué sentido y en el medio solo hay celebraciones fellinescas con periodistas preguntando cuándo prendiste tu primer porro. Bueno, quizás el relato es mucho más realista de lo que parecía.

Como sea, en resumen, este es un relato que tal vez sea valorado en otro tiempo o por otra audiencia… o tal vez no y prefiramos quedarnos con los Coppola de toda la vida. Sin nombrarlo como un defecto, Coppola hizo un relato no muy consistente, plagado de caprichos y del que uno nunca tiene muy claro el porqué del mismo. Coppola decidió conjugar cientos de elementos al mismo tiempo y el resultado no sé qué tan armónico habrá sido. Claro, teniendo en cuenta que la disonancia también es armonía.

Encuentros Cercanos del Tercer Tipo, de Steven Spielberg

El sol salió anoche…y me cantó

 

Mario Fernando Castaño 

En 2020 a los 103 años fallece Arnold Spielberg, la persona que de pronto sin proponérselo, brindó a su hijo todo el impulso e inspiración para quien es ahora uno de los más grandes directores del cine moderno. Este hombre alimentó la imaginación de Steven con sus vivencias de la II Guerra Mundial, en su interés por la tecnología, las matemáticas y la astronomía. Y es a mediados de los años cincuenta cuando Arnold despierta en medio de la noche a su hijo para escapar a hurtadillas e ir en su auto a las afueras de la ciudad de Phoenix, Arizona. Ya en el campo se tendieron en el césped y Arnold invitó a su curioso hijo a contemplar el cielo, era una maravillosa lluvia de meteoritos. Este hombre de ciencia que incluso ayudó a diseñar la primera computadora, marcó en ese instante la imaginación y mentalidad de ese niño que nunca dejó de serlo, desde ese momento inolvidable Steven Spielberg quedaría obsesionado con lo que él quería hacer en su vida, cine.

 

La difícil adolescencia vivida por parte del bullying debido a su origen judío y la ruptura del matrimonio de sus padres llevó a Steven a refugiarse en filmar cortas historias, algunas basadas en el género Western, otras en las vivencias de su abuelo y su padre en la guerra y una de 130 minutos de duración que llegó a un cine local en 1964 con un presupuesto de 500 dólares y con la recaudación de un dólar. Este pequeño triunfo solo logró que su moral siguiera firme, el género de la película era Ciencia Ficción y su trama estaba basada en las abducciones, su nombre es Firelight y es la base de lo que sería en un futuro un hito en la historia del séptimo arte, Encuentros Cercanos del Tercer Tipo.

 

Hollywood a mediados de los años setenta se encontraba pasando por una dura recesión económica y los estudios Universal, que venían en una curva descendente en taquilla, apostaron a un joven Spielberg, gracias al sorpresivo éxito de Duel (1971) y Sugarland Express (1974), y en 1975 se estrena, después de una accidentada producción, Jaws con un rotundo e histórico éxito.

 

La Meca del Cine fijó su mirada en las estrellas y en 1977 se estrenan dos grandes obras cinematográficas, Star Wars y Encuentros Cercanos del Tercer Tipo, siendo esta opacada por la primera en los premios Oscar, sobre todo por los aspectos técnicos. La Columbia Pictures, que andaba en bancarrota, había apostado con inteligencia en Spielberg que más adelante sería apodado el “Rey Midas” por haber convertido la producción de Encuentros Cercanos del Tercer Tipo de 20 millones de dólares a una recaudación de $430 millones, demostrando así que el éxito de Jaws no era pura casualidad. En 2007, la película fue considerada «cultural, histórica y estéticamente significativa» por la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos y seleccionada para su preservación en el National Film Registry.

 

Sin entrar en detalles acerca del argumento de la cinta, esta comienza en el desierto de Sonora, Estados Unidos, en donde aparecen en medio de la nada varios aviones extraviados en la II Guerra Mundial, intactos pero sin tripulantes. En el desierto de Gobi, entre China y Mongolia, se descubre un barco desaparecido hace muchos años y a miles de kilómetros del océano. Entre tanto, Roy Neary, un hombre sencillo, interpretado por Richard Dreyfuss, tiene una experiencia con la presencia extraterrestre que cambia su vida y se torna en una obsesión y, al igual que sucede con otras personas, él busca descubrir la verdad a toda costa.

 

A raíz del éxito de Jaws, Spielberg tenía rienda suelta para desatar todo su poder creativo, pero él no quería estar solo en esta aventura y, a medida que se iba creando la historia, contactó a Allen Hynek, un astrónomo que trabajó como asesor de las Fuerzas Aéreas Norteamericanas con el fin de desmentir la presencia de vida extraterrestre, finalmente éste renunció debido a las pruebas fehacientes que encontró en su investigación, esto lo llevó a ser un confeso creyente de la vida alienígena y a escribir varios libros al respecto. En uno de ellos cataloga tres grados de contacto extraterrestre: Los del Primer Tipo, que son los avistamientos a poca distancia desde la tierra. Los de Segundo Tipo, que están relacionados con los efectos físicos provocados por el contacto extraterrestre, como afectaciones en la piel, ceguera temporal o pérdida del conocimiento. Los de Tercer Tipo, sustentan el contacto directo con seres alienígenas, con este último término Spielberg ya tenía el nombre para su película.

 

Los tiempos a mediados de los años setenta eran turbios y en Estados Unidos el caso de Nixon con el incidente del Watergate estaba aún fresco en la mente de los estadounidenses, la duda y el escepticismo hacia los altos poderes eran el plato fuerte y Spielberg lo sabía. Es por esto que agregó un concepto más a su cóctel y era el de introducir el tema del encubrimiento de la verdad al público por parte del gobierno y los medios de comunicación, creando así toda una tramoya de mentiras para evitar las posibles consecuencias de una reacción masiva ante la gran verdad acerca de la existencia de vida extraterrestre, es por esto que su director no califica a su cinta dentro del género de la Ciencia Ficción, sino más bien es enfocado al tema de la especulación.

 

Algunos momentos están influenciados por tópicos muy marcados por el género del terror, así como en Jaws, Spielberg esconde del cuadro la presencia factible de la supuesta amenaza entrando en el modo del misterio, el juego de luces, el movimiento de objetos inanimados, la oscuridad, el sonido y la música inquietante. El contexto de la historia es mucho más profundo y maneja varios temas que definen este filme como uno de las más personales del director, mostrando entre líneas su experiencia relacionada con la ruptura familiar que vivió en su niñez y la presencia de algo grande y desconocido al estar bajo amenaza constante y en un estado de impotencia frente a los hechos, un aspecto frecuente que marcó su adolescencia.

 

La Torre del Diablo en Wyoming fue la locación elegida para la icónica escena del contacto final, esta estructura natural que recuerda de alguna manera al monolito de 2001, una Odisea en el Espacio (1968) cuenta con 400 metros de altura y fue la elegida entre muchos otros lugares. Se llegó a esta conclusión gracias a su impetuosidad, misterio y su mitología en donde cuenta cómo tres mujeres indígenas de la tribu Sioux subieron a su cumbre siendo parte de las Pléyades, una formación de estrellas que se encuentran dentro de la constelación de Tauro.

 

Para Spielberg las matemáticas nunca se le dieron, sin embargo, su padre le enseñó que ellas son un lenguaje universal. Aplicado este principio a la película, en donde la comunicación con seres de otros planetas era crucial, no era muy atractivo mostrar al público una serie de ecuaciones aburridas, lo más acertado era hacerlo con música, que al fin y al cabo también es exacta como la matemática e igualmente es un idioma universal. Para este reto contó con el maestro John Williams, encomendando la misión de que con solo cinco notas lograra una melodía en donde humanos y extraterrestres se comunicaran y que entregara este resultado en la pre producción, puesto que estas notas eran de vital importancia para la trama de la historia. Luego de más de 300 combinaciones se eligió la primera prueba, DO-RE-DO…DO-SOL. Williams más tarde relató que esta secuencia no sólo es agradable y con alta recordación, sino que las primeras tres notas invitan a la respuesta de las dos finales, o sea, incitan a la interacción. El resultado es fascinante, en donde música e imagen se adueñan de la pantalla por un tiempo aproximado de 35 minutos.

 

El diseño de las criaturas pasó por varios procesos, en principio no podían verse amenazantes, este concepto se adapta mejor a los múltiples testimonios recopilados durante el proceso de una juiciosa investigación, en donde se obedece a una anatomía humanoide, de baja estatura, cabeza prominente, una contextura frágil y piel blanca, la creación de estos seres salía muy costosa para la producción y es entonces cuando Spielberg aplica su ingenio y experiencia obtenida en Jaws en donde menos es más, jugando con contraluces y tomas rápidas, se recurrió entonces a niñas disfrazadas para las tomas lejanas, (según el director sus movimientos eran más gráciles y amigables), para las tomas cercanas se utilizaron animatronics que fueron diseñados por Carlo Rimbaldi, el mismo que creó más adelante el personaje de E.T. El Extraterrestre (1982).

 

La película tuvo varios finales alternativos luego de su estreno(SPOILER ALERT) existe uno, (que Spielberg odió) y fue la segunda edición realizada en 1980, en donde la Universal insistió en mostrar el interior de la nave nodriza, en parte por no eliminar la escena que costó miles de dólares. Más adelante en 1998 Spielberg se sale con la suya con su Director´s Cut, que por cierto es el primero de la historia del cine, eliminando toda la escena antes mencionada, él siempre quiso mantener el misterio y majestuosidad de la gran nave sin entrar en detalles. Sin embargo, el director confiesa que hay un momento que si tuviera la oportunidad de modificar lo eliminaría y es la partida del personaje de Richard Dreyfus en la nave nodriza, abandonando todo, incluso a su familia, la razón es que en esa época Spielberg no tenía hijos, si él hubiera estado en esa condición en ese momento nunca hubiera permitido algo así.

 

Las películas de los años cincuenta y sesenta que trataban el tema de invasiones extraterrestres siempre mostraban alienígenas agresivos que sembraban terror y destrucción en nuestro planeta, la percepción de Steven era muy diferente en ese entonces. Por el contrario, estos seres serían amigables y con el solo interés de entablar una comunicación amable basada en el intercambio del conocimiento, esta utópica visión fue impulsada por el recuerdo de su infancia que nunca fue negativo a pesar de todas las adversidades y fue la ya mencionada e inolvidable experiencia al contemplar el cielo junto a su padre en aquella pradera, en un tiempo muy lejano y que le llevó a preguntarse no solo qué, sino quién hay más allá de las estrellas. (FIN DEL SPOILER).

 

La película desató en la cultura popular una oleada de hechos alrededor del tema, avistamientos, teorías de la conspiración y testimonios de abducciones, está claro que la fascinación por el tema es fuerte incluso hoy en día y de alguna manera logra que esta cinta sea atemporal. Spielberg afirma “No sé si creo en los OVNIS. De lo que estoy seguro es que creo en los que creen en ellos”, él quería firmemente que el espectador llegara a afirmar: “He visto un OVNI”, algo que logró con creces al menos en mi experiencia personal, cuando vi el primer dinosaurio en Jurassic Park (1993).

 

Arthur C. Clarke, el creador de la novela 2001, Una Odisea en el Espacio (1968), afirmaba que la tecnología es inherente a la magia. Entonces, si nos liberamos sin cuestionar detalles técnicos, sin preguntarnos cómo sale el conejo del sombrero, nos dejaremos atrapar por su encanto y suspender la incredulidad y escepticismo. Siendo así, podremos concluir que en el año de 1977 los habitantes de la Tierra obtuvieron una experiencia maravillosa al hacer contacto con seres de otro planeta y todo esto gracias a la magia del cine, llevados de la mano por el gran director Steven Spielberg, recordándonos bajo esas icónicas 5 notas, “No estamos solos”.

Alone, de John Hyams (2020)

El monstruo detrás del hombre

 “Reconozco el miedo cuando lo veo, la gente cree que puede ocultarlo, pero no de mí”. 

 

Mario Fernando Castaño

La presente crítica hace parte de una serie de reseñas recopiladas en el libro Carretera al Infierno y que pertenece a la vez a la cuarta edición del Festival de Cine Fantástico y de Terror de Fantasmagoría que se presentó en el mes de octubre de 2022 en diferentes salas de cine de la ciudad de Medellín, un evento que cada vez toma más fuerza y presencia a nivel no solo nacional, sino latinoamericano, apoyando a directores y nuevas promesas que apuestan sus esfuerzos creativos y su pasión al séptimo arte con sus películas y cortometrajes enfocados en el género del terror.

Y ya entrando en la ruta arrancaré diciendo que ya hace mucho tiempo Charles Perrault advirtió a modo de moraleja en su Caperucita Roja (1697) acerca de los peligros de salir solo en el bosque a merced de todo lo malo que esto conlleva, la amenaza constante de lo que acecha en la oscuridad y lo que resulta en el riesgo de confundir la valentía y la autosuficiencia con el exceso de confianza. El monstruo caracterizado en un lobo, oso o león en diferentes culturas en donde se adaptó este relato, no era otra cosa más que disfrazar la maldad humana. La fila de acosadores, psicópatas y trastornados en la literatura y en el séptimo arte es larga y esto ha generado que se presenten diferentes clichés que logran que el mensaje principal se desdibuje. Se necesitaba entonces y hasta sin pedirlo una cinta que refrescara estas tramas, que dejara en el público la sabia y antigua advertencia de no enfrentarse solo a lo desconocido, haciendo uso de una ingeniosa mezcla entre lo predecible y lo inesperado, esta cinta es Alone de John Hyams.

Este director estadounidense ha estado al frente de diferentes producciones, no muy renombradas pero que tuvieron un fuerte eco recientemente con la serie Black Summer (2019), una historia que ha tenido una muy buena aceptación por dar un giro fresco y diferente al género zombie, en la que él no solo dirige, sino que también es su creador, en donde su fortaleza es encontrar el punto exacto en el que el espectador se identifica con sus personajes  en un ambiente que, aunque ficticio, roza la realidad de una manera muy convincente. Y esto es lo que precisamente sucede con Alone, estrenada en 2020, narrando un survival que no solo se intuye como una trama repetida, sino que además es un remake de la película sueca, Gone (2011).

Primera recomendación, no ver el trailer, es un inmenso spoiler alert. La historia se desarrolla en un ambiente que podría ser una road movie de terror, pero que cambia de tiempos en cuatro escenarios que parten la narración de forma dinámica, comenzando con el bosque y el camino que como un puente nos lleva hacia él, un sitio que puede ser nuestro aliado y enemigo, un hermoso y a la vez amenazante  paraje que como metáfora de la vida nos muestra que todo lo bueno y lo malo puede suceder en ese lugar. Y es ahí donde el personaje de Jessica (Jules Wilcox) interpreta a una recién viuda que escapa de su pasado y hasta de las personas más cercanas para enfrentar un destino incierto con una actitud entre coraje, esperanza y desesperación. No es spoiler decir que el lobo no tarda en aparecer,  representado por el actor Marc Menchaca una mezcla extraña entre Flanders de los Simpsons y un Kiefer Sutherland desquiciado sacado de la película Freeway (1996), que se percibe como una persona aparentemente normal y corriente encerrando al temible monstruo humano que podría cruzarse con nosotros en nuestra cotidianidad.

La química entre estos dos personajes logra que el espectador no solo logre identificarse con las reacciones del protagonista, sino también con las del villano, esto imprime una dosis de credibilidad pocas veces vista. La lógica y la sencillez del desarrollo de la trama y sus inesperados giros apoyan el realismo, nos hace pensar en el qué haríamos en una situación similar, qué decisiones tomaríamos en un punto crítico, hasta dónde nos llevaría la locura y la valentía, todo por vivir un día más. Alone es el  resultado de mezclar con inteligencia y experiencia maravillosas películas que abrazan estas temáticas como pueden ser Duel (1972), The Hitcher (1986), Road Games (1981) o Breakdown (1997), pero esta vez el molde es roto con escenas de acción intensas y una trama atrapante, asegurando una satisfactoria sustentación al título del filme y hasta provocando una nueva moraleja, si ya no hay más remedio que evitar las adversidades, entonces enfréntalas con garras y dientes…hasta el último suspiro.

https://festivalfantasmagoriamedellin.com/

 

Mujeriego y Bomberman, Robbie también es lo que quiera ser

 

David Guzmán Quintero

Hay un factor común entre Barbie y Oppenheimer y no es que los productos de ambos hayan sido lanzados en Japón, sino que sus filmes, tal vez los estrenos más esperados del 2023, cuentan con un defecto generalizado, un defecto común por el que ha pecado Hollywood desde que es Hollywood.

Los filmes son dirigidos por directores que han cultivado una suerte de culto específico (guardadas las distancias, dada la notoria diferencia en las trayectorias): Greta Gerwig, como directora de dramas íntimos, con un contenido sensible a lo femenino, y Christopher Nolan, como director de filmes argumentalmente intrincados y estilísticamente elaborados.

De entrada, Barbie (2023) tiene dos problemas: El primero y como persona con pie plano, que Barbie haya notado que se está volviendo fea porque descubre que tiene pie plano, me lo tomé personal; y, segundo, que no aparezca Max Steel en el filme cuando todo el mundo sabe que él es el verdadero novio de la Barbie.

Más allá de que haya llamado la atención que Greta Gerwig haya manifestado previamente que ya no le interesa volver a hacer esos dramitas que la hicieron famosa y que ahora se dedicará a hacer superproducciones tipo Marvel, Barbie generó alta expectativa por la tensión que podría surgir entre lo sensible a lo femenino y el enaltecimiento de una figura femenina hegemónica por parte de Barbie, como marca. A eso habría que sumarle que supuestamente Barbie no es un filme infantil, sino un filme dirigido a las personas que crecieron con una muñeca de estas, lo que es una propuesta sumamente llamativa y, de ejecutarse bien, soberbia.

Visto ya el filme, si Gerwig hubiese respetado esa línea, el cringe podría ser soportable (o justificablemente incómodo, al menos) y de hecho, lo es: el que los personajes reciten sus diálogos como si estuviesen en un comercial, que en Barbieland la comida sea de aire y la escenografía sea de juguete. Pero la subtrama de la adolescente rebelde que repentinamente descubre lo maravillosa que es su madre, su benevolencia de querer salvar Barbieland y los flashbacks spielbergianos (infantiloides), hacen que se alineen los personajes infantiles con un filme infantil. Las consecuencias de eso es lo que sucede con los filmes comerciales que pretenden una problemática social: los tratan de forma superflua hasta olvidarlos narrativamente, produciendo en el camino momentos innecesarios, empalagosos y de emociones condescendientes. En el caso de Barbie, es la crítica a esa belleza hegemónica que tanto le han reprochado a la muñeca; eso es visible en un momento que es aparentemente banal, pero que, en mi opinión, en realidad, contiene el propósito (irresoluto) del relato; y es cuando Barbie habla con la anciana interpretada por Ann Roth y le dice que es hermosa.

Gerwig parece partir de una idea del empoderamiento femenino, pero en el transcurso se da cuenta de lo peligroso de ese discurso (porque una dictadura no se soluciona con otra) y fue cambiando constantemente. El mero mundo (muy bien ejecutado desde el diseño de producción, por cierto) de Barbieland era bastante atractivo visualmente, la construcción de ese mundo rosa, musical, y la posterior destrucción de este para rebatir esa idea superficial de la Barbie Estereotípica, era bastante inteligente. Así como la entrada de Barbie en el mundo real y el impacto de esta cuando se encuentra con el acoso sexual y el descubrimiento y posterior fascinación por el patriarcado por parte de Ken. Pero cuando Gerwig comienza a insuflar ideologías (no muy claras, además), es que comienza el declive.

El empoderamiento está intrínseco a la misma marca: el que Ken sea un accesorio de la Barbie; bien, eso es una discusión que le corresponde a la muñeca y no al filme. Pero se va acrecentando con el lavado de cerebros que las Barbies se hacen entre sí para desprenderse del otro lavado de cerebros que les habían hecho los Ken, mediante una secuencia montada un poco vertiginosamente y reiterando un discurso que ya roza con lo panfletario, pero, finalmente, para sopesar el efecto, acuerdan vivir en igualdad de condiciones; para, de todas formas, olvidar por completo el punto de partida inicial, que era la superficialidad. Para ser un mundo tan autoconsciente, resultó dejando muchos cabos sueltos.

Es aquí donde surge el punto en común entre Barbie y Oppenheimer: la ambición. Barbie, en su intento por ser, no sé si comercial, pero sí política y socialmente correcta, resulta abarcando la mayor cantidad de discursos feministas posibles. A Oppenheimer, por su parte, le sucede lo que ha sucedido con la mayoría de filmes de los últimos años que superan los noventa minutos: le sobra una parte. Tal vez fue el afán de Nolan por abanicarse con ese formato del estiradometraje, con un filme de tres horas, lo que le impidió notar que lo que en realidad hizo fue un filme de dos horas y otro de una hora. O tal vez sí lo notó y creyó que montando ambas películas en paralelo podría apaciguar un poco ese efecto.

Al final, el filme de Nolan está todo construido en torno a esa maravillosa escena en la que la culpa se devora la cordura de Oppenheimer, intentando sopesarla adoptando un discurso patriotero y arribista, en la que los aplausos se vuelven un silencio diegético, las imágenes se sobreexponen y alucina con las pieles de los asistentes despegándose y siendo absorbidas por ese destello incandescente de una explosión. De ahí en más y muy a pesar de la increíble interpretación de Robert Downey Jr., esas subtramas de la audiencia de Oppenheimer y la de Strauss, sobran, aunque Nolan haya intentado darles importancia faltando cinco minutos con unos plot twists. Y, con muchísima más razón, esas tramas amorosas para mostrar que Oppenheimer era mujeriego; pues detrás de eso, solo hay un morbo amarillista de fondo que nada tiene que ver con el propósito real del relato; de hecho, lo relaciono con Bergman Island (2021), un filme al que adularía llamándolo “crispetero”, que intenta hacer un homenaje a Ingmar Bergman y a sus creaciones, sin dejar de mencionar que tuvo no sé cuántas esposas y no sé cuántos hijos, lo que resulta poniendo en tela de juicio la admiración que tenía la protagonista por el director.

Igual de ambiciosa es su propuesta sonora, pues en realidad era mucho más simple de acuerdo a lo que necesitaba Nolan. Posiblemente la música extradiegética del filme dure, igualmente, tres horas. Musicalizar casi todo el filme es un trabajo de orquestación que superó las habilidades del mismo Nolan, pues no todo el filme requiere de la música y la torna, en no pocos momentos, en música incidental perfectamente extraíble y que, de hecho, le resta importancia a lo que de verdad importa, ya que, por lo demás, hay un dominio soberbio en el volumen del resto de la banda sonora, jugando con la expectativa de la audiencia, como la misma escena que esbocé más arriba o aquella en la que prueban la bomba y se ve el estallido pero el estruendo se escucha mucho después. Puesto así el peso en el aturdimiento que le sucedió a Oppenheimer tras la creación y detonación de la bomba atómica, la música extradiegética amortigua torpemente el efecto.

Al final, ambos filmes dejan un sinsabor, una sensación que roza con la decepción por lo que pudieron haber sido, relato que prefirieron abarcar mucho y apretar poco. Barbie es un filme fallido, Oppenheimer no lo es, ya que no parece haber propuesto algo. No obstante, no son malos relatos, solo resultan siendo reflejo de esa creencia a la que tiende Hollywood de que el desborde presupuestal puede maquillar los baches creativos, cuando al final, esos baches resultan excediendo a cualquier presupuesto. Así, seguiremos asistiendo anualmente a dos o tres filmes hollywoodenses que valgan la pena, mientras los Oscar intentan (cada vez más inútilmente) hacernos creer que son lo mejor de lo mejor.