A veces, cuando elegimos olvidar, la memoria se pierde en la basura o es enterrada entre escombros.
En Medellín, miles de álbumes y fotografías familiares son tirados cada día como desecho, objetos en desuso que para sus propietarios han perdido utilidad. Algunas pocas de estas piezas, que cuentan con fortuna, son recuperadas por recicladores, carretilleros o anticuarios, quienes encuentran en las imágenes algún valor.
Durante años, el catedrático y profesor Oliver Tabares Osorio ha esculcado en los confines de los centros de acopio de reciclaje y en los basureros del centro de la ciudad con la convicción de encontrar estos materiales documentales. Su búsqueda le ha permitido hallar desde diarios hasta pinturas: obras de arte, excéntricas o más modestas, tiradas como desperdicio.
“Es muy curioso —dice Oliver— cuando uno se muere deja sus recuerdos y sus vestigios en las cosas materiales. A veces es una lucha por el espacio y los familiares se deshacen de cierta parte de esa historia”.
Archivo, luego existo
Los seres humanos archivamos por instinto. No solo los retratos o las postales, también las facturas que guardamos en los bolsillos de la billetera, los pasaportes y tarjetas de identificación, los correos electrónicos, apuntes y hasta etiquetas de alimentos. Existe la necesidad de resguardar cada registro que da pistas sobre quiénes somos.
Esta idea de preguntarse sobre nuestro rastro como sociedad es lo que inquieta a Oliver, aún cuando existe el prejuicio de que los archivos históricos son un asunto distante, una tarea de conservación que solo pueden desarrollar las instituciones como los museos. Pero cada hallazgo que sale de la basura, agrega el profesor, es un objeto susceptible de análisis.
Por eso Oliver realiza recorridos dos veces por semana, en una ruta que abarca el bazar de los puentes (en inmediaciones de la estación Prado del metro) y las anticuarias de la calle Bolivia. Allí ya lo reconocen y le guardan cosas. “Profe”, le dicen, “tengo unos documentos que pueden interesarle”.
En estos intercambios con vendedores ambulantes, coleccionistas y habitantes de calle, han sido muchos los tesoros desenterrados de costales y mercados de pulgas: por ejemplo, un diario con estampitas y poemas eróticos, escritos por una religiosa hace 100 años. Falsificaciones de Pablo Picasso o fotografías inéditas de las esculturas de José Horacio Betancur.
También, los planos del aeropuerto Olaya Herrera, a manera de negativos, ocultos en una caja diminuta. Reliquias importadas, copias de oficios o decretos de Estado y hasta devocionarios en nácar o vitrales pintados, quizás, en el siglo XIX.
“A través de estos hallazgos podemos contar quiénes somos, desde la microhistoria de las personas que podrían no ser importantes para los grandes metarrelatos”, añade.
En su mayoría, dice Oliver, estos objetos pertenecían a personajes cotidianos, de rostros desconocidos, cuya historia se parece a la de cualquier transeúnte. Registros que también dan cuenta de los cambios de Medellín y que, si no se rescatan, se pierden para siempre.
El evento raro
El primer indicio de lo que luego se convertiría en una práctica de investigación ocurrió en 2014, como una epifanía. Oliver prefiere llamarlo un “evento raro”.
“El objeto no muere, aunque ese era su destino. Por eso se llama un evento raro, porque son cosas que no puedo explicar —comenta— ¿Por qué me atravesé con un mapamundi, un archivo, un tesoro? No sé. Todas las cosas en el mundo están conectadas. Usted no está aquí en vano”.
Ese año el investigador encontró, dentro de las bolsas de basura de cualquier depósito del Centro de Medellín, unos documentos literarios escritos a máquina por el dramaturgo Juan Guillermo Rúa Figueroa.
Eran seis textos, en los que figuraban varios cantos y consignas a los obreros de Colombia, fechados en octubre de 1977.
“¿Por qué los escritos de una persona terminan en la basura?”, se pregunta el profesor. “¿Quién era el escritor y dónde estaría el faltante del texto hallado?”, acota.
Aunque suene inverosímil, los documentos del dramaturgo se convirtieron en su tesis de doctorado en Ciencias Sociales de la Universidad de Antioquia. Una pesquisa que nació de la basura.
A este método de investigación Oliver lo llamó “Memorias de la Basura” y consiste en estudiar estas pequeñas historias fragmentadas y descartadas por las personas para entender los hábitos y las prácticas de una sociedad.
Por los objetos que ha encontrado ha pagado desde unos pocos pesos hasta tres millones, en una ocasión, por una recopilación de cartas en las que no encontró nada.
Durante cuatro años estudió una serie de dibujos, llamados “los cien de Picasso”, que resultaron ser falsificaciones de la obra del pintor español. Oliver cree que todo tiene una pretensión y que, por supuesto, el investigador no puede ser ingenuo: “Encontrarse eso es bonito e impactante, pero ,¿cómo llega aquí? Quizás exista también la intencionalidad del engaño. En Medellín se falsifican desde obras de arte, hasta monedas, objetos e indumentaria”.
Fiebre de coleccionistas
Un tubo roído apareció un día entre los puestos ambulantes, con una copia de un documento firmado por Abraham Lincoln el 19 de noviembre de 1863. En otra oportunidad, Oliver encontró y vendió a la Biblioteca Luis Ángel Arango de Bogotá un documento original de 1636, de la época de la colonia, sobre dos nobleros encargados de embalar el oro que se enviaba a España.
Tabares tiene una teoría para explicar la llegada de estos archivos a Medellín. Cuenta que, entre 1940 y 1960, uno de los pasatiempos preferidos de la alta sociedad era la colección de estampillas, firmas, monedas y sellos. Por eso, las familias adineradas buscaban documentos antiguos que tuvieran sellos reales de la primera República o que fungieran como billetes.
Hace un año que el investigador convirtió “Memorias de la basura” y sus recorridos en un curso para estudiantes de pregrado en la Universidad de Medellín. Todos tenemos un poco de chismosos o curiosos y, en ese sentido, el estudio de lo que tiramos al vertedero es una herramienta para recuperar la memoria colectiva.
“Lo importante del tema es hallar el documento y, a partir de ahí, encontrarse con la posibilidad de investigar. Se le abre a uno un mundo de posibilidades para preguntarse”, dice.
Con cuidado milimétrico, Oliver destapa un recipiente plástico lleno de piezas envueltas en tela o protegidas en otros pequeños envases, como si se tratara de una matrioska rusa. Y entonces, comenta: “Se van a dar cuenta que esto es una caja maravillosa”.
Nuestros vestigios
Todas estas piezas, indicios que dejan quienes han fallecido, son estampa de la sociedad antioqueña: huellas de cómo viajábamos, cómo amábamos y hasta como tramitábamos el dolor.
En su “caja del tesoro” Oliver guarda miles de fotografías, algunas de ellas de militares colombianos que, al parecer, se encontraban en campañas en el exterior. Posee un álbum de una familia judía de 1927, junto a un registro oficial donde se conmemoran, a manera de souvenir, los 10 años de la creación de Israel.
Las cartas fúnebres que conserva el historiador, de borde negro y presagio de malas noticias, hablan de la manera en la que entendíamos las pérdidas. “Mi papá recibió la carta de la muerte de su madre con una carta así”, dice Tabares. En una de estas, de 1941 y troquelada a mano, los remitentes no usaban la palabra muerte, quizás demasiado tosca. Escribían, en cambio, desaparecer o extinguirse.
Montones de libretas y cuadernos encontrados, desvencijados por el tiempo, son reflejo del auge de poetas y escritores en la ciudad. Cartas de amor, versos enamorados, en su mayoría a la patria o a la madre. Trozos de papel que datan entre 1950 y 1970.
“Lo religioso, la madre y el asunto heroico por la patria son temas que atraviesan varias generaciones de escritores de poemas”, explica Oliver.
“Agosto de 1955. Título: Volver”, se lee en una de estas anotaciones. “Hoy nuevamente te vuelvo a cantar, niña mía, soñado manantial /Sueño contigo y mi vida es un mar/ ven a mis brazos para un solo final”.
¿El autor? Un hombre de mediados de siglo, anónimo, cuyo único rastro son sus poemas a una amante distante.
Casi destruido encontró uno de los diarios más antiguos. En 1918, hace cien años, una monja de Medellín recopiló sus experiencias en una bitácora acompañada de postales coloreadas a mano.
En la primera página, que está amarilla por el polvo, reposa una fotografía suya vestida con su hábito o túnica. A la imagen la rodea una inscripción, en letra cursiva, que Oliver recita de memoria:
“De la noche en las oscuras soledades de mi claustro/ contemplando me extasío el perfil de mi retrato. En la luz clara del día nadie contempla mis gracias/ Ellas son flores de Dios y él aspira sus fragancias”.
El archivo es cuantioso. Una cédula de 1932, cuentos para niños de principios de siglo con “censura eclesiástica”. Un libro de vuelos de 1938, del piloto Antonio Calle, con su itinerario de aviación militar. Oliver podría seguir enumerando, pero la lista no acaba.
Estas piezas encontradas en la basura podrían no tener ningún valor para algunos. Por eso, la esencia del proceso está en la mirada, en la capacidad que tenga una persona para darle un nuevo sentido al documento.
Así lo cree Oliver, quien agrega que su objetivo no es acumular ni atesorar. Tiene la certeza de que los archivos cobran vida cuando pueden comprenderse y entregar respuestas. “Yo no quiero crear un museo”, concluye, “quiero crear investigaciones”.
Mientras tanto, las memorias de Medellín seguirán ahí: álbumes amontonados en los sótanos, cartas ocultas debajo de la almohada. Sobrevivirán los relatos olvidados en las bolsas de algún carretillero o expuestas en bazares. Algunos serán destruidos o abandonados hasta que no quede nada. O hasta que un caminante descubra las historias entre los cachivaches .