La luz que imaginamos, de Payal Kapadia

Llueve para dos mujeres

Oswaldo Osorio

Uno esperaría de una película india que no fuera muy europea… salvo que la haya premiado un festival europeo. Y aunque esta se llevó el Gran Premio del Jurado en Cannes en 2024, de todas formas, esperaba que esto no fuera así. Pero parece que fue muy ingenuo de mi parte, porque, además, el jurado de ese año estaba presidido por la estadounidense Greta Gerwig, así que darle el premio a una película sobre mujeres y con la narrativa propia del cine de autor europeo o independiente gringo, parecía una decisión apenas obvia.

Ese es el problema de llegar con expectativas a ver una película, y en este caso lo que esperaba de La luz que imaginamos (All We Imagine as Light) era por doble partida: ver cine indio y apreciar un premio de prestigio en Cannes. No obstante, ni con lo uno ni con lo otro quedé conforme, pues insisto en que, por un lado, su narrativa se acerca más al cine de autor Occidente y, por otro, no me pareció la obra maestra de la que muchos hablaban. Lo extraño es que Payal Kapadia no tiene formación europea, por lo que necesariamente hay que introducir el debate sobre cineastas tercermundistas que, consciente o inconscientemente, hacen cine más para el espectador extranjero, especialmente el “festivalero” europeo, que para el de su propio país.

Ahora sí, hablando de la película, se trata de un relato donde no importa tanto un hilo argumental convencional como sí la cotidianidad de dos enfermeras y su problemática relación con los hombres, así como con las normas sociales que tienden a regular estas relaciones. Prabha, la mujer mayor, lidia con su soledad en tanto su esposo, que poco conoció, lleva un año viviendo en Alemania; mientras que Anu, la más joven, oculta su prohibido noviazgo con un musulmán. Son dos situaciones sin salida que condicionan las vidas y estados de ánimo de estas dos compañeras de vivienda y de trabajo.

Sin historia convencional, un relato de cotidianidad, personajes ordinarios y largos planos contemplativos, son conocidos gestos narrativos de un cine que vemos con frecuencia en otras latitudes y que, de todas formas, permiten dar cuenta de unos universos emocionales y espaciales que tienen fuerza y hasta son reveladores. En general, eso ocurre en esta película, el problema es que es tan reconocible la fórmula que poco es lo que sorprende, tanto en lo que nos quiere decir como en la forma en que lo dice, lo cual es reforzado por una música muy eficaz en cuanto a su belleza y emotividad, pero por completo ajena a esos personajes y a ese Mumbai siempre atiborrado, bullicioso y continuamente acompasado por la lluvia.

Hay que reconocer que el relato sabe jugar con el contraste entre las dos protagonistas, pues mientras Anu es vivaz y rebelde, Prabha es contenida y silenciosa, sin embargo, el conflicto de la primera es más obvio y recurrente en el cine de estas latitudes (amor prohibido por diferencia de religiones), mientras que el de la segunda resulta más sutil y lleno de calladas connotaciones, pues se trata de una mujer que reprime sus emociones porque está más alienada por los condicionamientos sociales, aun así, es un personaje con una noble y sensible humanidad que siempre le da calidez a esta historia.

No obstante, el problema con estos personajes y su desarrollo es que extraña un poco que este relato, aun siendo contado en este tiempo y escrito y dirigido por una mujer, sea solo una historia de mujeres, pero no tanto una película feminista, pues en su tratamiento y punto de vista ellas siguen siendo definidas por el mundo de los hombres. La cineasta nunca les da una alternativa ni vestigio de escapatoria alguna. A lo sumo, hacia el final, como un gesto de sororidad, hay una aceptación de la trasgresión social que está haciendo Anu por parte de las dos mujeres mayores. Y tal vez por eso lo mejor de la película es esa situación e imagen últimas antes de los créditos.

 

 

La semilla del fruto sagrado, de Mohammad Rasoulof

Así en la casa como en el país

Oswaldo Osorio

El cine iraní parece que solo lo hicieran expresidiarios. O al menos el que llega a nuestras carteleras, que suele ser el premiado y apoyado internacionalmente (léase Europa), casi siempre porque sus películas denuncian las injusticias y la represión del régimen. Así como Jafar Panahi, Ali Asgari y tantos otros, Rasoulof fue condenado a prisión por hacer películas que no hablan bien del estado de cosas en Irán. Pero con este nuevo título no escarmentó (como ninguno lo hace, afortunadamente) y repitió la dosis de denuncia y crítica, esta vez por la forma como son tratadas las mujeres en su país.

Un juez al servicio del Estado pierde su pistola de dotación y sospecha que alguna de sus dos hijas, o hasta su esposa, la tomaron para perjudicarlo. Esto sucede al mismo tiempo que en Teherán se presentan manifestaciones donde las mujeres, a pesar de las violentas represiones y múltiples encarcelamientos, protestan por las imposiciones del régimen, que empiezan por el uso obligatorio del hiyab y prohibiciones en su indumentaria. Pero claro, el velo sobre su cabeza solo es el símbolo de una condición subalterna y de constante amenaza en que viven las mujeres en ese país, y por extensión en el mundo islámico, así como la relación de las mujeres de esta familia con el juez resulta una clara expresión del funcionamiento del sistema.

El título y el epígrafe de la película hacen referencia a un árbol que crece sobre otros y termina estrangulándolos con sus raíces. La verdad, no sé bien si esta metáfora sugerida quiere hacer alusión a que las mujeres son estranguladas por el sistema o que estas, en su lucha actual, finalmente terminarán sofocando a aquel. Lo cierto es que habla claramente de un conflicto que parece de vida o muerte y en el que solo puede haber un sobreviviente, quien vencerá de forma violenta e inexorable.

En ese laboratorio de país que es la familia del juez, el conflicto comienza sugerido por un padre distante y al que se le debe guardar un respeto reverencial. Sus hijas son como de su propiedad, y por tanto, como tales, debe proteger y controlar. Pero con la desaparición de la pistola, la tensión se empieza a equiparar con la de las calles, donde los bandos están bien definidos y la violencia latente se torna real y, en últimas, fatal. Pero en este difícil trance doméstico lo que más llama la atención y es manejado por el guion con gran habilidad, es la construcción del personaje de la madre y las posiciones que asume ante esta crisis. Los demás personajes están claramente definidos, incluso arquetípicamente, pero la madre resume la complejidad del problema y de la situación de este país teocrático, donde hay dos posiciones extremas y ninguna posibilidad de un punto medio, de una conciliación, así que ella pendula entre ser la autoridad que debe mantener el orden, pero también la mujer que comprende la inequidad y represión en que viven sus hijas. Con una fluidez y credibilidad sorprendente, ella puede pasar de un bando al otro, aunque, inevitablemente, llegará el momento en que se verá obligada a definirse por fin.

Sin embargo, no todo es virtud y relevancia en esta película. Su gran debilidad es su incapacidad para concretar lo dicho, que en realidad siempre fue muy claro y definido, en menos tiempo. Es decir, fue innecesario esperar casi tres horas de metraje para entender lo que quería decir; y ni hablar de ese último segmento en el pueblo del juez, donde la sobriedad de la puesta en escena previa se desbarata con ese torpe juego del gato y el ratón en que él se trenza con “sus mujeres”, para finalmente terminar en un clímax de pantomima y aburridamente predecible. Claro, esto no opaca sus valores, pero sí hace la diferencia entre ser solo una película importante a ser una gran película.

Ese crimen es mío, de Francois Ozon

– “Yo lo maté…”   – “MeToo”

Oswaldo Osorio 

“La maté porque era mía” es una frase que comúnmente se dice citando un tango, que la verdad es que no existe, aunque sí fue el título en español que recibió una película del gran Patrice Leconte, que en realidad se llama Tango (1993) y donde no terminan matando a nadie. El caso es que es una de esas frases que, situada en un maledicente imaginario colectivo, es solo reflejo de una tradición patriarcal y machista de un dudoso sentido de dominio y posesión del hombre sobre la mujer. Esta película bien podría ser una respuesta a esa frase, diciendo algo así como “Lo maté porque no era mi dueño”.

Así de claro lo dijo también Leslie Gore en una desafiante canción pop de los años sesenta, titulada You don’t own me, y así mismo lo afirmaron las dos amigas y protagonistas de Ese crimen es mío (Mon Crime, 2023), cuando la una, la actriz, dijo que asesinó a un productor que quiso abusar de ella, y la otra, la abogada, la defendió ante la justicia y la opinión pública. Cuando esto pasa, el espectador inmediatamente se da cuenta de que está, más que ante una comedia, ante una farsa, donde, con un gran sentido de la ironía y un humor refinado, el relato pone en evidencia la inveterada desigualdad de género que ha existido en el mundo.

Muchas buenas películas cómicas comienzan con una gran mentira, mientras que el humor se desprende de los esfuerzos por ocultarla, por elaborar los remiendos de sus puntos débiles y por silenciar a quienes conocen la verdad. En ese sentido, esta también es una comedia de enredos, a la manera clásica, pero con algo de comedia de variedades, tanto por el oficio de la protagonista como por los suntuosos y animados escenarios de la París de 1935.

Pero en medio del glamur de la puesta en escena y la sofisticación de su narrativa llena de ingenio y rapidez, siempre está ese reproche histórico desde aquella época (y desde esta, claro) por el arrinconamiento de la condición femenina en la sociedad. Por eso esta historia se muestra altiva e irreverente, incluso descaradamente revanchista, al punto de parecer divertido que una mujer le corte el cuello a su esposo. Vimos que se lo merecía, y por esa risa burlona al saberlo no hubo culpa alguna, porque la moral en una farsa se trastoca, tanto la de los personajes como la del espectador, pues asesinar en esta película, más que ser un crimen, está en función de hacer una declaración.

Así que, aunque parezca una película ligera, la verdad es que es una pieza que viene envenenada y muy en sintonía con los alegatos y reivindicaciones del rol social de las mujeres en el mundo actual, y que han tomado mayor fuerza desde el Movimiento MeToo. Además, todo está empacado en una producción impecable en todos sus aspectos, como ya nos tiene acostumbrados –sobre todo cuando tiene buen presupuesto– el versátil Francois Ozon, un cineasta que no es la primera vez que se pone del lado de las causas femeninas, ya lo había hecho con películas como Bajo la arena (2000), 8 mujeres (2001), Swimming Pool (2003), Potiche: Mujeres al poder (2010) y Joven y bonita (2013).

 

Anna Christie, de Clarence Brown (1930)

Un pasado que pesa

Por: María Fernanda González García

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¿Amar o ser amado? Esa pregunta ha rondado en la mente de los humanos desde tiempos inmemoriales, y a esto se enfrenta nuestra hermosa Greta Garbo interpretando a la joven Anna Christie, a quien la vida no le ha pagado de la mejor manera y por lo que ella buscará alternativas para poder sobrevivir a su desgracia.

Una de esas soluciones es regresar al hogar paterno, del que fue separada desde pequeña. Su padre, George F. Marion interpretando a Chris Christofferson, la había dejado en una granja al cuidado de unos familiares, quienes, aprovechando su corta edad, abusaron de ella sin piedad. Luego, aparece un lapso que no es develado en la trama, pero conocemos casi al final que durante unos dos años trabajó en un prostíbulo para poder costear su vida. La enfermedad toca a su puerta y la recuperación la deja sin fuerzas, por lo que apresura su visita a su padre alcohólico, quien no niega los sentimientos de alegría y añoranza por volver a encontrarse con su hija.

Anna Christie trata de ocultar su pasado gris y, aunque no se siente del todo cómoda, haya la manera de convivir con su padre en un navío, este hombre la trata aún como una pequeña y le insiste en que sería una desgracia si ella se casara con un marinero, debido a la mala experiencia que él tuvo con su madre. Nuestra protagonista hace oídos sordos cuando, en una noche al rescatar tres marineros de un naufragio, entre ellos conoce a Charles Bickford interpretando a Matt Burke el cual se enamora torpemente de ella.

El par de enamorados viven su idilio de mar sin importar que el padre de la joven se niegue rotundamente a la relación, y sigue insistiendo en la separación de estos por el bien de su hija. Las cosas se ponen tensas cuando Matt le propone matrimonio a Anna creyendo que ella es una señorita de “bien”, desde allí el temor y el dolor se manifiestan en el hermoso rostro de la muchacha. El final de esta obra es un poco tosco, pero no niego la caracterización de Garbo, quien a pesar de contar con un porte elegante logra transmitir la preocupación y desgracia de una mujer marginada.

Admiro la fuerza de su discurso cuando decide abandonar a su novio. Una mujer decidida a lanzarse al abismo de la verdad oculta, que sin escatimar su sinceridad, se enfrenta con valor a la negación de su padre y la rudeza de su prometido. Anna Christie es el reflejo de muchas mujeres sobrevivientes de la prostitución quienes buscan una segunda oportunidad.

 

 

Mujeres en la acción

O intrusas en un cine de hombres 

Oswaldo Osorio

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El cine de acción es el último gran género de la industria de cine. En principio, la acción (peleas, tiroteos, explosiones, persecuciones…) era apenas un recurso para otros géneros cinematográficos, como el de aventuras, la ciencia ficción, el thriller o el western. Desde mediados de los años ochenta, con el inicio de las sagas de Terminator (1984), Rambo (1985) y Duro de matar (1988), se establece el esquema que en adelante repetirían las demás cintas, donde la principal característica es que la acción es un fin y no un medio.

Como históricamente ha ocurrido en el cine, el de acción ha sido dominado por los hombres, y no solo porque lo han hecho y protagonizado, sino también porque la construcción del relato y los personajes es casi siempre desde su punto de vista. El rol de la mujer (no solo en este tipo de películas sino en el cine en general) siempre fue el de damisela en apuros, objeto del deseo o, cuando más, mujer fatal o apoyo del héroe. Aunque es cierto que podían estar al frente en películas de otros géneros que involucraban la acción, como Pam Grier en el cine blaxploitation, Sigourney Weaver en la ciencia ficción, Cynthia Rothrock en las artes marciales o Katheen Turner en el de aventuras.

Podría pensarse que eso ha cambiado en las últimas dos décadas, y en especial en años recientes con las sagas de súper héroes, pero antes de sacar alegres cuentas reivindicadoras o de triunfo del empoderamiento femenino, hay que decir que el cambio se limita a una participación limitada, donde sigue siendo proporcionalmente más bajo el número de películas de acción protagonizadas por mujeres. Incluso es una proporción que puede medirse con una saga como la de Rápido y furioso (2001 – 2019), que tiene cada vez más mujeres, pero están en menor número que los hombres y con menos participación en la trama que sus colegas.

Es probable decir que el cambio se empieza a dar a mediados de los noventa con una Gena Davies protagonizando La pirata (1995) y El beso de las buenas noches (1996); y luego, unos años después, con Mila Jovovich y Kate Beckinsale dándole vida a las heroínas de las sagas Resident Evil (2002 – 2017) e Inframundo (2003 – 2016), respectivamente. También se destacan Angelina Jolie, Michelle Yeoh y Zoe Saldaña por protagonizar distintos títulos desde entonces. Aunque la gran pregunta en esta inclusión de ellas en el género es si son verdaderas heroínas en películas de acción, o simplemente mujeres desempeñando el rol de los hombres dentro de los esquemas del género. En general, parece no haber diferencia en términos de habilidades, grado de violencia o personalidad, y eventualmente se aprovecha la explotación de aspectos que se relacionan con su condición femenina, como el sentido maternal o su poder de seducción, pero suelen tomarse, justamente, desde los estereotipos y prejuicios de la visión masculina, el primero como una debilidad y el segundo como objetualización de la mujer.

La excusa para hablar de este tema es el estreno en Netflix de La vieja guardia, filme protagonizado por Charlize Theron, quien parece haber hecho un viaje a la inversa en relación con el género, pues (salvo por Aeon Flux, 2005) es en sus años de madurez cuando se ha convertido en actriz de acción, luego de su Furiosa interpretación en Mad Max: Furia en el camino (2015). Se trata de una película que puede despertar cierto interés por la combinación entre historia de inmortales con cine de mercenarios. Aun así, tiene las mismas limitaciones del género, esto es, que asuntos esenciales como la originalidad de la trama, la solidez del relato o la construcción de personajes, están siempre supeditados a la ostentación y primacía de la acción, no importa si el protagonista es hombre o mujer.

Publicado el 3 de agosto de 2020 en el periódico El Colombiano de Medellín.