Whiplash, de Damien Chazelle

Un choque en busca del genio

Íñigo Montoya


Esta película no es sobre música, ni sobre el talento, ni sobre el genio artístico, tampoco sobre el jazz o el espíritu que anida en todo artista y cada arte. Es una película sobre dos hombres egocéntricos, arrogantes y que hacen lo que hacen, al parecer, por los motivos equivocadas. En razón de esto, no me parece la bella y apasionada película que muchos han querido ver, sino una complaciente pelea de gallos que tiene a la música solo como una excusa (solo se escuchan un par de canciones!).
Tenemos entonces a Fletcher, un profesor de música que entrena -no se puede usar otro término- una banda de jazz en una prestigiosa universidad. Más que una práctica o enseñanza, sus clases son torturas físicas y sicológicas a los estudiantes, más cercano a la primera parte de Nacidos para matar que a Mr. Holland Ophus. Y se supone que hace esto porque está buscando al próximo Charlie Parker. Por otro lado, está Andrew, un mozuelo sin madre que, más que aprender y disfrutar de la música, quiere ser el más grande baterista que existe.
Como se puede ver, pues, la música para ellos solo es un medio, porque el fin es una meta que solo les traería grandeza a sí mismos, con lo cual se despojan de toda seña del humanismo o de la sensibilidad que siempre están asociados al arte y a su práctica. Por esta razón, no hay manera de identificarse con ninguno de los dos personajes ni con sus acciones o motivaciones. Hay una tensión constante en el relato, claro, pero por la dinámica víctima victimario o por la confrontación de egos, pero al final resulta artificial cuando, de forma complaciente, al parecer los dos ganan, los dos tienen la razón.
Yo quería ver una buena película sobre música, sobre ese misticismo y libertad que representa el jazz, pero solo vi a un niño arrogante que asumió ese misticismo como una mera competencia contra el mundo y a un inclemente profesor que convirtió esa libertad en un mecánico entrenamiento de máquinas humanas que saben leer música.

Foxcatcher, de Bennett Miller

Cómo comprar una mascota y una medalla

Íñigo Montoya


Las películas sobre deportes suelen ser relatos de superación o periplos de asenso y caída. Las dos opciones terminan por ser predecibles y repetitivas. Por eso fue una sorpresa ver cómo esta historia no cae en lo uno ni lo otro, aunque tiene de cada opción un poco. De ahí que resulte una película intrigante en el rumbo que va a tomar y que pone en juego unas situaciones e ideas que rara vez están en la ecuación usada para este tipo de cine.

Es la historia de un millonario que hace de mecenas de un grupo de luchadores, en especial de un medallista olímpico en quien centra sus esperanzas de ganar otra medalla dorada, para el deportista y, sobre todo, para él mismo, que fungiría como entrenador. Hasta aquí tenemos una premisa que no se sale mucho de los esquemas enunciados atrás y, hasta cierto punto del relato, así avanza la trama durante un buen tramo, sometiendo al espectador un poco al tedio de lo obvio y predecible.

Entonces este par de personajes comienzan a mostrar su verdadera naturaleza: el luchador, su falta de carácter y voluntad para obtener lo que supuestamente quiere con tanto fervor; y el millonario, sus vicios y pusilanimidad siempre cubiertos por la gruesa cortina de su cuenta bancaria. Pero lo más llamativo de la historia, y al tiempo lo más turbador, es la relación que se establece entre los dos, la cual pasa del agradecimiento del deportista a su mecenas y la admiración de este por aquel, a una situación de sometimiento del joven (aunque el filme se mostró muy tímido, por no decir cobarde, cuando evitó las connotaciones sexuales) y luego de una tensión que llegó hasta el repudio total.

Cuando el hermano del luchador entra más plenamente en escena como entrenador del equipo, como el único personaje aplomado y noble, todo el relato se convierte en una sucesión de situaciones incómodas y tensionantes que este hermano trata de catalizar. Pero lo que ocurre es que se enfatizan más la conformación de estos tres personajes, consiguiendo con esto una intensidad dramática cargada de diversas emociones, que el director sabe muy bien capitalizar en un relato que no termina de sorprender e impactar hasta el último minuto.

St. Vincent, de Theodore Melfi

El gruñón y el inocente

Íñigo Montoya


Una película divertida y entretenida pero predecible y complaciente. Es una lástima cuando uno se encuentra con esta contradicción, producto de una calculada combinación entre un cine inteligente y prometedor, pero desarrollado con recursos gratuitos y facilistas, que además apelan a lo más elemental de las emociones del espectador.

La historia parte de un esquema conocido,  pero que en ocasiones ha dado para unos relatos originales y de calidad. Este esquema es el encuentro entre dos contrarios que terminan, no solo conviviendo, sino además con unos estrechos lazos afectivos: de un lado, un viejo gruñón, empobrecido y políticamente incorrecto, y del otro, un inteligente pero inocente niño de buen corazón y que siempre sigue las reglas.

El esquema da para una divertida y emotiva trama llena de humor (visual y negro), sentimentalismo, aventuras, dramas y pilatunas (porque el viejo a veces se porta como un niño y el niño a veces tiene la madurez de un viejo). En el camino, se desarrollan los conflictos de un lado y de otro, lo cual contribuye a que se fortalezca la relación. Todo está muy bien puesto en esta cinta y el esquema funciona perfectamente, pero el espectador siempre está un paso delante de la trama. Poco sorprende y nada nuevo dice.

Esta sensación es subrayada por la presencia de Bill Murray, quien se ha convertido en la última década en un actor de culto, eso a pesar de que casi siempre en sus protagónicos tiene el mismo registro, esto es, el viejo antisocial y de gesto siempre desganado que carga en una mano un trago y en la otra un cigarrillo. Así lo estamos viendo desde que empezó sus colaboraciones con Wes Anderson (Rushmore, Viaje acuático, Los excéntricos Tenembaum, Moonrise Kingdom), pasando por Perdidos en Tokio, hasta las Flores Rotas de Jarmush.

La teoría del todo, de James Marsh

Aplicando el esquema

Íñigo Montoya


El esperado biopic sobre el célebre científico Stephen Hawking resultó ser ni más ni menos que eso, un biopic. Es decir, como casi todas las biografías cinematográficas, esta se ciñó a las reglas del género: elegir dos fulgurantes momentos de la vida del biografiado en cuestión para empezar y terminar, mezclar en un rítmico equilibrio la vida personal con la profesional, en lo posible no ser controversial y poner en escena los aspectos más llamativos (aunque no sean los que mejor la definan) de esa vida que están contando.

Con esto no necesariamente estoy denostando esta película, pues para eso son los esquemas, para aplicarlos de la mejor forma posible, y en esta ocasión así se hizo. Es una cinta bien contada, informativa o emotiva cuando lo tiene que ser. Es una buena película para las grandes audiencias que quieren ver cine con “contenido” pero tampoco pensar demasiado.

Es como una buena película de televisión para domingo por la tarde, que se hizo con lo que había: los esquemas de un género y un personaje que se prestaba para contar una agradable fábula sobre un hombre sobresaliente con una historia de superación.

La película pudo hacer algo más intenso y complejo si le ponía un mayor énfasis a otros aspectos, por ejemplo: a los dos triángulos amorosos que apenas si fueron tímidamente insinuados, pero en últimas optó por no contrariar a ninguno de sus protagonistas, que aún viven, y crear un relato de esos que tanto les gusta a los que otorgan los premios Oscar.

Philomena, de Stephen Frears

Dos actores trabajando

Por: Mauricio Monsalve


No soy muy dado a memorizar nombres de actores. Para mí es más fácil identificarlos como el de tal y tal película, que también trabajó en tal (siempre me ha parecido poco digno decir que un buen actor ‘trabajó’ en una película. El trabajo sí es deshonra. Un actor actúa y si hace una actuación portentosa podemos decir que encarnó a determinado personaje). Este desinterés por llenarme de datos útiles para programas de concurso o para entretenidas conversaciones con cinéfilos, cede terreno cuando el actor encarna de verdad varios personajes memorables, como es el caso de Steve Coogan en 24 hours party people y en Philomena.

De esta última película es que quiero hablarles. De nuevo la dupla Stephen Frears – Judy Dench exhibe sin pudores esa profunda y contenida afectividad británica. La primera vez fue en el magistral drama nudista musical Mrs. Henderson presenta, en el que los caprichos de una viuda adinerada sirven para cuestionar cómo la Inglaterra de la primera mitad del siglo XX ve con más naturalidad que sus jóvenes maten y mueran en la guerra, que el descubrimiento y la vivencia de su propia sexualidad.

La sexualidad y la visión pecaminosa y pacata que de ella ha tenido la sociedad del Reino Unido es un tema recurrente en el cine de Stephen Frears, pero que siempre muestra nuevas vestiduras y contextos. De la viuda opulenta y recorrida, la señora Dench salta a la mujer de escasa cultura -entendida ésta como conocimiento enciclopédico, e incluso malicia- pero profundamente sabia, indefensa frente a una iglesia dispuesta a torturar y a vender a sus ovejas, siempre y cuando alguien pague el precio adecuado.

El pecado como redención, la renuncia como castigo y la fe como un absurdo, son ideas bellamente expresadas en una narración que se desliza sin esfuerzo en la marea del tiempo. No cabe duda de que son los personajes quienes hablan, no los prejuicios o las preocupaciones del director o el guionista, tan difíciles de contener cuando de temas álgidos se trata. Philomena tiene un guion bien construido, sustentado en soberbias actuaciones y comunicado con imágenes sencillas, significativas y hermosas, siempre al servicio de la historia.

No es nueva la movida de hacer convivir a dos personajes que se conocen por situaciones extremadamente excepcionales y que de otra manera no pasarían voluntariamente juntos ni una fila en el supermercado. Paradójicamente, el factor disociador de estas diferencias pierde su poder mientras más profundas se hacen. Cuando cada quien se asume en su diferencia, en su singularidad, aparece la verdadera comunicación, no se calla nada para evitar desagradar, ni se dice nada solo para agradar. Se renuncia a la intención de convencer, de persuadir o disuadir y simplemente se acepta que el otro es como es. Se le deja ser.

Dejemos aquí para no caer en la tentación de los ‘spoilers’. Dense ese regalo, vean Philomena y comprueben por qué Judy Dench está justamente nominada al Oscar a mejor actriz.

Ted, de Seth MacFarlane

Un tipo de humor que nunca hará el oso

Por: Íñigo Montoya


Parece una comedia tonta e inofensiva, pero solo es saber que quien está tras ella es Seth MacFarlane, el autor de la serie animada Padre de familia, y ya uno se pude hacer una idea del tipo de humor, temas y personajes que se encontrará, esto es, humor trasgresor, temas inapropiados y personajes políticamente incorrectos.

Es la historia de un niño solitario que, gracias a un deseo de navidad, obtiene un oso de peluche que cobra vida. El oso lo acompaña toda su vida, aún con 35 años y cuando tiene novia, pero a esa edad ya es necesario que cambien las cosas. Sin embargo, cambiar no es fácil y los dos amigos estarán atrapados entre la forma irresponsable como llevan sus vidas y la necesidad de madurar.

Pero un oso de peluche nunca va a madurar, y esta es la base para el humor de esta película, pues son las salidas irreverentes, desparpajadas y hasta vulgares de Ted lo que hace de esta cinta una comedia original y divertida. Porque no se trata del humor tonto y predecible típico de Hollywood, un humor que suele ser sucio en fluidos y doble sentido pero limpio en los temas que toca.

Ted, en cambio, no refrena sus deseos de opinar sobre temas tabú o que hieran susceptibilidades. Además está equilibrado su humor verbal, colmado de ingenio y referentes de la cultura popular de Estados Unidos, con el humor físico, lleno de gags, desde los más sencillos, como el oso haciendo un baile sensual en un poste, hasta los más confrontadores, como un hombre dándole un fuerte golpe a un niño.

Padre de familia está planeada para que aproximadamente cada treinta segundos haya un chiste. Esta película parece creada con la misma premisa y en gran medida lo logra, aunque mirada en perspectiva, la continuidad y progresión narrativa de largo aliento se resiente en este largometraje.

Una última consideración. Esta película no habría sido posible hace diez años, pues toda ella se basa en la presencia del oso de peluche y las cosas que hace. Pero para que causen gracia, es necesario que sí parezca un verdadero oso de peluche, lo cual solo es posible ahora con la perfección de la imagen digital que lo puede todo con pleno realismo y verosimilitud.

Resident Evil: Retribution, de Paul W. S. Anderson

La saga que lo tiene todo

Por: Íñigo Montoya


Otra vez escribir de esta película. Otra vez decir que es acción descerebrada pero que a veces eso es suficiente. Otra vez sentir rencor por la Corporación Umbrella y hasta relacionarla con tantas corporaciones o naciones de nuestra realidad. Otra vez presenciar -sin molestarnos- un final abierto que dará pie a una nueva entrega. Otra vez esperar la próxima entrega.

No es gratuito que esta franquicia, que se inició con un video juego, ahora tenga toda una cadena de productos, desde cómics, pasando por largometrajes animadas, hasta la pentalogía de películas que se acaba de ajustar con esta nueva cinta. Y no es gratuito porque está fundada en la concepción básica de los video juegos y la acción, esto es, un héroe (que en este caso tiene el mayor atractivo de ser femenino y con súper poderes) que se enfrenta a oponentes cada vez más difíciles y quienes se presentan por niveles de dificultad que le otorgan una progresión dramática al relato.

Además, dicho relato está ricamente ambientado en un futuro distópico, al cual se le suman voraces zombis (animales y humanos), monstruosas criaturas creadas genéticamente y –los peores- funcionarios de la Corporación Umbrella que ahora, para ajustar, están dominados por una máquina.

De manera que es una saga que, al mismo tiempo que está llena de posibilidades, descansa sobre una estructura básica de huir y destruir, y solo a veces rescatar. Con eso es suficiente, como ocurre con los video juegos, para que los fanáticos de la saga esperen cada nuevo episodio, pues solo se trata de relajarse y disfrutar, sin oponer mucha resistencia a la falta de seso o complejidad, porque también para eso es el cine.

La lectora, de Riccardo Gabrielli

Una trama llena de trama

Por: Íñigo Montoya


Puro cine de consumo y reencauchado, con todo lo que esto significa: estrellas de televisión (preferiblemente en ropa interior), argumento forzado para poder tener historia de amor, humor, acción, intriga, suspenso y giros sorpresivos. Un paquete más bien mal empacado, pero no tanto como para no cautivar al público menos exigente, que es al que va dirigido.

Adaptar una exitosa serie de televisión de hace una década era partir de un terreno asegurado y probado. Mientras que Gabrielli, que está ya bien adiestrado con la habilidad visual y el efectismo de las series televisivas internacionales (Sin retorno, Tiempo Final, Lynch), aplica sus conocimientos al acabado final de una historia cuyo su deshilachado argumento luego es justificado por la improvisación de la contadora de historias, que se puede equivocar en los detalles y puede forzar las soluciones, lo cual es válido, pero el director se aprovecha de esto.

Sin duda es una idea muy atractiva desde su planteamiento, sobre todo por el doble relato que propone, por la doble historia que cuenta en paralelo. Por eso resulta un producto muy comercial que funciona bien con el público, lo cual no es razón para no pasarle la cuenta de tantas concesiones al espectador, salidas fáciles y efectismos (visuales y narrativos) sin los cuales no termina quedando nada en el fondo, solo una trama llena de trama.

Prometeo, de Ridley Scott

La misma cosa pero peor

Por: Íñigo Montoya


Si las segundas partes excepcionalmente son buenas, las precuelas (continuación de una saga pero que da cuenta de la historia que ocurrió antes de lo que relató la primera entrega) si que menos. Y con esta película es impensable que una precuela hecha treinta años después se acerque siquiera un poco al nivel de la primera.

En efecto, ese gran clásico del horror y la ciencia ficción que es Alien, el octavo pasajero (1979), realizada por el mismo Scott, se supone que tiene en Prometeo su precuela, pues en esta se cuenta el origen del temible y baboso bicho que ya hemos visto en cinco entregas, contando las dos en que se enfrenta con Depredador.

Quien conozca Alien, el octavo pasajero, reconocerá en esta última entrega exactamente el mismo esquema con los mismos elementos, incluyendo los célebres diseños de H. R. Giger. Sin embargo, no tiene el mismo efecto en términos de la tensión y las sorpresas generadas por la original, todo lo contrario, al reconocer el esquema, y más sabiendo que es una precuela (inicialmente se había promocionado como Alien, los orígenes), es inevitable fruncir un poco el seño porque se reconocen los caminos ya recorridos y, por eso, uno siempre está anticipándose a todo lo que va a pasar. Absolutamente a todo.

Que es una gran producción y tiene secuencias visualmente muy bien logradas, pues eso apenas es natural en estos tiempos. Tal vez un espectador que no sea muy cinéfilo podrá disfrutarla como una película más de acción y ciencia ficción, pero para quienes conozcan el género y se hayan visto las películas de la saga (o al menos la primera), esta última experiencia del alienígena más temible del cine será olvidada rápidamente, en especial porque al bicho se le ve solo en los últimos segundos. Es decir, es una película de Alien pero sin Alien, ¡vaya paquete chileno!

Mi gente linda, mi gente bella, de Harold Trompetero

De orgullo patrio a vergüenza nacional

Por: Íñigo Montoya


Parece que la estrategia de Dago García de estrenar una comedia populista en tiempo de vacaciones se extenderá a las dos temporadas. De manera que tanto a mitad de año como el 25 de diciembre debemos esperar la ración de cine del productor más exitoso de la historia del cine colombiano.

Siempre es saludable que una cinematografía tenga de todo un poco, incluyendo el cine de consumo caracterizado por altos niveles de público y muy baja calidad cinematográfica. No obstante, lo ideal sería que esas películas tuvieran un mínimo nivel de elaboración y buen gusto, porque lo que estamos presenciando en los últimos años, y que ha sido confirmado con amargura por esta nueva cinta, es que lo que nos trae Dago, independientemente de a quién ponga a dirigir, es cada vez más deplorable en casi todos los sentidos.

Como se sabe, en cada película este guionista y productor (a veces director) busca un tema de la cultura popular que conecte con el gran público: el fútbol, la música, el primer carro, el matrimonio, el paseo familiar, las moteliadas, en fin. Para esta ocasión eligió el orgullo patrio. Para ello echó mano de una idea sugerida por el eslogan ese con que se promociona el país que dice que “el único riesgo es que te quieras quedar”. Entonces arma la película desde el punto de vista de un sueco que hará honor a dicho eslogan.

Hasta ahí tenemos una idea válida dentro de la lógica de construcción de sus comedias, el problema es que la forma como la desarrolla es a partir de unos episodios que supuestamente representan la colombianidad y el orgullo nacional: la selección, los reinados, las peleas en las fiestas, etc. Todo planteado en una estructura episódica que lo único que hace es hacer más esquemático y cliché cada uno de los capítulos.

El humor, como siempre, está basado en la mueca fácil, la burda caricatura, las actuaciones televisivas (con los mismos actores de la televisión) y las situaciones pretendidamente cómicas pero que solo alcanzan a ser un sainete que deja perplejo al espectador. Pero eso sí, seguramente este espectador perplejo será el que regularmente va a cine y conoce el buen humor que se ha hecho en el séptimo arte, porque ese espectador que va solo una o dos veces al año a cine, ese que cuando va y sabe que es una comedia está dispuesto a reírse con el primer hijueputazo, a ese seguramente le parecerá una película divertidísima, así mismo como le pareció El paseo, Ni te cases ni te embarques, La esquina y otros tantos adefesios del humor a la colombiana que han salido de la misma factoría.