A los científicos del mundo que estudian a los superancianos y los secretos de la longevidad les encantaría conocer al antioqueño don Julio Enrique Saldarriaga Hernández. Don Julio nació el 30 de julio de 1913 en Cocorná, quiere decir que acaba de cumplir 112 años. El Gerontology Research Group (GRG) lo validó como la persona más longeva con vida en Colombia y uno de los dos supercentenarios vivos en el país (que tienen más de 110 años). Según esta misma institución, solo existen registros de 49 personas en todo el planeta más longevas que don Julio actualmente.
¿Qué ocurre en lo profundo de un cerebro como el don Julio? ¿Cómo sortea su memoria la atrofia de la corteza entorrinal, el desconcierto neuroquímico en su hipocampo, la muerte progresiva de sus conexiones neuronales para sacar a la superficie los recuerdos, para convertirlos en lenguaje y vocalizarlos con un rostro un tanto confundido por ese proceso de rescate, y poder responder la pregunta que escuchó hace unos segundos?
En varios de los estudios realizados en los últimos años en Estados Unidos, publicados en medios como New York Times, los neurocientíficos han planteado que una de las cosas más fascinantes de los supercentenarios es la forma en la que se pasan por la faja muchos de los preceptos que pregonan el exceso de cuidado y bienestar como secretos para tener una vida larga.
Según han apuntado los expertos, en una especie atormentada por la idea de la muerte, la posibilidad de que estas personas extremadamente longevas y sanas pudieran entregar claves concretas y simples para lograr una vida larga sería una esperanza insustituible: comer cierta cantidad de vegetales y frutas diariamente, cumplir de por vida con un estricto régimen de actividad física, evitar ciertos entornos, determinados trabajos, en fin.
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Pero no es así. Las investigaciones adelantadas hasta ahora con las personas que han logrado evadir excepcionalmente el deterioro físico y mental de la vejez coinciden en que, lejos de ser ascetas, muchos de los humanos más longevos en el planeta han tenido vidas entre corrientes y particularmente difíciles; se han alimentado con lo que han podido; han llevado vicios y gustos poco saludables; han tenido una actividad física apenas ajustada al promedio; trabajos desgastantes; pocos lujos materiales. Lo que sí tienen en común es que han logrado hacer parte de entornos sociales sólidos.
¿Cómo llegó hasta acá este hombre de campo cuya vida estuvo siempre atada al Oriente antioqueño? La respuesta es que no hay secreto ni rareza algunos. O por lo menos no a la vista.
— ¿Usted que recuerda de cuando era niño?
Don Julio pone a funcionar su mente, cavila sin parpadear unos segundos y responde.
— Yo nací en una parte donde se cruzan El Carmen de Viboral, El Santuario y Cocorná. Fuimos diez hermanos. Vivía en una casita por donde había unos caminos que llevaban pa’ todos estos pueblos.
— ¿Y recuerda a qué jugaba con sus hermanos de niño, cómo le iba en la escuela?
— Yo empecé a trabajar muy niño. A los diez años. Yo quemaba carbón y aserraba. Me iba por allá, me metía pa’l monte, y ahí nos quedábamos un tiempo largo quemando carbón, y ya después bajábamos al pueblo a venderlo, nos caminábamos todas estas partes vendiendo. Y andábamos a pie limpio.
La exposición prolongada desde niño al carbón vegetal habría sido suficiente para que los pulmones de cualquiera en esa circunstancia quedaran inservibles. Pero no fue en absoluto su caso. Don Julio recuerda la receta que usaba para contrarrestar los efectos del carbón, esos malos aires, el calor sofocante de ese trabajo brutal. Una receta “peor” que la enfermedad, pero que él siempre ha creído que le funcionó: echarse cada tanto un bañito de aguardiente, guaro para la piel y para la garganta, por supuesto.
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Del negocio del carbón y la madera se pasó al del licor. Comenzó a producir tapetusa. Esos días los recuerda en detalle: cómo se las arreglaba para conseguir la panela en los inicios del negocio escabulléndose por los trapiches, cómo ya estando plantado compraba la panela en buena cantidad para fermentarla en esas enormes calabazas durante días para luego pasar al alambique, nuevamente ganándose la plata para vivir en medio de calores y vapores tenaces, esta vez en el proceso final de la tapetusa que luego vendía, otra vez en largas correrías. A veces hasta encontrándose al diablo mientras iba cargado de botellas por el monte, un diablo pelietas que le ofrecía batirse a machete.
Como a los 17 años, ganándose así la vida entre el monte y el pueblo, conoció a María Calista García. La muchacha le ponía el estómago revuelto y las manos sudorosas. Comenzó a visitarla, a conversar con ella por horas, aunque no recuerda ahora de qué hablaban. Se hicieron novios, pero solo a los tres años de noviazgo le pidió el primer beso. Y María Calista se lo negó.
Pero como sabían que estaban pa’ quererse se buscaron a los días y se dieron el beso. Y, como buen católico, Julio corrió a legalizarlo.
— Llegué a la iglesia a confesarme y le digo al sacerdote, ‘padre, confieso que le di un beso a mi novia’. Y él me respondió: ‘¡conque besaste a la novia!, pues sabelo, Julio, que vas a arder en el infierno’. Y yo me paré berraco y salí y él salió detrás de mí, que cómo así que no iba a escuchar la penitencia. Yo le dije: ‘cuidado, padre, no se me arrime mucho que de pronto lo quemo’.
Solo cinco años después de comenzar el noviazgo Julio le propuso matrimonio. Él tenía 22 y ella 20. Postergó la decisión por el odio que le tenía su suegro, que no escatimaba en repetirle a María Calista que “ese pobre negro le iba a dar mala vida”.
El día del matrimonio el suegro no entró a la iglesia. No vio a María Calista desfilando hacia el altar tan linda luciendo el vestido que Julio le compró para la ocasión ni vio a Julio tan elegante esperando a su futura esposa con un pantalón gris, su camisa blanca nueva y unas alpargatas que vistió para el día más esperado.
Eso fue en 1935. Tuvieron desde entonces 19 hijos y en total 180 descendientes, entre hijos, nietos, bisnietos y tataranietos. Doña María Calista murió hace doce años, estaba por cumplir los 100 años. Todo esto lo ha contado don Julio casi de un tirón, con apenas algunas pausas, en unos minutos.
Longevidad que debe a su familia
Don Julio parece ser ese tipo de personas que no conocen la mala cara. Si no hay claves ni secretos excepcionales para su longevidad en su vida humilde de campesino, en sus trabajos fatigosos y tempraneros, ni en su dieta a base de frijoles con coles y sidra, ni mucho menos en su fascinación por el ron que aún mantiene, ¿se encontrarán entonces en su personalidad, en su entorno?
Hasta 2020 recorría las calles de El Carmen de Viboral –donde hizo vida y se formó su familia– desenvuelto y autónomo, hasta que apareció la pandemia. El encierro y la falta de actividad que no padeció nunca antes en su vida, le dejaron como secuela algunos problemas de movilidad que solventó luego con una silla de ruedas y, sobre todo, con el cariño leal de sus hijos y nietos.
Científicos de la Universidad de Chicago señalaron el año pasado que a partir de los 80 años un factor que sí puede ser determinante, y que se ha encontrado en superancianos analizados, son las relaciones sólidas y amplias. Familias cohesionadas, grupos de amigos duraderos, actividad social nutrida.
Desde luego que es más fácil decirlo. En un mundo contemporáneo en el que la soledad ha sido elevada a epidemia, tan difícil como es tener una vida longeva es llegar hasta allá con verdaderos vínculos sociales. Según el Dane, el 34,7% de los colombianos asegura que no tiene ninguna red de apoyo y confianza. Es decir, nadie ni en la familia, ni entre los vecinos, compañeros o algún otro grupo a quien acudir de manera segura ante una necesidad, o simplemente para sentirse acompañado.
De manera que algo bueno tuvo que haber hecho don Julio para tener, por ejemplo, la compañía y cuidado incansable en casa de su hija Ubiter, y el tiempo y dedicación de sus nietas Nelly y Marleny, que se encargan de mantenerlo conectado con el mundo exterior mientras conducen la silla de ruedas y le celebran con dulzura y paciencia los paseos por El Carmen prolongados por las interminables pausas para entrar a tomar ron y escuchar La Martina de Antonio Aguilar en su bar favorito, o saludar tantas amistades o personas extrañas que simplemente quieren darle la mano o abrazarlo. Don Julio es como una celebridad en el pueblo y pareciera que hubiera nacido para disfrutar la vida social, para alimentarla.
Secretos ocultos en los genes
Si esos postulados de los neurocientíficos sobre la influencia del entorno en la posibilidad de una vida más larga son ciertos, entonces don Julio le debe unas cuántas décadas a su familia numerosa y presente. Pero, de cualquier modo, un saludable entorno social no explicaría completamente la enorme vitalidad de un hombre que ya era un anciano cuando el 92% de la población actual de Colombia apenas venía al mundo. Queda echar mano, entonces, a lo invisible.
Más que hábitos saludables o circunstancias sociales, las respuestas más importantes sobre la longevidad de los supercentenarios está en los genes. Lo que los científicos saben, hasta ahora, es que hay información oculta en los genes que determinan, por ejemplo, que las regiones del cerebro que se encogen en la vejez en ellos se mantengan ciertamente protegidas de ese atrofia natural. De manera que la corteza entorrinal y el hipocampo, de cuyo funcionamiento dependen la memoria, el aprendizaje y la orientación espacial de una persona, se reducen y deterioran a un ritmo mucho menor que el de la mayoría de las personas. Los científicos han encontrado que en los superancianos y supercentenarios existen cúmulos de neuronas más grandes que en las personas del común, esa reserva cognitiva mantiene al margen las enfermedades neurodegenerativas, como el Alzheimer o la demencia.
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Nadie ha estudiado los genes de don Julio, pero es probable que allí, a nivel molecular, en lo invisible a los ojos, haya respuestas. Y hay razones para pensarlo: su papá murió a los 75 años, una edad que para la expectativa de vida en Colombia a mediados del siglo XX que era de apenas 50 años, lo convertía en un superanciano. La mamá de don Julio murió a los 90. Su hermano menor aún vive, tiene 95; y su amada María Calista falleció a los 99 años. En cuanto a la hija mayor de ambos, tiene 88 años.
¿Hay un nicho de interés genético en esa zona del Oriente antioqueño de la que desciende esta familia que arroje nuevas pistas sobre longevidad? Podría ser.
Lo cierto es que los científicos saben que algo pasa en los cerebros de estos seres humanos superlongevos, pero lo que aún no saben es cómo ocurre. La secuenciación total del genoma humano apenas fue posible en 2022. El año pasado, con un esfuerzo monumental de tres universidades paisas: la Nacional, la UdeA y Eafit, y la empresa privada, se lograron las primeras secuenciaciones completas del genoma de personas centenarias en Colombia. Es un paso gigantesco y fascinante, pues hasta ahora en el país solo se había podido estudiar, de manera fragmentada, algunas decenas de los 20.000 genes que contienen las instrucciones de origen de una persona, el manual de instrucciones del ser humano.
Lo que se viene a partir de estas investigaciones será encontrar las claves ocultas en los genes de los colombianos más longevos, así como la comprensión de cómo el medio ambiente, los lugares, los entornos, el clima, las circunstancias que han vivido esas personas centenarias moldean esa información genética. Lo que buscan los científicos con esta información revelada, entre otras cosas, es hacer posible la medicina predictiva, la que anticipe hasta con décadas de antelación la aparición enfermedades, y tratarlas. Correr un poco más la frontera de la vida, que hasta ahora solo han corrido un puñado de personas como don Julio.
Pero tampoco una afortunada rareza genética explicaría del todo una vida tan larga. Don Julio, entre risas, cuenta cómo se salvó de ser reclutado para ir a matar colombianos, o a dejarse matar.
— No me dejé coger. Me escondí, hice de todo, pero no me dejé llevar pa’ ir a prestar servicio militar.
Lo dice mientras muestra una foto al lado de su cama, una foto que está en casi todas las casas humildes del país (nunca en las casas de los ricos), la foto curtida de los hijos y nietos posando con un rostro que finge dureza, vistiendo el camuflado y con el peso de un fusil en las manos.
Que no hubiese ido a la guerra no quiere decir que hubiese estado exento de morir por alguna de las tantas guerras en el país. Pero, además, en esa especie de azar diario durante más de un siglo, tuvo que sortear los peligros de una sociedad intolerante, el acecho de accidentes callejeros, los infortunios de enfermedades que se complican. En fin.
En Colombia viven 19.400 personas con más de 100 años. No es propiamente una “anormalidad” toparse con un centenario, como sí lo era hace medio siglo. Sin embargo, al dimensionar todas las cosas que deben confluir para que alguien supere el siglo de existencia es difícil no verse tentado a pensar en la palabra en la que piensan los católicos ante lo que parece imposible o improbable.
Después de contar su vida, don Julio nos pregunta que si hay tiempo pa´ un ron más. Claro que sí, don Julio, esperemos que sí.