Un completo desconocido, de James Mangold

No apta para fans (crítica y playlist)

Oswaldo Osorio

La recepción de los biopics sobre músicos puede estar dividida en dos grandes grupos: quienes poco o nada conocen de ellos y quienes son fanáticos o expertos. Para los primeros, casi cualquier película realizada decentemente, por lo general, resulta informativa, entretenida y hasta reveladora; mientras que los segundos quisieran ver o conocer algo más de lo que ya mucho saben, algo así como un punto de vista diferente o que logre desentrañar el misterio de su arte y, con eso, contribuir a ampliar o profundizar ese gusto ya adquirido.

En este caso, me tocó pertenecer al segundo grupo, al punto de, como anticipación a este estreno, repetirme un par de documentales sobre Bob Dylan y repasar una buena tanda de sus casi cincuenta álbumes. Por eso, ver esta película, que se ocupa de los años más conocidos del músico, de esos años definitivos en que contribuyó a cambiar la música, fue como dar un paseo por el vecindario de siempre con la esperanza de, eventualmente, ver al menos asomarse por alguna ventana a alguien nuevo. Casi nadie se asomó.

La película empieza con la visita a su ídolo Woody Guthrie y termina con la histórica “electrificación” de su música en el Festival de Newport, es decir, sin duda los dos momentos más conocidos de la vida de Dylan (no cuenta el Nobel de literatura, porque ni fue). En medio está su relación con dos mujeres, entre ellas Joan Baez, y su llegada al estrellato. Entonces, como materia prima argumental es, para el conocedor, harto obvia y tal vez tediosa, pero para el no iniciado, resulta ser la historia de éxito que probablemente también siempre ha visto con otros músicos. No obstante, el arte y la personalidad de Bob Dylan son tan fuertes, así como los relatos de triunfo tan infalibles, que termina siendo una película entretenida, para cualquiera de los dos tipos de espectadores, porque en ella todo está concebido con inteligencia y equilibrio.

El buen oficio de James Mangold hizo esto posible, porque es un director que en sus inicios parecía un prometedor autor del cine estadounidense, con cintas como Heavy (1995) y Copland (1997), pero que luego terminó dirigiendo los productos más disímiles, desde comedias románticas y westerns hasta películas sobre carros de carreras. Aunque realizó también Walk the Line (2005), el celebrado biopic sobre Johnny Cash, el cual seguramente contribuyó a que este nuevo proyecto musical fuera tan bien concebido y recibido.

La prueba de que se trata de una película calculada para el gran público y no tanto un relato auténticamente interesado por elaborar un retrato del músico que no fuera obvio y reiterado, es que su columna vertebral es la relación con las dos mujeres, lo cual le da emoción a la historia e intensidad dramática, pero a costa de excluir asuntos más significativos de este hombre como artista, así como el gran impacto que tuvo en su tiempo y la lectura que sus letras hicieron de la sociedad de entonces.

De manera que esta película es como la versión telenovelada y glamurosa de un circunspecto hombre que poco tuvo de galán y que fue uno de los principales puntales de la contra cultura en Estados Unidos. Que Timothée Chalamet, la estrella de cine y de las alfombras rojas del momento, lo haya encarnado, sustenta tal aseveración, aunque es necesario reconocer el convincente trabajo que hizo, ya sea proyectando la figura del artista como interpretando su música, tanto con su voz como con los instrumentos.

Así que, para el espectador que no es cercano al viejo Bob Dylan, tiene en esta película su versión más joven y exitosa, entonces seguramente  se la pasará de maravilla viéndola y, por qué no, aquel gane un nuevo y ferviente seguidor; si es un cultor entregado, tal vez lo mejor sea revisitar I’m Not There (Todd Haynes, 2007), esa atípica y sorprendente película en que se cuenta la historia de vida del músico (más completa, compleja y poética) utilizando a seis actores distintos (Cate Blanchett incluida); o también volver a escuchar sus mejores canciones… que no las buenas de siempre, sino otras como: I Want You, One More Cup of Coffee, Make You Feel My Love, Man Gave Names to All the Animals, Lay Lady Lay, Not Dark Yet, The Killed Him, Love Sick…

Rebelión, de José Luis Rugeles

La vida como un cuarto sucio y desordenado

Oswaldo Osorio

Siempre se ha dicho que la salsa es el rock de los latinos. Esto en cuanto su actitud, descarga y pasiones desbordadas. Entonces, guardadas las proporciones, los rock stars latinos son los salseros, con todos sus excesos, ímpetu y vocación autodestructiva. Lo pudimos ver, por ejemplo, con El cantante (Leon Ichaso, 2006), el biopic sobre Héctor Lavoe, y ahora este tópico lo retoma esta historia sobre Joe Arroyo. Aunque decirle historia no es exacto, porque poco argumento hay en ella, pero esa es, justamente, su principal virtud, la de ser una película que va más allá de una historia de vida, porque prefiere ahondar en el espíritu y personalidad de lo que nos propone como un atormentado genio de la música.

Rugeles ya le había dado dos buenas películas al cine colombiano, García (2010) y Alias María (2015), muy distintas entre sí, como lo es esta última comparada con ellas. Pero en las tres mantiene su compromiso con un cine personal y sin concesiones, y con Rebelión (2022) se arriesga aún más, pues toma a un ídolo musical tan querido y conocido en el país y lo aborda desde su faceta más oscura y menos popular. Aquí no está presente esa historia de éxito, fama y del origen de canciones queridísimas por los colombianos y salsómanos del mundo. Para eso está la televisión nacional, diría su director y guionista. Una decisión narrativa que fue más para bien que para mal.

Lo que hace Rugeles es juntar a todas sus mujeres en una sola y su hábitat durante décadas lo sintetiza en unos cuantos cuartos de hotel. Entre la una y los otros, y con la música de por medio, el relato construye un universo sucio y sombrío, cargado de drama, energía creadora y desesperación. Los dos principales recursos que usa para esto es, por un lado, la presencia del actor Jhon Narváez en cada una de las escenas de la película, quien apela a una riqueza de rangos interpretativos que van desde la angustia existencial y el tormento emocional hasta el afloramiento del genio y el éxtasis creativo; de otro lado, está la dirección de arte, que envuelve esos comportamientos y estados de ánimo en unos ambientes caóticos y decadentes, incluso hasta niveles no realistas, o tal vez metafóricos, como aquel derruido lugar donde graban, precisamente, La rebelión.

Solo hay un par de personajes que aparecen en medio de ese delirio y desasosiego: Mary, esa mujer que puede ser cualquiera de sus amores, y su manejador, una suerte de punto medio entre alcahuete y Pepe Grillo, cuya principal función es que el relato no sea un soliloquio, es decir, más que un personaje real o convencional parece una estrategia del guion para propiciar ciertos diálogos y revelar sentimientos y actitudes del Joe, así como para hacer posible algunas situaciones. Entra y sale de escena para lograr su cometido dramatúrgico o el suministro de información necesaria, que no es mucha, porque no se trata de un biopic de trivias. Es un personaje que refuerza el carácter alegórico y conceptual del relato, que prefiere la experiencia sensorial y emotiva, así como la elaboración de ideas en torno al músico y su vida antes que la trillada historia del cantante que transita, en clave de relato aristotélico y de viaje del héroe, esa conocida senda de amores, éxitos y demonios personales.

 

Priscilla, de Sofia Coppola

La concubina de Elvis

Oswaldo Osorio

Esta película parece la biografía de otro por reflejo de la supuesta protagonista de la historia. Es cierto que Priscilla Ann Beaulieu solo tiene relevancia histórica y como personaje por haberse casado con el Rey del rock and roll, Elvis Presley, pero es muy cuestionable que la película lo haya hecho tan evidente, más todavía tratándose de una obra de Sofia Coppola, una cineasta que sabe lo que es tener el apellido de otro más famoso y cuyas películas han tratado de saberse situar y comprender el universo femenino.

Solo hay una cortísima escena (con el profesor de artes marciales) en que habla de algo y está en un entorno que no tiene que ver con Elvis, por lo demás, si bien aparece casi todo el tiempo en pantalla, es siempre con Elvis o está en función de él. Extraña más todavía cuando la misma Priscilla Presley es productora ejecutiva y el guion está basado en su autobiografía. Cabe preguntarse, entonces: ¿Así es como se veía y aún se ve ella en esa relación? ¿Como la víctima de un acuerdo marital tremendamente desventajoso e insatisfactorio?

Pero Sofia Coppola parece que estuvo de acuerdo con esto y se limita a dar cuenta de esos años en que, primero, Priscilla parecía en pajarito en cautiverio; luego, el juguete de un niño caprichoso; y después, de nuevo un pajarito, pero esta vez triste y frustrado. Por eso sorprende que no haya asomo alguno de mirarla por fuera de la relación, incluso la película termina con la separación, lo cual es prueba de que, a ellas, directora y personaje, solo les interesaba contar la historia de la concubina.

Siendo maledicentes, podría pensarse que lo mejor de esta película es la manera como sirve de complemento al reciente biopic de Elvis hecho por Baz Luhrmann (2022), pues el director australiano no pudo evitar hacer un retrato apasionado y amoroso de alguien que, sin duda, admira, por lo que dejó por fuera muchos de sus rasgos más oscuros y menos admirables, en especial cuando de Priscilla se trataba. Pero estas facetas adversas las conocemos de manera descarnada y sin simpatía alguna por cuenta de la Coppola. Claro, todo esto sirve para tener siempre presente lo que hace el cine con las biografías (y en general con la Historia), que las ajusta a los puntos de vista o intereses particulares, así como también hace concesiones, ocultamientos o invenciones por efectos argumentales y dramáticos, por lo cual nunca hay que tomar una película como la versión oficial sobre un personaje o un hecho histórico.

En el otro biopic femenino que Coppola hizo de la esposa de alguien, María Antonieta (2006), supo concentrarse en ella y construirle un universo visual y emocional muy singular, afectivo incluso, aunque sin dejar de ser crítico. Pero en Priscilla, salvo por el cuidado y la belleza de muchas imágenes –lo cual solo demuestra que es una hábil artesana con el cine– no hay esa emoción por el personaje, ni siquiera compasión, solo lo lleva con su neutral relato del principio al final. Tampoco la música, que siempre sobresale en sus películas, tiene aquí un especial papel, y eso que apenas sería lógico por sus personajes y contexto.        

A pesar de todo, no es una mala película, ni aburre, pero la exigencia aquí es con una directora con la que, por momentos, se cae en la tentación de considerarla una autora, pero que, con títulos como este, se desiste de la idea. También la exigencia es con un tema y un personaje con el que pudo haber dicho algo más en consecuencia con esta época, en la que las relaciones de poder entre hombres y mujeres se está poniendo en cuestión, y hasta revirtiendo, más si se trata de la película de una cineasta mujer con un personaje femenino.

María Callas, de Pablo Larraín

Los últimos días de una diva

Oswaldo Osorio

Y Pablo Larraín lo hizo de nuevo: El biopic de una prima donna que se sale de las convenciones de las biografías cinematográficas y que se esmera en trascender hasta su esencia, como diva y como mujer, sin importarle mucho la sucesión de acontecimientos destacados de su vida. Bueno, las otras dos no pertenecían a la ópera, pero sí fueron primeras damas: Jacqueline Kennedy en Jackie (2016) y Lady D en Spencer (2021), cerrando así su trilogía de mujeres icónicas del siglo XX.

Sorprende cómo el mismo director que realizó tan ásperas películas sobre la dictadura de su país (Tony Manero, Post Mortem, El Conde), tenga no solo el interés sino también la sensibilidad para abordar estos personajes y su mundo interior. Porque eso es lo que hace Larraín, tratar de comprender íntimamente a estas mujeres en sus circunstancias y en retrospectiva. Si bien con María Callas no estaba el peso de la política y del poder rodeándola y acosándola, había otros tipos de fuerzas que la atraían, la repelían o la condicionaban.

La principal fuerza, sin duda, era el público y lo que de ella se esperaba. O al menos eso es lo que decide enfatizar el relato del cineasta chileno, para lo cual usa como principal recurso abordar al personaje en su última semana de vida, y solo dando esporádicas miradas a algunos episodios de su historia, empezando por unos apoteósicos minutos iniciales en los que deja clara la magnitud del talento de la Callas, de su regia presencia en los fastuosos escenarios y hasta de la entrega con que Angelina Jolie la iba a interpretar en el resto del metraje.

El retrato que de la diva propone la película en esos últimos días es casi el de un ser muerto sin haber muerto. Así que elegante espectro de esta mujer deambula por la pantalla y por las calles de París sin más aliciente que el de esperar su fin. Por eso abandona su propio cuerpo, sin más alimento que los barbitúricos y repeliendo cualquier cuidado médico. Porque María hacía mucho había dejaado de existir, cuando su magnífica voz la convirtió en La Callas: “No existe vida fuera del escenario”, decía. De manera que sin voz no hay Callas. El relato insiste en esta pérdida y en sus consecuencias, haciendo de este sombrío estado de ánimo el tono general de la película. Todo esto la convierte en una historia sobre la muerte y la agonía, más en lo espiritual que en lo vital.

Pareciera también que es una historia sobre el delirio, pero es preferible ver sus largas conversaciones imaginarias con el joven periodista como un recurso narrativo, no tanto como un desequilibrio del personaje. Este recurso le permitió a Larraín y a su guionista, Steven Knight, profundizar –y también especular, por qué no– en las honduras emocionales de esta mujer y en su relación con su arte y con el mundo, destacándose especialmente en esta parte (aunque igual cubre toda la película) el ingenio y la agudeza de los diálogos, sobre todo en la manera como ella define las cosas de la vida y como lidia con las demás personas. Hay que añadir que ese falso delirio también le permitió al cineasta, desde la puesta en escena, crear esas bellas y enérgicas representaciones operáticas en las plazas y espacios públicos de París.

No es posible conocer cabalmente a una persona con una película, eso lo sabemos desde El ciudadano Kane, pero para un biopic, sin duda puede haber un mayor acercamiento con el “sistema Larraín”, el cual prefiere concentrarse en un periodo crucial o significativo del personaje y, desde allí, proyectar su vida y su espíritu. En consecuencia, me gustó conocer así a María Callas, a pesar de lo apesadumbrado del punto de vista elegido y de atestiguar los estertores de su sagrada voz. Porque su fama y sus momentos de éxito están descritos en Wikipedia, pero para tener acceso a lo velado y a lo intangible, bueno es confiar en la labor que hacen autores como Pablo Larraín.

Elvis, de Baz Luhrmann

El rey y su titiritero

Oswaldo Osorio

Parecía un biopic obvio, como tantos puede haber de rockeros en su dinámica (también obvia) de ascenso y caída… pero no, porque se trataba de una película de Baz Luhrmann, un director que casi nunca (salvo por Australia, tal vez) deja impasible a su público. Y efectivamente, la historia de Elvis Presley es aquí contada con el mismo ímpetu de la revolución que este joven de Memphis causó, hace más de medio siglo, no solo en Estados Unidos sino en toda la cultura popular de Occidente.

Este director australiano tiene otros títulos tan potentes como entrañables: Strictly Ballroom (1992), Romeo + Juliet (1996) y Moulin Rouge! (2001) son los más destacados. Su estilo destellante y vertiginoso, generalmente con una vistosa pero estilizada puesta en escena, ha sido motivo de acusaciones acerca de privilegiar la forma sobre el fondo, pero si bien es cierto que sus películas pueden deslumbrar visualmente, no hay descuido alguno en lo que quiere trasmitir y en la complejidad de la construcción de sus personajes. De hecho, es uno de esos directores en los que es posible estudiar la imbricada relación que tienen sus historias y temas con su estilo visual y narrativo.

Con Elvis (2022) Luhrmann debía tener cuidado, pues era un personaje y un contexto que daban para facilismos y lugares comunes. Tal vez por eso la primera gran decisión de su biopic fue el punto de vista, pues prefirió, no el del Rey del rock’n’roll, sino el de su manejador de siempre, el Coronel Parker, algo así como su padre putativo y su más inescrupuloso explotador. Interpretado por un siempre correcto Tom Hanks –con un maquillaje de esos que ganan premios de la Academia– este hombre es quien aporta el componente de ambigüedad a la historia, porque es dibujado con todo su carisma de hombre pragmático y sagaz en los negocios, pero al mismo tiempo, con un cinismo y poder de manipulación abiertamente desagradables, como su figura misma.

En contrapartida, resulta evidente la simpatía del director por su personaje central, a quien trata como el ícono histórico que es. De hecho, haberle dado ese protagonismo al punto de vista del Coronel permite ver siempre a Elvis como una víctima, tanto de las decisiones y manipulaciones de su manejador como de las circunstancias, las cuales son constantemente usadas como argumentos, en defensa de Elvis, por la voz en off del narrador, es decir, el Coronel Parker. Así que el abuso de drogas, lo mal padre y esposo, su paranoia, su pasión por las armas y hasta la degradación de su figura son apenas soslayadas por el relato o sugeridas por algún plano o corta escena.

Y es que a Baz Luhrmann, quien también escribió el guion junto a Craig Pearce, lo que le interesaba de la figura de Elvis en esta película era, claramente, ese don y conexión que tenía con la música. Aunque es bien sabido que el rock’n’roll no fue más que el “blanqueamiento” de la música negra, Luhrmann se asegura de que no haya duda en la historia que cuenta de que los sonidos negros hacían parte de la esencia del Rey, ya fuera por sus vivencias juveniles en los guetos, su amistad con B.B. King o su admiración por Mahalia Jackson.

Por eso, el sentimiento central a lo largo del relato es esa pasión por la música y lo que Elvis podía hacer con ella y despertar en las personas. Esa idea permanentemente está presente en los diálogos y en momentos estelares, como su primer concierto con un gran público, su presentación de navidad en televisión, el debut en Las Vegas o la última canción de la película, cuando por unos instantes el entregado Austin Butler deja de interpretar a Elvis Presley para ver en la pantalla al mismísimo Rey en imágenes de archivo.

La voz en off del Coronel, la pasión por la música, el inquietante contexto político y la vehemencia en la actuación de Butler son vertidos en la máquina estilística de Luhrmann a lo largo de más de dos horas y media de metraje. Una cámara en constante movimiento y un montaje raudo y voraz son la impronta de la narración en los primeros dos tercios, pero cuando ya se está al borde del agotamiento, disminuye el ritmo para andar al paso de un Elvis mayor, más reflexivo y por momentos abatido. Aun así, la película termina con el mismo ímpetu en lo que se refiere a mirar a su personaje y su relación con la música.

Se trata, entonces, de la película de un fanático sobre un ídolo que es casi un mito. Igualmente, es una carta de amor a la música y un juego estilístico que se mueve al compás del rock’n’roll y de la rebeldía juvenil. También es el arco de transformación de un tipo de música, de una sociedad y de un hombre que era su propio súper héroe y un rey para millones de personas.

La noche de la bestia, de Mauricio Leiva-Cock

…y el día más importante de nuestras vidas

Oswaldo Osorio

nochebestia

La pasión por la música y la amistad pueden ser lo único que salve la vida en los aciagos momentos de la adolescencia. Esos dos elementos son los ejes centrales de esta historia que relata aquel día en que Iron Maiden dio un concierto en Bogotá y dos jóvenes hicieron todo lo posible por estar en él. De esto resulta una película desenfadada y entrañable, llena de detalles que logran construir un universo donde la amistad, la familia, la ciudad y la música son protagonistas.

No se trata de una historia con temas habituales en el cine colombiano ni tampoco de un relato convencional. Son pocas las películas nacionales que hablan desde el punto de vista de los jóvenes, y menos cuando lo hacen desde su cotidianidad, tal vez un poco intrascendente y aburrida. Pero al centrar la mirada en ese día tan especial para ellos y en la intimidad de sus relaciones, hace que su historia cobre importancia, tanto dramática como en su capacidad de ser representativa de su generación.

En cuanto al relato, se trata del esquema de la aventura de un día, donde en principio todo gira en torno a su pasión por el metal y a ese objetivo supremo de estar en el concierto de “la mejor banda del mundo”. Por eso, gran parte de las acciones se resumen a un deambular por la ciudad mientras llega el momento tan esperado. De ahí que no haya una trama clásica y lo que capta la atención es la serie de episodios que viven los dos jóvenes ese día, y los hay de todo tipo: divertidos, dramáticos, reflexivos, conflictivos, patéticos y emotivos.

Aunque casi todo lo que dicen es metal por aquí y Maiden por allá, en medio se filtran constantemente los matices y contrastes de su amistad, así como la forma como lidian con sus problemas familiares y las carencias y ansiedades que se desprenden de ellos. Ya sea una madre melancólica y rezandera o un padre alcohólico, ellos tratan de lidiar con esto de distintas formas, tienen su música y el uno al otro, incluso hasta una suerte de padre sustituto para ambos, ese viejo metalero que siempre cuenta la misma historia.

Si bien la pareja de jóvenes siempre está en primer plano, en el segundo no faltan la ciudad de Bogotá, con toda la vistosidad de su arte urbano, que hace de coro griego visual junto con esos gráficos que constantemente rayan la pantalla; y también, por supuesto, está el metal, el de Iron Maiden, necesariamente, pero igualmente el de bandas colombianas como La Pestilencia, Agony, Masacre, Vein y Darkness. Ese permanente contrapunto visual y sonoro enriquecen tremendamente la película y le dan una identidad propia. Hay que resaltar también el uso de las imágenes de archivo que hacen alusión a aquel célebre concierto de 2008, con ellas se logra darle brío y legitimidad al relato.

Salvo por algunos pasajes en que la puesta en escena no es tan orgánica ni verosímil (como la atrapada del ladrón afuera del concierto o cuando los arresta la policía), en general la película sabe construir un universo con la fuerza y el carisma de un relato generacional, un relato divertido y con un encanto cómplice hacia estos queridos muchachos y su odisea de un día.

La Madre del Blues, de George C. Wolfe (2020)

Y uno y dos como lo manda Dios

Mario Fernando Castaño Díaz

pasted image 0

Ma Rainey, la llamada Madre del Blues llega con su banda a Chicago en el intenso verano de 1927 para grabar con la Paramount uno de sus discos que seguramente será un éxito más en su larga lista de aciertos musicales, llegando a ser una de las primeras cantantes de Blues en grabar canciones, una industria en la que se explotaba el talento de la raza negra para que las ganancias se fueran a los bolsillos de los más poderosos.

El sol agobia a blancos y negros por igual, pero hasta acá llega la indiscriminación, ya que esta es una época en la que la raza afroamericana buscaba mejores oportunidades de vida en el norte del país y encuentran una realidad adversa a la que imaginaban, personas que venían de una vida dura, descendientes de sus ancestros africanos que fueron sometidos por la esclavitud. Para Ma y para muchos que aman y sienten el Blues, esta música era una forma de mostrar al mundo su alma y su dolor por toda esa carga que significa ser de una raza diferente, algo que aún se siente, lamentablemente, con fuerza en Estados Unidos, y que de paso hace que esta historia no contraste con el presente.

Ma Rainey’s Bottom es el nombre original de esta cinta que está basada en la obra de teatro del mismo nombre estrenada en Broadway en 1984, y escrita por el aclamado dramaturgo August Wilson, quien es llamado también el Shakespeare Norteamericano, un hombre que siempre defendió a través de su arte los derechos de la comunidad afroamericana. Su obra es punto de referencia para los jóvenes actores de todo el mundo. En esta ocasión el grupo actoral no desentona para nada con sus protagonistas, la puesta en escena y el hecho de contar con pocas locaciones y monólogos extraordinarios con gran contenido, logra que la experiencia del espectador se traslade a las tablas.

La elección del director no pudo ser más acertada al dar con Chadwick Boseman, el tristemente fallecido actor que interpretó al personaje de Black Panther en la saga de Avengers de Marvel Studios. En sus inicios su talento fue apoyado económicamente de manera anónima por el famoso actor Denzel Washington, quien por cierto es el productor de la película en cuestión. El personaje de Levee, el trompetista de la banda interpretado por Boseman, es un soñador que quiere salir adelante por su propia cuenta. Su espíritu impulsivo, arrogante y desafiante generan un punto de conflicto con Ma y sus compañeros. Bowman desata toda su presencia en escena, interpretando un personaje complejo, fuerte, conflictivo y marcado por su trágico pasado con el hombre blanco. Él quiere imponer el sonido de su trompeta por encima de todo, incluso de Ma que es su jefe, prefiere hacer sus propias composiciones y aprovecharse de su éxito para tener el suyo propio, una interpretación que seguramente dejará una firme huella en la historia del cine y una idea de lo que este actor podría haber logrado.

Viola Davis es una mujer que cuenta ya con la triple corona de la actuación al poseer un Emmy, un Tony y un Oscar en su haber, y es ella, irreconocible por su acertado maquillaje y vestuario, quien interpreta magistralmente a Ma, un personaje de la vida real que se ganó su lugar y apodo a pulso logrando lo que se propuso por medio de su talento, presencia y actitud siempre firme y nada condescendiente con la raza blanca, teniendo muy claro que lo que de ella necesitan no es su persona si no su voz.

Esta es una película que ya ha logrado numerosos premios y está nominada a cinco Oscars de la Academia. Seguramente tendrá su merecido lugar en los futuros clásicos del cine, gracias a su puesta en escena, el vestuario, sus formidables actuaciones y el darnos una idea del cómo se grababa en la época sin recurrir a mezclas, dejando en directo toda la esencia del Blues, una maravillosa música en donde sus notas y letras nos cuentan su verdad, su alma y su crudo dolor. Todo este sentir lo resume Ma al afirmar con aplomo y sabiduría “no cantas para sentirte mejor, cantas para entender mejor la vida”.

 

Rocketman, de Dexter Fletcher

Solo quiero que me amen

Oswaldo Osorio

rocketman

“No es un biopic, es una fantasía musical”, dijo Taron Egerton, el actor que interpreta a Elton John en esta película sobre la vida del célebre cantante. Pero en realidad, se trata de las dos cosas, una biografía cinematográfica y un musical con las características de ese género caído en desuso hace décadas y solo revisitado eventualmente. Y es justo esta combinación lo que puede diferenciar a este filme de otros biopics que recurren una y otra vez a los mismos esquemas, que se quedan en el plano expositivo de los hechos y donde se echa de menos la creatividad.

Continuar leyendo

Guerra fría, de Pawel Pawlikowski

Porque el desamor conmueve

Oswaldo Osorio

guerrafria

Desde Abelardo y Eloísa, pasando por Romeo y Julieta, hasta llegar a Titanic, las historias de desamor siempre han vendido, pues resultan tan fascinantes y entrañables como las de amor. Tal vez sea ese masoquismo agazapado que tantos llevan dentro o la idealización romántica de los sinos trágicos, quién sabe. El caso es que de Polonia llega esta otra historia de desamor, acompañada del nombre de un director que ya cuenta con algún prestigio, melancolizada aún más con una bella banda sonora y con el tufillo “indi” que le da el ser de época, cuadrada en su formato y con un acabado en blanco y negro. Continuar leyendo

Barbara, de Mathieu Amalric

En la piel de una diva

Oswaldo Osorio

barbara

En esta película una actriz, Jeanne Balibar, interpreta a dos mujeres, a una célebre cantante francesa de los años sesenta y setenta, Barbara, y a una actriz quien, a su vez, encarna a la cantante en una película para un obsesionado director. Es el arte de la creación dentro de una creación, un relato provisto de sutiles capas que el espectador debe identificar y, si esa es su forma de ver el cine, adivinar los pasajes en que una simulación se transforma en la otra. Continuar leyendo

12