El libro de las soluciones, de Michel Gondry

De las manías del genio

Oswaldo Osorio

“Ningún genio fue grande sin un toque de locura”, cita Rosa Montero a Séneca, en su libro El peligro de estar cuerda, para empezar a desarrollar su larga reflexión sobre la relación entre la creatividad y las rarezas y manías de los seres humanos. El genio (y loco) audiovisual que es, sin ningún atisbo de duda, Michel Gondry, es puesto en escena por él mismo en esta película, sin que podamos saber (aunque tampoco importe mucho) qué tanto del ingenioso director francés hay en ella.

Además de sus posibles manías, el relato fue construido también a partir de un hecho que realmente le ocurrió al cineasta en 2012, cuando tuvo que escaparse con su película Mood Indigo, luego del riesgo que corría de que se la apropiaran sus productores. Así que es posible ver en esta pieza una versión de “genio trabajando”, pues en ella se pueden reconocer muchos de los procedimientos y gestos creativos que tanto nos fascinan y sorprenden de películas suyas como Eterno resplandor de una mente sin recuerdos (2004), La ciencia del sueño (2006) y Be Kind Rewind (2008), o de los videos musicales que creó para The Rolling Stones, The White Stripes, Björk, Radiohead, Chemical Brothers y tantos otros.

Tal vez su naturaleza autobiográfica lo hace un título diferente a los anteriores. Es como si esta vez estuviera haciendo una película más para él mismo que para los demás: el cine como catarsis o como auto terapia, podría pensarse… Aunque también como reproche (o venganza) contra los productores que limitan a los creadores y contra los colegas traidores que terminan caminado tras el dinero (y a quienes puede matar en la ficción).

El caso es que es fácil ver a Michel Gondry en Marc Becker (¿Homenaje, tal vez, al querido cineasta francés de los años cincuenta, Jacques Becker?). Pero el asunto es que igual quienes le rodean como los espectadores tenemos que lidiar tanto con el genio como con el maniático, cuyos peores defectos son los de egocéntrico y tirano. Por eso la sensación al ver esta película es un constante estado de contradicción, pues encanta y repele al mismo tiempo. Encanta porque podemos ver a ese genio en acción, con su entusiasmo arrollador, sus ideas brillantes (las gafas de hojas) o divertidas (el camiontaje) o disparatadas (el documental sobre una hormiga), así como por su humor inteligente y esos recursos visuales y de puesta en escena que, como una muñeca rusa (y como el afiche), la película mete dentro de otra película y (a veces) dentro de otra película. Es la mente de Gondry trabajando a distintos niveles.

Sin embargo, también repele porque puede llegar a ser un individuo insoportable y con quien poca empatía se logra tener. Es un torbellino de aceleres y arrebatos, de crisis y caprichosas pataletas con las que todos tienen que ver y cuyo único antídoto parece ser su querida tía –de quien en 2009 hizo un documental titulado La espina en el corazón–. No obstante, todo ese comportamiento errático y grosero es matizado por dos cosas: por un lado, haber abandonado su medicación, y por otro, la manera paciente y comprensiva con que los demás lo soportan y lo quieren, lo cual puede ser reflejo de la verdadera persona que es, y aquí podemos estar hablando de Marc o de Gondry.

El libro de las soluciones (Le Livre des solutions, 2024), para quienes somos admiradores de este creador, es un acontecimiento, pues sus películas son muy espaciadas en el tiempo. Y aunque esta no alcanza a maravillar como otros de sus trabajos, efectivamente está construida con la misma materia prima: personajes que ven el mundo de manera distinta y se enfrentan a él con cierta ingenuidad y creatividad, historias juguetonas y refrescantes, una tremenda inventiva visual y un espíritu siempre inquieto y reflexivo sobre la existencia y las pequeñas cosas que pueden conducir al bienestar o la felicidad.

 

Babylon, de Damien Chazelle

La gran ramera

Oswaldo Osorio

Esta película puede ser fascinante para un cinéfilo afecto a la mitología temprana del cine de Hollywood, pero también puede resultar extravagante, larga e insoportable para espectadores más desprevenidos o que disfrutaron del amorío melifluo y trillado de La La Land, dirigida por el mismo Chazelle. Y es que esta audaz y desinhibida obra es de esas que divide al público en dos, entre amores y odios. Este texto pertenece al primer grupo, el del cinéfilo que disfrutó su historia y excesos.

Es posible que el título haga alusión a Hollywood Babylon, aquel polémico libro del cineasta vanguardista Kenneth Anger, publicado en 1965, en el que relató la crónica roja y los escándalos de la Meca del cine desde sus inicios hasta mitad de siglo. Aunque la famosa ciudad mesopotámica fue centro de poder, cultura y progreso, fue por la nefasta herencia de la Biblia que solo trascendió a nuestros tiempos su remoquete de “La gran ramera”, una ciudad de lascivia y vicios. Su equivalente en el siglo XX fue Hollywood, en especial entre los años veinte y principios de los treinta, hasta cuando llegó aquel tristemente célebre código de autocensura, impuesto por el puritanismo de Hays, y terminó la fiesta de sexo, alcohol, drogas y elefantes.

Ese es el contexto social y moral de esta película. Pero todavía falta el cinematográfico, que tal vez sea el más apasionante de la abundante y accidentada historia del séptimo arte. Porque este periodo es, justamente, el de las luchas del cine por consolidarse como una industria y por ser reconocido como un arte. Es cuando hacer cine parecía como estar jugándose la vida en el salvaje oeste y, al mismo tiempo, aparecer en él era signo de fama y glamur. También fue la época en la que se posicionó el concepto de Sistema de estrellas (la base de la industria), se establecieron los grandes estudios y se dio el salto al cine sonoro. Después de esta turbulenta era, el cine de Hollywood se estabilizaría durante décadas.

Así que la primera decisión acertada de Damien Chazelle fue elegir este periodo para contar su historia. La otra fue escoger a sus cuatro personajes, en especial al del actor consagrado que empieza a ver su declive (Brad Pitt) y al de la joven vulgar que rápidamente se convierte en una estrella (Margot Robbie). Los otros dos son un trompetista negro, quien es una obvia alusión a Louis Armstrong y a la incursión del jazz en la banda sonora del cine; y un joven mexicano que, a fuerza de disciplina e inteligencia, comienza una prometedora carrera como productor.

Aunque el productor parece el protagonista, en realidad su función principal es ser el hilo conductor del relato y la excusa de la cámara para mirar a un lado y otro. Con él empieza la historia cuando el cine está cuesta arriba y bajo la mierda de un elefante, y con él termina cuando el cine es el principal mito del siglo XX. En medio de eso hay un universo de alboroto y trepidancia en el que son reconocibles innumerables referentes del periodo, ya sea como caricatura u homenaje: la muerte de una joven enfiestada con Roscoe “Fatty” Arbuckle, el despiadado chismorreo de la columnista Louella Parsons, el aura de poder del productor Irving Thalberg, el arquetipo de galán de Valentino, la forma de dirigir de Erich von Stroheim, la presencia de Alice Guy-Blaché tras la cámara y, entre muchos otros, las circunstancias de la llegada del cine parlante.

Este último evento es central en todo el relato y con él las muchas alusiones a Cantando bajo la lluvia, ese clásico de 1952 que ubica su historia en esa transición tecnológica y narrativa del cine. Chazelle, con un evidente amor y respeto por el filme de Gene Kelly y Stanley Donen, no solo recrea escenas, personajes y diálogos, sino que incluso reproduce apartes de él al final. Es un bello y coherente homenaje que emociona a cualquiera que tenga claro que ese es el mejor musical de la historia del cine.

Bueno, va mucho texto y todavía no he hablado de personajes o ideas más puntuales distintas al cine y su contexto en esta época. Pero es que esto es el verdadero centro del relato, aun los personajes de Pitt y Robbie, por más fuerza y colorido que tengan, son también un vehículo para reflejar asuntos más grandes que ellos, ya sea la cruel e indolente práctica de la industria de desechar, luego de sus quince minutos de fama, a quienes son su recurso más valioso, las estrellas; o tal vez ejerciendo el poder opuesto, al demostrar su facilidad para crear de manera inmediata, con ese mismo polvo de estrellas, a una famosa diva sin que se le note el pantano que trae en los pies.

Con todo y esto, es una película que prácticamente no cuenta con un argumento, no uno convencional. Es cierto que el personaje del productor jalona el relato, que dicho relato alternadamente pega en las bandas del galán y la diva, que eventualmente visita al trompetista, pero a toda la narración le interesa menos el avance de una trama que ir dando luz a ese gran fresco del cine, dicha ciudad y esa época, lo cual hace a partir de una seguidilla de escenas, ya sean pequeñas y de humor fácil (como la de la pelea con la serpiente), o disparadas y megalómanas (como la de la fiesta o de la mina), o incluso profundas y perfectamente escritas (como el encuentro entre la columnista y el galán).

Es cierto que tal vez se alarga un poco y hacia el final las cosas se salen de toda cordura, pero a esas alturas, y de acuerdo con el código propuesto desde el principio, cualquier cosa era válida o podía suceder, incluso ese directo flirteo con el cine experimental a manera de bombardeo visual del final, con el cual de nuevo quedó claro que la premisa de esta película era el cine mismo, su amor y pasión por las imágenes y la locura y fascinación por un periodo que nunca se volverá a repetir.

Vigilando a Jean Seberg, de Benedict Andrews

La actriz y las fuerzas del mal

Oswaldo Osorio

seberg

Para la cinefilia esta actriz estadounidense es un ícono de la Nueva Ola Francesa por su participación en Sin aliento (Godard), para quienes la conocieron fue una actriz inteligente que no se limitó a ser el monigote de los directores y para Hollywood fue solo una estrella menor y fugaz. Es probable que la industria de nuevo se interese en ella para aprovechar la corrección política de hacer algo conectado con el movimiento Black Lives Matters, que está en su cuarto de hora.

Ese oportunismo se debe a que esta joven blanca de Iowa, a finales de los años sesenta, fue simpatizante (y contribuyente) de los movimientos por los derechos civiles de los afroamericanos (entre ellos, las Panteras negras). Por esta razón, el FBI le hizo un minucioso seguimiento y una incisiva y sucia persecución. Este biopic se ocupa de ese periodo y lo hace con la irregularidad de quien parece comprender honestamente el espíritu de esta mujer, pero que también quiere sacarle provecho sin ningún escrúpulo a su historia.

De manera que la película es capaz de poner en contexto a su personaje y dar cuenta de la diferencia con sus demás colegas. Al igual que Jane Fonda, pero sin pertenecer a la realeza de Hollywood, la Seberg se casó con un francés e hizo cine en aquel país, y también trató de utilizar su fama como plataforma para apoyar causas políticas y sociales en las que creía. Toda una serie de elementos que dimensionan su personalidad y que dieron para desarrollar un personaje complejo y con múltiples matices que, sin duda, resultan atractivos para el público y dieron para el lucimiento de Kristen Steward, muchas veces vapuleada injustamente por su supuesta inexpresividad interpretativa.

Por otro lado, está el “malo de la película”, “ellos”, el gobierno reaccionario, representado en el FBI. Sin ninguna sutileza, la película los dibuja como unos villanos autoritarios, machistas, racistas y mezquinos, que hasta patean perritos. El guion trata de matizar este maniqueísmo creando a un agente con una ética diferente, la voz de la conciencia de una sorda y poderosa institución a la que no le importan los derechos de los ciudadanos en su misión de salvaguardar la seguridad nacional.

Pero este personaje intermedio, si bien es eficaz como un segundo punto de vista en el relato, no funciona para librar a la película de su esquematismo en la confrontación entre las dos fuerzas en tensión: la actriz y el FBI. De hecho, su participación, en últimas, resulta lo más denostable de todo el relato, con esa decisión que toma al final frente al conflicto. Esa escena en el bar es complaciente con el espectador y condescendiente con los personajes, un gesto argumental para que todo mundo quede contento y, de paso, para tratar de pagar, de una forma muy ingenua, la deuda histórica que tiene Estados Unidos con esta actriz.

Así que se trata de una película en la que se sorben tanto buenos tragos como desagradables, porque es un relato que, como biopic, alcanza a sintonizarnos con un ser tan libre como atormentado, muchas veces tratado con sensibilidad y sutileza; pero que, por otro lado, se incrusta en un esquema que explota el sensacionalismo que se puede desprender del personaje y su lucha contra perversas y superiores fuerzas.

Dolor y gloria, de Almodóvar

Recapitulación de vida

Oswaldo Osorio

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Almodóvar (ya no necesita el nombre) siempre ha sido sincero con su cine, pero en esta película hace de esa sinceridad la esencia de su propuesta. Luego de más de una década de balbuceos y salidas en falso con sus historias vuelve a mostrar su talento y corazón de la mano de una película autobiográfica, en la cual recapitula algunos momentos, sensaciones y personajes de su vida para crear un relato sólido, emotivo y lleno de guiños para quienes conocen su vida y obra.

De nuevo se trata de la historia de un director de cine, pero en esta ocasión es más él que cualquier otra alusión de ficción que haya hecho a su oficio antes. Se trata de un director envejecido y achacoso, anegado en una crisis creativa que lo lleva a devolverse al pasado y casi a caer en las fauces de la adicción. Su primera pasión, su primer amor verdadero y su madre son los motivos que mueven este argumento y sus emociones, que las hay muchas y bella y sutilmente desarrolladas.

Con un melodrama depurado por la experiencia y su dedicación a pensar y expresar las emociones y sentimientos, Almodóvar recurre, como pocas veces lo ha hecho, a una historia de hombres, sobre todo de uno, que parece él mismo, una autoficción, como le reprocha su madre en la película (y seguramente alguna vez en la vida real). Por eso esta historia tiene una conexión directa con, justamente, su última mejor película: Volver (2006), en la que desatiende los reclamos de su madre y habla de ella y un poco de su infancia, como lo hace aquí también.

Entre la historia de un director achacoso y un niño vivaz y precoz va dando saltos el relato, por lo que en algún momento parece una inconexa relación de eventos aotobiográficos, pero paulatinamente el leitmotiv emocional va tomando forma hasta quedar perfectamente redondeado hacia el final. Porque, en retrospectiva, se evidencia un universo cruzado por los mismos sentimientos dirigidos a distintos momentos y personajes, todo ello recalando en ese oficio de contador de historias, ya en un espontáneo relato, un guion o una película.

El Almodóvar que se puede ver aquí es uno que ya ha sabido tomar distancia de sus excesos y delirios, de sus facilismos dramatúrgicos y temas provocadores. Este Almodóvar parece ser ese viejo achacoso que se ve al final de esta película y que por fin decide romper con el vacío creativo que lo había aquejado. Entonces el personaje y el autor se funden en una película (como lo sugiere la imagen que acompaña este texto) llena de momentos emotivos y conmovedores, constituida por episodios que parecen ir a la deriva en una rememoración fílmica autobiográfica, pero que finalmente resultan ser un universo emocional orgánico y lleno de sentidos.

Y así es como el miedo de ver a un admirado director envejecido desaparece, y nace la esperanza de que estamos ante un nuevo envión creativo de uno de los autores más importantes y entrañables de nuestro tiempo.

 

El cuento de las comadrejas, de Juan José Campanella

Del cine, la vejez y la muerte

Oswaldo Osorio

comadrejas

Las comedias negras siempre se agradecen, sobre todo en estos tiempos de corrección política en el cine comercial, porque sí, este director argentino, con todo su oficio y talento, en sus últimas películas (El secreto de sus ojos, Metegol) ha buscado el beneplácito del público, aunque sin hacer grandes concesiones, al contrario, ha logrado piezas con un buen equilibrio entre el cine de entretenimiento y un cine con muchas virtudes cinematográficas. Y no es que esto sea incompatible, pero sí suele ser difícil de conciliar.

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Barbara, de Mathieu Amalric

En la piel de una diva

Oswaldo Osorio

barbara

En esta película una actriz, Jeanne Balibar, interpreta a dos mujeres, a una célebre cantante francesa de los años sesenta y setenta, Barbara, y a una actriz quien, a su vez, encarna a la cantante en una película para un obsesionado director. Es el arte de la creación dentro de una creación, un relato provisto de sutiles capas que el espectador debe identificar y, si esa es su forma de ver el cine, adivinar los pasajes en que una simulación se transforma en la otra. Continuar leyendo