Hecho en casa (varios autores)

O el confinamiento creativo

Oswaldo Osorio

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Los curadores y críticos ya nos estábamos preparando para esa avalancha de películas caseras y sobre el confinamiento que se avecinaban. Pero no se acaba aún la pandemia y Netflix ya empezó este ciclo temático y narrativo que durará al menos dos años. Se trata de una serie de 17 cortometrajes realizados por cineastas de todo el mundo y convocados por el director Pablo Larraín.

La colección tiene una obligada variedad ante tal diversidad de estilos, miradas y orígenes: sobresale el documental, por supuesto, aunque también hay un buen número de ficciones, solo uno de corte experimental y se echa en falta la animación. Hay mucha introspección, naturalmente, observación de la cotidianidad y la rutina, y reflexiones sobre el mundo, las relaciones con las otras personas y sobre la condición humana, todo esto consecuencia de experimentar el aislamiento, el confinamiento y de ser testigos de un mundo en crisis. A continuación, la reseña de tres de los cortos.

Viaje al final de la noche (Paolo Sorrentino)

La reina Isabel se queda atascada en el Vaticano durante la cuarentena y el corto es un largo diálogo a través de los días entre ella y el Papa. Ya este es un planteamiento singular y un poco inusitado, pero más lo es la forma como Sorrentino los representa y la clase de diálogos que crea: los personajes son interpretados por sendos souvenirs con la figura de cada uno y sus conversaciones empiezan por lo cotidiano, pasando por insólitos coqueteos, hasta sutiles reflexiones sobre la naturaleza de su labor y lo que representan. Es una historia que tiene la virtud de trivializar lo más solemne y concebir un universo posible lleno de ingenio y humor que contrasta con los aciagos tiempos a los que hace referencia.

Última llamada (Pablo Larraín)

El artífice de esta colección, el mejor director chileno de la actualidad, propone un corto simple y tremendamente cómico. Un hombre ya viejo llama al amor de su vida desde el hospicio en que se encuentra y le declara su eterna pasión por ella, insuflada por la febril emoción de final de los tiempos que le produce su edad y la pandemia. Y lo que parece una emotiva y honesta carta de amor, termina siendo el desenmascaramiento del machismo y elementalidad de la condición masculina ante la inteligencia, fortaleza y empoderamiento de las mujeres. Es prácticamente un chiste de diez minutos, pero no por eso deja de ser una pieza inteligente y cargada de connotaciones existenciales.

Penélope (Maggie Gyllenhaal)

La protagonista de Secretary (2002) y de Histeria (2011), esta vez tras la cámara, crea un sugerente y circunspecto relato sobre un hombre que sobrelleva el duelo y la soledad en una época cuando el sistema solar es atacado por un virus. Más que una historia es una situación: el diario vivir de este hombre en su casa del bosque haciendo tareas cotidianas. Pero esta rutina, eventualmente, es cruzada por acontecimientos tanto anodinos como insólitos y hasta milagrosos. Es una película que logra construir un tono con una extraña mezcla de pesadumbre y esperanza, que mantiene intrigado al espectador todo el tiempo y con un final con varias y agradables lecturas. De todos los cortos, es el que más se parece al cine de siempre.

Her, de Spike Jonze

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Por: Mario Fernando Castaño Díaz

Esta es una película estadounidense de 2013 escrita y dirigida por Spike Jonze (Donde viven los monstruos) y protagonizada por Joaquin Phoenix. Theodore es un hombre de mediana edad, introvertido, que escribe cartas personales para una empresa y que aún no puede superar el trauma de su divorcio. Con el tiempo conoce a alguien que cambia el rumbo de sus días y es la presencia de Samantha, la entidad de un desarrollado sistema operativo que se comunica a través de la hermosa voz de Scarlett Johansson, de quien Theodore se enamora al sentir día a día que no tiene cabida en la sociedad que lo rodea y al vivir constantemente en el pasado, “una historia que nos contamos a sí mismos”.

Esta es una cinta romántica y de ciencia ficción en donde los dos géneros tienen una cabida muy lógica y factible, puesto que las relaciones personales cada vez se pierden más en la falta de confianza, la frialdad y en el que la ausencia del “sentir la vida” es cada vez mayor.

Sin grandes pretensiones presupuestales, la sencillez de Her en medio de su manejo del color, su exquisita fotografía y su atmósfera tan personal nos deja un mensaje sobre el cómo llevamos nuestras vidas, nos invita a reflexionar acerca de cómo las palabras pueden dibujar un universo de sensaciones y en donde el mismo sexo puede ser algo más que el lenguaje corporal. Es una historia en la que el amor se abre camino en medio de circunstancias que para muchos no es concebible, pero que sí lo es para esos seres que viven inmersos en la soledad de un mundo que no los comprende, en la necesidad de amar y ser amados sin importar la raza, el género o en este caso (y por qué no?) en una inteligencia artificial.

Un tal Alonso Quijano, de Libia Stella Gómez

El Quijote punk

Oswaldo Osorio

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Una película universitaria es ya de por sí una quijotada. Si bien Libia Stella Gómez tiene la experiencia de haber firmado ya tres largometrajes, uno de ellos documental, este proyecto se desarrolla con el apoyo de la Universidad Nacional y sus estudiantes. Y tal vez por eso es que esta película tiene un cierto espíritu de búsqueda y riesgo en sus componentes y tratamiento. Con una premisa atractiva por los cruces que propone, construye un relato lleno de variables y connotaciones tanto intimistas como de contexto.

Un viejo profesor de triste figura y un escudero que cuida vacas y caballos tienen una amistad forjada por el amor al Quijote y por cierta naturaleza marginal que los define. Son soñadores, por evasión el uno y por voluntad el otro. Tratan de mantener vivo el universo de Cervantes en medio de la indolencia de nuestro tiempo, abriéndose paso entre tanta violencia y el ruido de los nuevos afanes.

El contraste entre lo elaborado y sensible que puede ser el Quijote y lo básico y rabioso que puede ser el punk es el contrapunto que sostiene el ritmo del relato. La Dulcinea es una joven punkera y un profesor es el mismísimo Alonso Quijano. Pero la identificación con esa joven tiene unas implicaciones más profundas en la historia, ella es la imagen que, para el protagonista, conecta con el violento pasado del país, convirtiéndolo en una víctima más que, como los todos demás, lidia a su manera con esa carga.

Aunque este contrapunto parece lo más visible de la película, en realidad el relato es movido por ese sancho gentil y despistado. Él termina siendo el hilo conductor y el punto de vista. Es el escudero de la trama, quien desenrolla la adversa vida de Quijano y arroja luz sobre los detalles de la historia. Paralelamente, hay una línea narrativa del pasado que está construida inteligentemente, desde el envejecido acabado de la imagen, hasta ese extrañamiento de verla entrometiéndose en el relato, sembrando la intriga en el espectador, a quien le anuncia que esa no solo es una historia de locura y amor a los libros.

Pero, en general, sí es una película sobre la locura, la de un hombre y la de un país sumido en décadas de conflictos y violencia. Y entre la una y la otra el relato juega con distintos tonos: comedia, drama, intriga, película juvenil, farsa y fábula. Algo que no todas las películas que lo tienen logran capitalizarlo, pero aquí no molesta, porque todos esos códigos están orgánicamente integrados en la narración y esta combinación se convierte en una de sus principales virtudes.

A pesar de que a su clímax tal vez le faltó intensidad y que por momentos la puesta en escena parece resentirse del largo y discontinuo proceso de rodaje (con la muerte de su actor principal incluida), se trata de una película entrañable y estimulante, con muchas imágenes bellas y poéticas, como la del Quijote y Sancho cruzando la ciudad en Vespas. Una quijotada como tantas del cine nacional, que también da cuenta de la consolidación de la obra de una de las pocas directoras que tiene el país.

 

Pickpocket, de Robert Bresson (1959)

O cómo recordar el olvido de lo no-ocurrido

Por: Andrés Felipe Zuluaga

Pickpocket

Esta película fue escrita y dirigida en los calores de una revolución histórica del cine, la Nueva Ola Francesa. Discurre la historia de Michel, un joven desempleado con una aparente capacidad de producción conceptual en materia sociológica. Juega a ser un ladrón carterista. Acá Bresson viene con su peculiar expresión del robo de carteras, manos rápidas, planos lentos. Sus personajes, con una consciencia crítica en la mayoría de sus películas, tienen el valor de enfrentarse a un mundo recién modernizado por las industrias capitalistas, aunque ese no sea su más “mínimo” interés en esta película.

Es difícil aprender el arte del carterista, es casi como mágica. Al cabo de unos movimientos ilícitos realizados conscientemente termina en prisión. A la mujer que siempre estaba con su madre, Jeanne, una rubia de cariz tranquilo, sumisa, objetivizada como lo propone una típica sociedad capitalista, de ateísmo reciente, y de heteropatriarcado sin igual. Michel no termina de rechazar su vida de criminal y aprende nuevas habilidades; cuando se entera de que Jeanne está embarazada. Este hecho le hace visibilizar a Jeanne como humano y “enderezar” su conducta hacia un bien social: Al verla sola en un mundo de relaciones de utilidad ilegal como el que proyecta Michel sobre el mundo, participa en la realidad afectiva del otro robado.

Michel asimiló el deber ser de padre y esposo protector. Involuntario desde el punto de vista de la “intención masculina”, puesto que esa “psicodinámica visibilizadora de una relación machista innegable” se le presenta como una posibilidad coherente socialmente (machismo latente, cínico, acrítico e irreflexivo), y hasta cierto punto, descentrado de su matriz de intención principal (El robo, su práctica psico-fisiológica diaria con las manos y su dilema ético).

Por ello no me parece adecuado referir una direccionalidad clara y concisa hacía el feminismo, pero era 1959, sus resonancias se sienten. Quizá juega más con una pregunta existencial intensa que vuelve a los personajes fríos, tan al borde su aburrimiento y su “exceso emergencia de acción” que se vuelcan a lo “ilícito”. O quizá más precisamente el juego de lo extrajudicial y una locura-consciente, cierta capacidad de construir una realidad existencial-conceptual sobre la marcha podría dotar de una cualidad extrajudicial a cualquiera. Pero estos son sueños de postmodernos.

La sexta película de Bresson le deja al mundo entre-pandémico una sospecha respecto a la relevancia, o afección del azar, de lo no planeado, del caos que al fin aceptamos apropiar a nuestra consciencia pre-experiencial de la mañana. Casi adelantándose al olvido de lo no-ocurrido para sumergirlo en sí mismo. El pasado es otra dictadura de la técnica y la vida, lo decía W. Bejamin y Shinji Ikari.

Sumercé, de Victoria Solano

“Cuando será que el pueblo llegue a reinar”

Oswaldo Osorio

sumerce

En un país como Colombia el cine de resistencia y denuncia debería ser más frecuente. Con tanta desigualdad social, corrupción política, legislación injusta y crímenes de los violentos es para que cada gran problema fuera un documental. Pero suele presentarse la amenaza de la censura y la supresión por la fuerza, lo cual limita siempre esta vocación en los documentalistas y apenas unos cuantos mantienen ese espíritu del cine del compromiso que alguna vez fue lo que más caracterizó al cine latinoamericano.

Ya Victoria Solano se había aventurado hacia este tipo de cine con su documental 970 (2013), una denuncia contra la resolución que regula el uso de semillas en el país, en detrimento de las semillas de uso ancestral y de los pequeños productores. Ahora, con el lema “Vinieron por las semillas, ahora vienen por el agua”, la directora hace la transición con este nuevo documental a un problema no menos acuciante, el del riesgo en que están los páramos colombianos por regulaciones que, muchas veces, benefician a las transnacionales mineras.

Para exponer el problema de los páramos y los campesinos que habitan las zonas circundantes, Solano les hace seguimiento a tres personajes: Eduardo Moreno, un veterano activista que quiere concientizar a la gente sobre lo que significaría esta gran pérdida para los ecosistemas; César Pachón, un líder campesino que intenta llegar a la gobernación de Boyacá; y Rosita Rodríguez, otra activista defensora de los páramos que trata de apelar a las vías legales.

La mirada que propone el documental guarda un equilibrio entre la cercanía que puede lograr con sus personajes en su cotidianidad y las causas que estos defienden y por las que luchan. Este equilibrio es la base de su propuesta ética y temática, pues con él logra una historia humana pero también de resistencia. Incluso puede llegar a una simbiosis con imágenes de elocuente potencia, como la soledad de una mujer en medio de esa plaza que representa a todo un Estado, o la de un viejo limpiando con su saliva una hoja moribunda, o un fundido a negro justo cuando aparece la primera lágrima.

Con sus tres puntos de vista, el relato da cuenta de diferentes formas de lucha y va presentando los distintos argumentos de una problemática que parece solo significar algo para quienes la tienen cerca. Por eso es importante el estreno de un documental como este, el primero que se hace de una película colombiana en la virtualidad de estos tiempos, en este caso en la plataforma mowies. Se trata, entonces, de cine nacional, relevante y accesible.

 

Ya no estoy aquí, de Fernando Frías

Terkos Kolombianos

Oswaldo Osorio

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La cumbia, en las últimas décadas, pasó de ser un ritmo folclórico colombiano a un movimiento cultural en algunas zonas populares y marginales de muchas ciudades latinoamericanas, desde México hasta Argentina. En la base de esta película, que se acaba de estrenar en Netflix, está el espíritu de dicho movimiento, con todo lo que ello implica en términos musicales, sociales, de identidad y como fenómeno urbano.

Ulises vive en Monterrey y es el joven líder de una de las pandillas, los Terkos, que componen este movimiento contracultural que en Monterrey llamaron Kolombia. Pero los Terkos no son los Warriors de Walter Hill (1979), aquella icónica película de violentas pandillas en Nueva York, son más bien una cofradía de amigos y amigas de barrio a quienes los une el gusto por la cumbia y cifran su identidad en su baile, indumentaria y cortes de cabello.

Este Ulises mexicano protagoniza su odisea personal en esta historia por cuenta de esas otras pandillas que sí son violentas, aquellas que están instaladas en los barrios marginales de casi toda América Latina imponiendo su ley, definiendo límites y traficando con droga. Por eso, lo que empieza siendo un pintoresco relato sobre una tribu urbana, termina siéndolo sobre el exilio.

Ya estando en Nueva York, puede malvivir y sobrevivir aferrado a esa identidad de kolombiano, definida por su pasión por una música apropiada del Caribe colombiano, con su tempo modificado y hasta mezclada (o confundida) con vallenato; también por un baile que se antoja como una armónica combinación entre cumbia y ritos amerindios alrededor del fuego; y una apariencia que parece heredar la indumentaria estrafalaria del pachuco y los tocados de plumas aztecas.

La precariedad, la soledad y las incesantes dificultades definen a este héroe cuambiambero, quien al regreso a su Ítaca, no tiene la suerte del héroe de Homero y ni reino encuentra siquiera. La épica heroica griega es aquí transformada por la dramática descomposición social que está viviendo México en los últimos años, donde los individuos son insignificantes, víctimas sin justicia o soldados de usar y tirar para las mafias.

Sin exhibir un especial virtuosismo narrativo o visual, esta película plantea claramente su estructura en tres actos que bien se podrían llamar: los Terkos, el exilio y el regreso. Es un arco dramático bien definido y elocuente en relación con asuntos como la violencia, la marginalidad, los inmigrantes en Estados Unidos y, sobre todo, ese estado de indefensión de los jóvenes de las barriadas que echan mano de cualquier cosa que los ayude a definirse y a encontrar iguales que los libre del desamparo social y familiar.

Publicado el 8 de junio de 2020 en el periódico El Colombiano de Medellín.

Ema, de Pablo Larraín

O la danza del fuego

Oswaldo Osorio

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Imposible hacer la cuenta de todas las películas que empiezan con la pérdida de un hijo, el subsecuente drama del duelo y el inevitable deterioro del matrimonio en cuestión. Pero que esa pérdida haya sido por decisión de los padres, es una vuelta de tuerca cargada de implicaciones que transforman sustancialmente un conflicto tan recurrente. Con este material Larraín logra una historia inesperada y sinuosa en sus pretensiones y soluciones, razón por la cual sus resultados son ambiguos e irregulares.

En estos tiempos sin salas de cine, se estrenó en la plataforma Mubi (que tiene una buena oferta para la cinefilia más exigente) la última película de quien es, sin duda, el director más importante de la última década en Chile. El autor de Tony Manero, Post morten, No, El club y Neruda esta vez, a diferencia de todos estos títulos, cuenta una historia más intimista y distanciada del contexto chileno: Ema y su esposo devuelven el niño que habían adoptado, esto luego de un trágico accidente en el que este le quemó la cara a su tía.

La diferencia entre perder un hijo y devolverlo es que la tristeza se cambia por un odio latente entre esa pareja que todavía parece que se ama. Entonces los ires y venires emocionales y afectivos de este matrimonio marcan el fluctuante tono de un relato que pasa del drama conyugal y la búsqueda del amor en otras personas al gesto rebelde y liberador de una joven que parece conducirse por otros valores morales y sociales.

Y en este sentido, entra en juego la cuestión de la empatía con la protagonista, ese proceso de identificación con esta al que cualquier espectador se ve impelido en todo relato. Larraín y sus coguionistas parecen ponerse de parte de ella, pero la relatividad moral suya puede hacer dudar al espectador sobre esa identificación. Entregó a su hijo, pero luego se obsesiona por recuperarlo; ama a su esposo, pero luego practica el amor libre; es una cálida profesora de danza para niños, pero luego sale en actitud anárquica a prenderle fuego a Valparaíso.

Por esta razón, no queda muy claro qué es lo que quiere decir la película, porque puede leerse como una crítica a la volubilidad y desorientación de la juventud actual, o también como una colorida y danzarina oda al espíritu trasgresor y libertario de esta generación. O tal vez se trata de las contradicciones sociales y morales de nuestro tiempo, las cuales se pueden ilustrar con los argumentos a favor y en contra que sobre el reguetón se platean en una de las escenas.

El final de esta historia es definitivo para decantarse por alguna de estas posibilidades (o para embrollarse más). Un final que, sin tener que revelarlo, también ofrece diferentes opciones, pues puede resultar tan insólito como rebuscado, o también puede verse como una fábula proclive a promover otras concepciones del amor y la familia. Lo cierto es que por esta película no se pasa impune, porque de alguna manera, para bien o para mal, afecta, repele, atrae, disgusta, cuestiona, aclara o confunde.

 

 

Cine argentino en play.cine.ar

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Oswaldo Osorio

La de Argentina es una de las cinematografías más importantes de Latinoamérica, no solo por los más de ciento cincuenta largometrajes producidos anualmente, sino por su calidad y proyección internacional. En la plataforma www.play.cine.ar hay centenares de títulos de acceso libre que recorren la historia del cine de este país en sus distintos géneros y formatos. Estos son solo cuatro recomendados de tan profusa y desconocida oferta.

Las Acacias (Pablo Giorgelli, 2010)

Ganadora de la Cámara de Oro en Cannes, esta multi premiada obra resulta tan sencilla en su planteamiento como llena de sutiles connotaciones emocionales en su desarrollo. Se trata de una película de carretera donde un camionero, además de su carga, lleva como pasajeras a una mujer y su hija. Como en todas las películas de carretera, los personajes que inician el viaje no son los mismos que lo terminan, están transformados y con una relación diferente entre ellos, unos procesos que este relato propone de forma inteligente y llena de sensibilidad, con gran economía de recursos visuales, pero con virtuosismo en aspectos como los diálogos y las interpretaciones.

La antena (Esteban Sapir, 2007)

La ciencia ficción es un género escaso en el cine latinoamericano. Y en este filme, además, su relato está planteado con la lógica del cine silente en relación directa con su argumento, el cual presenta a los habitantes de una ciudad a quienes un poderoso hombre les ha robado la voz. Aunque esta trama está un poco esquematizada hacia la confrontación entre el bien y el mal, de fondo sugiere una reflexión acerca del mal uso que se le ha dado a los medios de comunicación, especialmente a la televisión. Pero lo más llamativo de esta película está por vía de su propuesta visual, la cual hace un uso ingenioso de los diferentes recursos y estéticas del cine silente.

Sol de otoño (Eduardo Mignogna, 1996)

Protagonizada por dos históricos actores del cine argentino, Norma Aleandro y Federico Luppi, esta película cuenta la historia de una mujer madura que contrata a un hombre para hacerse pasar por su novio ante la visita de su hermano que vive en el exterior. Se trata de un relato intimista y sosegado que se sostiene en las interpretaciones de estos dos grandes actores y en unos certeros diálogos que consiguen presentar con lucidez un punto de vista de la vida desde la edad que tiene la pareja. También es una historia sobre la reinvención del amor por parte de unos seres solitarios y descreídos que ya miran más para atrás que para adelante.

Un hombre mirando al sudeste (Eliseo Subiela, 1986)

Inspirada en La invención de Morel, de Adolfo Bioy Casares, esta película introduce al espectador en un hospital siquiátrico y en la relación entre un médico y un paciente que dice venir de otro planeta para estudiar la estupidez humana. Es un filme reflexivo y crítico con el pasado reciente de Argentina y con la manera como funciona la sociedad, en toda su alienación y deshumanización. Su relato recorre distintos tonos, puede ser divertido y sombrío, y también trascendental e irónico, todo en función de convencernos de que las palabras del loco son más correctas que las de los cuerdos.

Un cuento de cine

El corto

Santiago Andrés Gómez

 

Para Adri, mi vida

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La empleada del aseo en el banco me ha mirado por la puerta de cristal tres veces desde que estoy aquí, en la acera del frente, esperando a que salga mi mamá. Mira el guacal donde llevo el gato, me mira a mí y vuelve a entrar. Debe creer que llevo una bomba, un arma o algo así. Pero yo no puedo hacer nada para evitar esta apariencia. El gato está enfermo y mamá y yo venimos de la tercera sesión de un tratamiento que se le está haciendo al animalito donde un veterinario. Antes de volver a casa teníamos que pasar por el banco y yo sabía que a mí no me dejarían entrar con la mascota, de modo que me puse a esperar afuera. Lo que piense la gente es algo que no puedo controlar.

Yo ya tengo suficientes problemas, aunque casi todo está bajo control. Nada más me falta por llamar al sonidista para confirmar el ensayo de esta tarde. En verdad, espero que la llamada no sea necesaria, que él ya lo tenga en cuenta y haya separado el ensayo en su agenda, pero no sobra marcarle. Ya le he recordado nuestra cita a los actores, muy aplicados pero un poco impuntuales, he quedado con la Luciérnaga de ir a su casa por la cámara que me va a prestar y, desde anoche, el taxista al que vamos a alquilar el carro, y que sin embargo no conozco, me dijo por teléfono que no había problema, que a las siete estaría en el parquecito de la unidad.

Es un lío comprometer a la gente sin que haya plata de por medio, y dirigir sin que alguien más le ayude a uno en la producción, pero eso es a lo que hay que medirse cuando apenas se está empezando. El sonidista me dice que no recordaba que hoy ensayábamos. Me pregunta si tiene que ser precisamente hoy, porque a la hora del ensayo quiere ver por televisión un partido de fútbol. Yo le digo que desde hace una semana habíamos acordado esta cita para probar el audio con los actores, y que no puede faltar porque aún no hemos hecho esa prueba y la grabación comienza el próximo lunes. Él se queda callado.

Un celador del banco se asoma a la puerta y se queda mirándome. Yo le pregunto al sonidista si entonces va a ir o no y él, como a regañadientes, me dice que bueno, que allá va a estar, pero que espera que no nos demoremos mucho. Me pregunta si conseguí el cable que me había exigido para la grabación, pues desde luego es fundamental para ensayar. Le digo que sí, que solo tengo que pasar por mi casa para recogerlo.

El celador no me quita los ojos de encima.

Ahora no queda sino confiar en que mamá salga rápido para acompañarla a llevar el gato a casa, ir hasta donde la Luciérnaga, recibir la cámara y salir para la unidad, pero mamá se está demorando mucho. Yo siento una presión en el pecho. En tres cuartos de hora tengo que estar en el parque.

El celador acaricia su revólver. Yo subo el paño con el que cubro el guacal y llamo al gato con mimos y gestos de mi mano para que se asome. El celador se da cuenta de que solo estoy cargando a mi mascota, alza su cabeza, retrocede y vuelve a entrar al banco.

Cuando mamá sale, suena mi celular. Es un agente de la policía preguntándome si yo soy la encargada de una película que se va a grabar esta noche. Mamá llega hasta donde mí y se pone a hablarme, pero yo alzo una mano interrumpiéndola y me alejo. El agente me dice que la patrulla que solicité al comando para que nos cuidara ya está lista, y que solo quería verificar si la grabación sí se va a hacer. Yo le digo que claro, pero que solo es un ensayo, que lo más duro es la próxima semana. Nos despedimos, cuelgo y le pongo la mano a un taxi que sigue derecho, sin dignarse a recogernos. Mamá se me acerca.

  • ¿Usted por qué es tan altanera? –me dice– Esa película la tiene como un tití, no se le puede ni hablar.
  • Mamá, estaba hablando con la policía.

Un taxi se detiene al fin. Mamá y yo nos subimos.

  • La próxima semana yo no voy a poder acompañarla a donde el veterinario –le digo–. El rodaje comienza el lunes.
  • ¿Y si comienza el lunes por qué está tan afanada desde ya?

Estoy cogida de la noche. El ensayo más importante de todos los que hemos tenido es en media hora y tengo que pasar primero por donde la Luciérnaga.

  • No, mija. ¡En media hora no le da! –dice ella.

El taxista deja a mamá en casa. Yo le pido al hombre que me espere, subo por el cable que me ha pedido el sonidista, bajo y seguimos hasta donde la Luciérnaga, quien me saluda bostezando con un vaso de jugo en la mano y me invita a pasar. Yo le digo que solo vine por la cámara. Él espabila.

  • Ah, verdad… La cámara… –dice, pero no se mueve– ¿Y quién va a ser el que va a manejar esa cámara?
  • Pues yo. ¿No te dije desde hace días?
  • Ah… Es que yo no sé si prestar esa cámara para que otro la maneje…

Yo me enfurezco por su inconsecuencia.

  • Bueno, bueno –dice la Luciérnaga–. Yo se la presto, pero más bien la manejo yo. Ya voy por ella.

Estoy que echo chispas. Es absurdo que la gente prometa cosas que después no cumple. Además, si la Luciérnaga quiere ser el camarógrafo de la película, no se ha dado cuenta de que así tendría que pasar en vela todas las noches de la semana entrante. De todos modos, la situación no da para hablar de ello todavía, y por el momento no le digo nada. Llegamos a la unidad un cuarto de hora tarde, pero los actores no han llegado aún, como es natural, ni tampoco veo por ninguna parte al taxi que vamos a alquilar. El único que está es el sonidista, sentado en las escaleras del Museo con un gesto gruñón.

  • Yo aquí esperando como una güeva –me dice.

Un celador de la unidad pasa corriendo a nuestro lado con su escopeta en alto. Yo debo moverme un poco para que no me atropelle.

  • Aquí traje el cable –digo–. Probémoslo para ahorrar tiempo mientras los otros llegan.

Desde la tienda que hay junto al museo se me acerca un hombre gordo de camisa abierta, con el pelo canoso y lacio. Me pregunta si yo soy la directora de la película, me dice que es el dueño del taxi y que su empleado ya viene con el carro. Mi celular suena. Es el policía. Me dice que él y su patrulla están a dos cuadras resolviendo un caso que se presentó en la unidad y tuvieron que atender, pero que esperan no demorarse o por lo menos venir tan pronto arreglen la situación. A lo lejos se ven los actores, que vienen a paso lento. El sonidista se me acerca.

  • ¿Y el convertidor? –dice.
  • ¿Cuál convertidor? –digo.
  • Sin convertidor el cable no sirve para nada.
  • Señorita, ya llegó mi empleado –me dice el gordo.
  • Vos no me hablaste de ningún convertidor –digo al sonidista.
  • Yo sé cómo hacer un empalme, pero necesito una navaja –dice la Luciérnaga.
  • Hola –dicen los actores.
  • Esto va a ser una demora –dice el sonidista sacando una navaja de su bolsillo.
  • Fresco, que yo voy a ver el partido con unos amigos y aquí no nos podemos demorar –dice la Luciérnaga.
  • Trajimos los mentirosos –dicen los actores.

Yo les pido que me los muestren. Uno está muy bien, el otro parece un revólver de muñequito.

  • ¿Hasta qué horas va a necesitar el taxi, señorita? –me dice el gordo.

Le digo que no creo que más de dos horas.

  • ¿Entonces mi revólver no sirve? –me dice uno de los actores.
  • Listo, podemos empezar –me dice la Luciérnaga.
  • Para el ensayo este mentiroso está bien, pero hay que conseguir otro para la grabación, un revólver de verdad, si es el caso –digo, y luego añado con voz animosa–: ¡Bueno, vamos pues!

Dos actores entran al taxi y los que van a hacer de atracadores se quedan afuera. Luego se sube la Luciérnaga, que lleva el micrófono del sonidista complicadamente adosado a la cámara. Meto mi cabeza por una ventanilla y les doy a los actores unas cuantas indicaciones con temple y claridad. Quiero que hablen con frescura pero sin bajar la guardia, que piensen que todo esto es un robo, y no una película. Que sientan su papel. Le digo a la Luciérnaga que quiero que enfoque el rostro de los actores y vaya de uno a otro con todo el agite de la situación.

  • ¿Entendido? –pregunto.
  • Entendido –dicen en coro.
  • Listo, ¡grabando!

El bombillo rojo de la cámara se enciende. Retrocedo dos pasos. Miro a lado y lado.

  • ¡Acción! –grito.

Como respondiendo a mi voz, unos disparos interrumpen la toma. Todos quedamos paralizados. Un hombre vestido de negro se acerca corriendo con un revólver en la mano desde el fondo de la calle y pasa a toda velocidad al lado de nosotros. Algo silba en mi oreja, suenan dos tiros más, yo me tiro al suelo y a unos cuantos metros el hombre trastabilla, intenta reponerse, da dos pasos inseguros y se agacha. Dos policías llegan trotando hasta donde él. A lo lejos suenan nuevos disparos. Todos miran lo que sucede con una tensión contenida, como si eso no estuviera pasando, pero también como si fuera lo único que pasara.

Uno de los policías alza al muchacho jalándolo de un brazo y lo hace gritar muy fuerte. En el suelo hay sangre. El otro policía saca un celular y marca. Entonces suena el mío. Me demoro en contestar, me sacudo el polvo, no caigo en cuenta de que me está llamando a mí. Me dice que hoy no podrán custodiarnos, que han tenido que enfrentarse a unos ladrones y deben trasladar a los que puedan capturar al puesto de inspección del barrio.

Yo cuelgo. Cuando los policías pasan al frente nuestro, veo bien al joven que llevan detenido. Es un adolescente de rasgos delicados y feroces. Está pálido, asustado, con el rostro atravesado por un gesto de angustia y de dolor. Mi corazón anda a mil. Decido interrumpir el ensayo y los demás acceden gustosamente, pero en toda la semana ya no podrá resarcirse esta noche y los actores me piden que aplace la grabación del cortometraje porque todavía no se sienten bien preparados. Yo quedo de llamarlos para ver cómo resolvemos, nos despedimos y me devuelvo a casa pensando mil cosas.

Todo se ha venido al traste. Si hay que aplazar la película, tengo que cambiar muchos arreglos que ya había convenido para la alimentación y el transporte de los que me colaboran, y eso significa casi un mes de nuevas conversaciones, de nuevos trámites, porque también hay que cuadrar una fecha en la que todos coincidan, sin contar con los imprevistos, que suelen ser innumerables. No creo que yo tenga ánimos para eso, además de que en mi memoria no solo se repiten los gestos de desidia del sonidista y me fastidia tener que seguir rogándole a él, que de todos modos es el único sonidista que me trabajaría gratis, sino que resuenan en mi mente los disparos que acabamos de oír y brilla la sangre del muchacho al que hemos visto detener. Estoy harta de tanto caos, y me parece cruel hacer una película sobre un atraco, cuando es en verdad algo tan brutal, tan horrible. Ya no quiero hacer este corto, no quiero saber nada de él, y me gustaría que ni siquiera tuviera que llamar a la gente para cancelarlo.

Entro a casa y encuentro a mamá frente al televisor, viendo una telenovela. El gato está acurrucado debajo del sofá. En la mesa del comedor hay un plato tapado con otro. Mamá me pregunta cómo me fue. Yo levanto el plato que cubre mi comida. Son lentejas, aún humeantes.

  • Ay, mamá –digo–. Para qué le cuento.

Cine colombiano en Mowies

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Oswaldo Osorio

Ante el cuello botella de la exhibición en la cartelera, las plataformas virtuales se convierten en una alternativa, no solo para bridar una mayor oferta a los espectadores, sino también para ofrecer un espacio donde los creadores puedan capitalizar sus contenidos. Mowies.com es una plataforma que les permite a los productores monetizar las películas con cada visualizada y hasta el mismo espectador puede ganar si comparte sus contenidos. Aquí van cuatro películas colombianas que, entre muchas otras, se pueden ver en este sitio.

Los días de la ballena, de Catalina Arroyave

La ciudad de Medellín casi siempre ha sido contada desde la marginalidad y la violencia. Pero ya hay varias películas, como Apocalípsur, Lo azul del cielo, Matar a Jesús y ahora esta ópera prima de Catalina Arroyave, que proponen contarla desde otro punto de vista o cruzan las diferentes ciudades que hay representadas en sus personajes y sectores. De ese cruce surge el conflicto central de una historia que definitivamente tiene su propio tono, y que hace un colorido retrato de la ciudad, en el que están presentes tanto el amor y la ilusión como la desazón y la violencia.

Homo botanicus, de Guillermo Quintero

Ante la mención de la categoría de Cine científico, es posible encontrar reticencias por lo áridos que puedan parecer sus contenidos y tratamiento. Y si bien esta película podría entrar en esa categoría, decir que es un filme científico sería encasillarlo y tal vez restarle posibilidades con el público por las mencionadas reticencias. Esta película es un documental, y punto, con todo lo que implica este tipo de discurso: esa fascinación por unos temas y sujetos (en este caso la botánica y dos botánicos) que sabe transmitir al espectador, su tratamiento creativo de una realidad y, a fin de cuentas, el relato de una historia contada con inteligencia y pasión.

Lola… drones, de Giovanny Patiño

En el centro de Medellín se encuentra Barrio Triste, un universo en sí mismo en el que conviven la marginalidad y la violencia con una comunidad que tiene unas dinámicas únicas en la ciudad. Este universo es muy bien conocido por su director y por eso sabe crear un relato lleno de fuerza y realismo, poblado de coloridos e insólitos personajes, quienes acompañan la historia de amor y supervivencia de una mujer en una narración llena de vertiginosidad y zozobra. Una película que puede resultar recargada en los elementos que la componen, pero tal vez por eso mismo, consigue un complejo y centelleante retrato de ese universo que, si en un Víctor Gaviria está definido por su poesía y mirada compasiva, con Papá Giovanny lo está por su cruda honestidad.

X500, de Juan Andrés Arango

Tres historias separadas en sus argumentos, contadas de forma alternada, pero que tienen en común a unos personajes, su condición y circunstancias. El director colombiano Juan Andrés Arango ubica estas historias en Ciudad de México, Buenaventura y Montreal, tres ciudades que no podían ser más diferentes entre sí, pero que terminan siendo universos similares para estos tres jóvenes que se enfrentan cada uno a sus respectivos contextos, arrojando como resultado un relato duro y reflexivo sobre la identidad, el sentido de pertenencia y la transición de la juventud a la adultez.