¿A qué edad se es adulto?

Por: Andrés Mauricio Luna Gómez

I.E. María Josefa Escobar

Grado Octavo

Tallerista: Valentina Areiza Ramírez

Licenciatura en Humanidades y Lengua Castellana

Universidad de San Buenaventura

 

“Con el título de su narración Andrés Mauricio plantea una gran pregunta a la sociedad. Nos permite reflexionar y ponernos en el lugar de la persona a quien le da voz con su narración. Él sabe preguntar, y también abrazar, cuando comprende que, en ocasiones, el silencio es más poderoso que las palabras. Su capacidad de escuchar sin hacer juicios es lo que también se refleja en esta historia. Cada detalle le permite al lector imaginarse la situación, los personajes y, muy seguramente, hacerse preguntas”.

 

En una tarde noche, cuando la lluvia golpeaba la ventana, vi la silueta de una mujer mirando el paisaje que parecía tenebroso, su figura reflejaba a una joven de veintiocho años, con el cabello castaño y algunos rizos dorados. Sus ojos color marrón estaban rojos como si hubiera terminado de llorar sin consuelo. Era mi madre contemplando los truenos, con una taza de chocolate caliente en sus manos.

Sentí curiosidad de qué estaba haciendo ahí parada, y del porqué no terminó de tomar el chocolate, me acerqué a ella, pero al verla tan distraída presenciando la tormenta, no quise  interrumpir su momento y lo único que hice fue sentarme en el borde de la cama. 

Con un tono de voz suave me dijo: “estos momentos son tan lindos, ver como se acerca la tormenta y observar como baja por la montaña…” Nuestra casa queda en una vereda de Itagüí, a la que para llegar hay que subir mucho, pero esta altura nos permite divisar las montañas y gran parte de la ciudad por cualquier lado.

“Aunque estos días así me transmiten un sentimiento de melancolía”, agregó con un suspiro y sentándose a mi lado. Le pregunté por qué ese comentario. Entonces me contó su historia para explicarme porqué estos días la ponían en un estado emocional inefable:

– Recuerdo como si hubiera sido ayer, me desperté y la vida iba lo más de normal para mí. Ese día no fui a la escuela, era una mañana con un ambiente tristongo en el que la pereza me ganó, si soy sincera. Recuerdo que tenía 9 años cuando me paré de la cama en busca de comida porque tenía mucha hambre, y como normalmente solía pasar, no había mucho que digamos; un chocolate con un pedazo de pan me bastaba.  

Mi madre no nos dejó ni terminar de comer antes de empezar a decirnos “¿Q’hubo, y es qué no piensan ir hoy a trabajar? ¡Hágale a ver, mire qué ya no hay comida!” Ese día algo nos decía a mí y a mi hermano mayor,  que en ese entonces tenía 12 años, que no fuéramos, pero no era una elección, era una obligación. 

En aquellos años del 2000, mi madre vivía en un barrio de Medellín que se llama Santa Cruz La Rosa, una invasión donde la pobreza era muy notoria, en esa época parecía un corregimiento. Ella vivía con su madre, un padrastro que solamente llevaba comida para él, su hermano y una hermana mayor la cual era la que tenía que tener en orden la casa. Por la situación económica de la familia y el desprendimiento amoroso de la madre hacia sus hijos, ellos tenían que salir desde las 11 de la mañana a trabajar, por lo que estudiar no era posible. Ella me explicó que desde su casa tomaban un bus que los llevaba al centro de la ciudad, y en el instante que lo abordaban comenzaba su jornada. 

– En ese bus nosotros solíamos cantar y muchas personas nos daban de a monedita. Cuando ya estábamos en el centro con las monedas que nos daban comprábamos un paquete de galletas, así nos iba un poco mejor ya que las personas nos colaboraban, pero mi sentir siempre era el mismo: No importa si usted vende o pide, se siente igual. Te tienes que humillar ante los demás. 

Luego de comprar las galletas caminamos hasta San Antonio, donde se encontraba en esos años el parqueadero de los buses circulares. Ese bus,  al igual que los demás, no eran un impedimento para poder cantar y tratar de completar lo más rápido posible la cuota que nos ponía nuestra madre a cambio de la alimentación.

Ese día nuestra parada fue en el Poblado. Allí estábamos vendiendo las galletas, y mientras lo hacíamos íbamos caminando hasta el centro comercial Monterrey. Luego de varias horas en ese lugar nos regalaron una sopita. Se estaba haciendo tarde y el día no nos favorecía ya que empezó a llover y lo único que teníamos era cinco mil pesos cada uno. Nos quedamos en el centro comercial en la zona de los juegos y mi hermano me dijo que si jugábamos un rato, pero yo le dije que no porque todavía no habíamos completado lo que teníamos que llevar a casa. En medio de su insistencia le dije que sí, pero que solo sería por un rato y que no podíamos gastarnos toda la plata.

Entre juegos y risas se nos fue el tiempo y el dinero igual. Cuando escampó salimos y era de noche, sin embargo la lluvia no tardó mucho en volver, por lo que los vidrios de los carros estaban arriba y mucha gente del desespero por llegar rápido a sus casas no nos ayudaba, ya no nos compraban las galletas. Sin importar si nos mojábamos vendimos, pero solo pudimos reunir lo mismo que nos gastamos, lo cual no era suficiente. Llamamos a mi mamá y le dijimos “Má, no pudimos recoger los veinte mil de la comida” y su respuesta fue “¡¿Qué hijueput*s hicieron en todo el día, o en qué se la gastaron?!” nosotros le dijimos que fue por el agua, porque nos había dado miedo. Ante esto ella nos respondió: “Quédense un rato más y traigan al menos de a diez mil, porque con eso no alcanza para nada y menos sacando los pasajes”.

Mientras ella me contaba todo esto, yo me ponía a pensar sobre cómo la niñez de dos pequeños inocentes había sido destruida sin poder experimentar un amor maternal. Saber que desde pequeños tenían una responsabilidad tan grande como sustentar la alimentación en su hogar hizo que me cuestionara muchas cosas… ¿A qué edad uno se convierte en un adulto? Para mí, ser adulto es ser una persona que tiene responsabilidades y trabajo, porque así es como yo miro a mis padres. 

 

– Luego de eso nosotros decidimos quedarnos hasta el último bus, pero para nuestra desgracia no se nos dieron las cosas, y los demás niños con los que a veces vendíamos ya se habían ido y nuestro tiempo del último bus ya se había pasado. Nos sentamos al lado de un semáforo, cada uno en silencio se empezó a resguardar en sí mismo. Yo no pude aguantar las ganas de llorar y el miedo me empezó a ganar mucho más; mi hermano al verme así me dijo “Ah, si ya nos quedamos en la calle entonces venga vamos a comprar algo de comer”.

Fuimos y nos sentamos en una de las caseticas del Metro, allí compramos una arepa con salchichón de pollo y un bolis de limonada, eso es lo que el señor le solía vender a los demás trabajadores de la calle, ya que como este era todo crudo era barato y podían comprarlo. Luego de comer empezamos a caminar sin rumbo como tal, solo teníamos en mente buscar un lugar en donde dormir y llegamos nuevamente al centro comercial. Vimos que en la parte trasera habían unos tubos grandes de ventilación con una pequeña zanjita donde podrían caber unas dos personas, probamos y como éramos niños hasta sobró un poco de espacio. Mi hermano al ver que sí podíamos me dijo “Vamos a conseguirnos cartoncitos o algo” y pues fuimos a la basura porque los centros comerciales siempre la botan  todos los días. Cogimos dos cajas y las pusimos en el piso para cubrir la humedad que tenía por la lluvia, nos acostamos con mucho frío ya que esa noche la niebla no se escondió. 

Por primera vez en mi vida sentí el frío del pavimento y no porque me había caído jugando como lo hacían las niñas de mi edad. Mi hermano lo único que hacía era protegerme un poco del viento que traspasaba los tubos en donde nos encontramos esa noche de lluvia, sola y nostálgica. Me acosté en su regazo sintiendo hambre, echándome la culpa de mi vida cuando yo no sabía el porqué de las cosas, siendo una niña que puso los pies en un lugar donde no debía ser su obligación. 

Solo pensaba en por qué había nacido, mi Dios para qué me había dado una familia así; que no me quería, que no les importaba si aguantaba hambre, frío o necesidades. En ese momento  le pregunté a mi hermano en llanto “¿Mi mamá por qué no trabaja? ¿Por qué no se consigue un hombre que la valore a ella y también a sus hijos? Nosotros no tenemos la culpa de ser pobres, tampoco merecemos ser tratados así.” El silencio fue la respuesta que obtuve.

Una niña con 9 años, o sea yo, empezó a sentir rencor y odio. Ese sentir hace cambiar a las personas. Esa noche no conseguimos lo necesario para llegar a casa, entonces solamente cerré mis ojos aguados deseando no vivir más.

Entre lágrimas ella terminó su anécdota, me dijo que aunque ella no haya tenido la mejor infancia nunca se arrepiente porque gracias a ese pasado hoy en día está orgullosa de ella misma y de todo lo que ha podido superar. Ahora cada vez que la tarde se pone triste voy y le hago compañía para que ella no se sienta sola, pues sé lo que un ambiente como este le genera. Recuerdo la historia y pienso que la felicidad es algo que todos deberíamos sentir por el mayor tiempo posible, sobre todo, si se es un niño.

Con estas líneas salidas del corazón, y tratando de entender que la vida es un espiral de emociones y sensaciones, quiero hacer un reconocimiento a mi madre; mujer que ha comprendido el verdadero significado de la palabra resiliencia y que se ha vuelto en el común denominador de los prototipos de mujeres echadas pa’ delante y que como la mitología griega, cual ave fénix, ella resurge de las cenizas. Por mi madre y por todas las que tienen la fuerza del amor como motor para salir adelante con sus familias y mostrando al mundo que los sueños son posibles con esfuerzo y dedicación.

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