Yo vi tres luces negras, de Santiago Lozano

Una experiencia sensorial y poética

Oswaldo Osorio

El cine colombiano está poblado de espectros. Los vimos apenas hace un par de meses recorriendo las escenas de Memento Mori y ahora los vemos en esta película. Pero antes se han paseado también por Los reyes del mundo, Retratos en un mar de mentiras, Todos tus muertos y tantas otras. Y es que la convivencia entre la vida y las muertes violentas   en este país es la normalidad desde hace más de medio siglo, por eso el personaje que ayuda en la transición entre esos dos planos es tan común en las distintas regiones de Colombia, ya sea el Animero del Magdalena Medio o don José de Los Santos en el Litoral Pacífico.

Esta película es el viaje de don José entre esos dos planos, y es a ese tránsito entre ambos mundos al que hace referencia la expresión poética de su título. Estos espectros (y esa poética) están apareciendo cada vez con más frecuencia en las películas sobre la violencia colombiana, probablemente, porque los cineastas buscan distintas formas de referirse al conflicto, pero ahora sin tener que recurrir a las anécdotas de guerra y muerte o a los relatos con ideas explícitas sobre el tema. Tal vez la necesaria insistencia de nuestro cine con este asunto así lo requiere. Porque mientras persista el problema, el cine no va a dejar de hablar de él, y aunque se acabe, aún durante mucho tiempo tendrá la responsabilidad y el imperativo de hacer memoria.

Dándole continuidad a su anterior título, Siembra (codirigida con Ángela Osorio en 2015), que también versa sobre la violencia, el desplazamiento y un viejo con su hijo asesinado, en esta otra película a don José su hijo muerto le avisa de la cercanía de su propia muerte, por eso ese viaje del que se ocupa el relato, que lo es tanto físico, a través de la selva, como espiritual, entre los dos mundos. Su travesía le sirve a su director y guionista para adentrarnos no solo al corazón del conflicto colombiano en el Pacífico, sino también a una idiosincrasia que apenas si conocemos por referencias. Esa cultura ancestral afro que siempre ha resistido y tiene en sus ritos, creencias y cantos un vehículo para lidiar con las adversidades, empezando por la muerte que acecha constantemente en una zona infestada de grupos armados, de los que ya no queda vestigio de alguna ideología o propósito más allá de mantener el dominio de esas economías ilícitas, el narcotráfico y la minería principalmente, que carcomen la región.

Por eso se trata de una de esas películas sin un argumento convencional, pues la historia es apenas ese viaje hacia el final a encontrarse con los suyos, pero la película es todo ese mapa trazado con el recorrido en que don José nos va revelando un paisaje exuberante, rico en vida silvestre, fluvial y vegetal, pero intrincado y lleno de límites y trampas en sus dinámicas de violencia y poderes de hecho. Aun así, con su avanzada edad y en su aparente indefensión, él tiene una autoridad que le confieren las almas de los idos y el respeto por la muerte. Aunque es una autoridad frágil frente a los descreídos. Pero cuando él ya no esté, esa autoridad y ese respeto pervivirán en otros como él a quienes dio ejemplo, también en los ritos ancestrales y en la música y sus cantos, porque la vida siempre prevalece y busca las formas de lidiar y sanarse de la muerte.

Así que estamos frente a una obra más sensorial que narrativa, una pieza que aprovecha la mencionada exuberancia, tanto visual como sonora, para crear una experiencia inmersiva (por eso es ideal verla en una sala de cine) donde imágenes llenas de simbolismo espiritual e idiosincrático y de poesía visual se apoderan de los sentidos del espectador y del sentido de la película, creando una consciencia, más allá de los explícito y lo racional, que nos acerca un poco más a ese universo que a la mayoría nos es ajeno. Aunque siempre habrá unos aspectos que son universales, como la eterna confrontación entre la vida y la muerte o las distintas maneras del ser humano de afrontar tal dicotomía definitiva.

Los reyes del mundo, de Laura Mora

Viaje a la semilla

Oswaldo Osorio

Cuando no se tiene nada, hay que jugársela por el todo. Eso es lo que piensan los cinco jóvenes protagonistas de esta película de carretera cuando emprenden un viaje hacia la esperanza de tener un lugar en el mundo. No tienen un techo y ni siquiera una esquina en el centro de la ciudad. La vida los ha desterrado de todas partes. Solo se tienen a ellos mismos, como una suerte de disfuncional y díscola familia que va en busca del hogar que siempre les han negado.

La nueva película de la directora de Matar a Jesús (2018) también habla de realidad, marginalidad y violencia, pero de muy distintas formas, al punto de poder decir que supera su ópera prima en el lirismo de sus ideas y en la contundencia cinematográfica. Estos cinco descastados parten de Medellín hacia el Bajo Cauca con un puñado de papeles que les puede significar tener una casa por vía de la restitución de tierras. En su periplo tratan al mundo como este los ha tratado a ellos, de forma atrabiliaria, haciendo destrozos y embistiéndolo todo como desbocados.

Son marginales, pero no han caído a los infiernos de muerte y culpa como Jesús, aunque descargan como pueden esa rabia que tienen contra la sociedad que los excluyó. Aun así, Laura Mora los trata con una ternura y compasión que permite ver en ellos una humanidad difícil de identificar desde el prejuicio. Así mismo, la violencia está presente, pero siempre acechándolos y más bien buscando el fuera de cuadro. El relato pone de manifiesto esa “Antioquia profunda”, donde se mimetizan bajo un sombrero hombres dispuestos a mantener el orden y la propiedad a fuerza de represión y autoritarismo.

En cuanto al realismo, solo es un punto de partida de cuenta de la naturaleza de los protagonistas y de ese contexto de violencia, pero el espíritu del relato va más por vía de la poesía, el lirismo y del romanticismo existencial (ya no pertenecen al credo del No futuro), porque aman la vida y se quieren devorar el mundo. ¿O si no, de qué otra forma se puede leer ese burdel de hospitalidad crepuscular, o el leitmotiv del caballo blanco, o esa pareja de viejos fantasmas que se encuentran casi al final del camino? Con estos y otros tantos elementos la película devela su verdadera naturaleza, la de hacer un viaje de búsqueda y liberación que reivindique a estos espíritus libres y maltratados. Un viaje que, como toda película de carretera, empieza siendo físico, pero el que se impone en importancia es el viaje sicológico y emocional.

Aunque ese viaje no físico de los personajes está jalonado y sugerido por esas imágenes que se alejan del realismo, así como por una puesta en escena que sabe coreografiar ese ímpetu de reclamo y amargura de estos jóvenes, quienes siempre parecen estar revoloteando entre ellos mientras saltan de un lugar a otro. Y aunque parece un movimiento desordenado y delirante, lo cierto es que tienen una agenda clara: reclamar esa tierra, pero no tanto por la propiedad, sino por lo que significa para su tranquilidad e identidad. Quien los ve tan díscolos y transgresores y, en últimas, solo buscan un lugar donde puedan estar tranquilos y vivir en paz.

Ahora, insistiendo con esa suerte de realismo lírico de esta película, obliga mirar en retrospectiva y dudar de la supuesta “pureza” realista del cine de Medellín. El mismo Víctor Gaviria con Rodrigo D y en especial con La vendedora de rosas (y ni se diga con ese corto fantasmagórico que es El paseo), elude el realismo puro y directo, pues le confiere a sus personajes y a algunas escenas un vuelo poético y delirante que habla de esa realidad de otra manera. Igual podría decirse del melancólico blanco y negro de Los Nadie, o de ese cetáceo varado en una avenida de Medellín en Los días de la ballena. Pero Laura Mora sube la apuesta e introduce sistemáticamente unas imágenes y recursos que hacen que esa realidad tome vuelo hacia los terrenos de la abstracta evocación, la poesía visual o la metáfora mística.

Se trata de una película inteligente y compleja en su construcción, porque nada es simple o evidente en ella, su guionista y directora asume unos riesgos narrativos que le permiten hablar de unos personajes, su realidad y un propósito concreto, pero de forma elusiva y poética, llamando las cosas por otros nombres, cambiando la apariencia de lo vulgar o trivial por unas imágenes evocadoras y sugerentes que obligan a pensar y a hacer asociaciones. De eso se trata el arte, de eso se trata el buen cine.