Ya no se escuchan los pregones de vendedores callejeros, ni supura el olor a pescado descongelado o el de frutas y legumbres descompuestas. No hay tahures, ni piperos, ni macheteros, ni resuenan las peinillas rastrilladas en el suelo, ni se escuchan las melodías del arrabal.
Esa ciudad del hampa tolerada, de rufianes de baratijas y de prostitutas, pero también de bohemia, bares, cafetines de poetas e intelectuales, antes concentrada en el viejo Guayaquil y evocadora de canciones y del libro Aire de Tango, se desperdigó por el resto de la villa y ahora vaga por recuerdos y páginas amarillas.
Es esa misma ciudad la que lamenta Manuel Mejía Vallejo: “Hoy Guayaquil tampoco existe, se lo tragó el ensanche, o apenas vive en la memoria de algunas prostitutas que mascullan los recuerdos”.
Es en Aire de tango donde se cuenta la vida urbana y sus muchos mundos, entre ellos Guayaquil, barrio que era la puerta de entrada de Medellín porque en ese sector confluían la estación terminal del extinto ferrocarril, la parada del primer tranvía eléctrico y la plaza mercado.
Por eso el viejo Guayaco era un mito y un espacio en el que la ciudad exorcizaba sus demonios refugiada en la bebida, los puñales y el sexo.
El corazón y las tinieblas
Nació entonces ese pujante barrio comercial a finales del siglo XIX. Cuenta Luis Fernando Molina Londoño, en el libro Historia de Medellín (1996), que en las cuatro avenidas que circundaban la plaza (construida por el millonario Carlos Coriolano Amador en 1894) y otras calles adyacentes se establecieron hoteles, talleres, almacenes y viviendas que aseguraron un flujo permanente de compradores.
El nombre del barrio, según el mismo libro, se debe a que fue edificado sobre terrenos pantanosos. “Por la misma época la ciudad de Guayaquil en Ecuador sufría el flagelo de la fiebre amarilla y el beriberi y por tal razón se le dio (al barrio) el mismo nombre”.
Mejía Vallejo lo resume mejor: “¿No conocían este Guayaquil? Así se llama el barrio porque fue un pantanero de zancudos, rumbaban las fiebres como en un tiempo en esa ciudá de los Ecuadores”.
Aunque Yolanda Forero Villegas, en su revisión literaria a Aire de Tango, dice que las fiebres tienen un sentido figurado. El barrio se considera, explica, un lugar de aventuras peligrosas porque los que frecuentaban Guayaquil estaban siempre viviendo cerquita del peligro y la aventura.
Ya en palabras de Mejía Vallejo: “La calle, las luces, las cantinas, los traganíqueles... El vicio va agarrando, y lo pior, uno se envicia al vicio, le hace falta seguir arrastrao”.
Después de los 30, de las sucesivas olas migratorias del campo a la naciente urbe y del desempleo creciente, el hampa se disparó en Guayaquil.
Relata Octavio Vásquez Uribe en su libro sobre este barrio que surgieron tantos rateros como denominaciones: a los que robaban con somníferos les decían “buscadores”, mientras los que elegían tiendas y almacenes eran los “bajamanos” y los “juaneros”. Les siguieron los “escaperos” y los “cosquilleros”, tanto que la alcaldía tuvo que reforzar la vigilancia policial con más agentes, con requisas en los cafés y bares y con la proliferación de detectives que llevaban a cabo labores investigativas.
Tanto la delincuencia, como el barrio y la plaza misma tuvieron seis décadas de apogeo hasta un segundo incendio en el mercado en abril de 1968 (el primero, en los 30, obligó a reconstruir parte de su estructura) que definió el comienzo de su ocaso.
El surgimiento de mercados satélites en otros barrios fueron sumiendo en el abandono a Guayaquil, a tal punto que los lujos que se habían instalado allí se fue para otras zonas. “Los que se resistieron a abandonar la plaza se fueron marchitando entre nostalgias y años de soledad”, cuenta Néstor Armando Alzate, en La bella villa.
En 1984, cuando La Alpujarra estaba en construcción y la Minorista abría sus galerías, los últimos venteros fueron expulsados de sus toldos y tuvieron que aceptar, con resignación, su éxodo.
El golpe final
Vásquez Uribe añade que por mandato de Planeación Municipal empezó la demolición de cuantas construcciones afearan el sector, pues era la zona donde se levantarían grandes edificaciones para los gobiernos regionales y la administración de justicia.
En algunos recovecos desaparecieron —narra el autor— los destartalados caseríos de la Matecaña, de la Guayra, del Suiche, de la carrilera y algunos de Carabobo desde San Juan hasta Los Huesos.
“Pudiérase pensar que en virtud de la demolición de feas construcciones y dada la remodelación de un vasto sector, poco a poco le llegó a Guayaquil cierto aire moralizador y, en consecuencia, dejó de ser refugio de ladrones y prostitutas”, acotó en su libro Guayaquil por dentro (1994).
Por eso Mejía Vallejo recuerda a Guayaquil con nostalgia porque el narrador de su libro, ya en las últimas de recambio, añora los años de esplendor del barrio y de su vida misma. Ahora este corazón que antes latía con fuerza está derrumbado al igual que Ernesto, el personaje de la historia que cuenta en el epílogo de la narración cómo mató a su amigo Jairo.
Ya no vive nadie en ella, se escucharía de fondo. Se diría que sus puertas se cerraron para siempre. Se cerraron para siempre sus ventanas.