El hombre que siempre espera un milagro

DannaPor: Danna Cárdenas Zapata, tallerista de El Taller 2023.

Como todos los días, hoy Carlos se levanta a las 5:00 a.m., abre los ojos y acomoda su cobija mientras estira su cuerpo y suspira, repitiendo con un tono musical: “Pronto llegará el día de mi suerte”. Mónica, su hija, cuando ve que él despierta le replica con voz cansada, “pa, tengo la camisa del colegio rota y a los zapatos se les entra el agua cada que llueve”, Carlos asiente con la cabeza, con un aire de preocupación. 

Los sonidos de afuera se escuchan patentemente, pues su casa no tiene ventanas. Baja de la cama y va a darse un baño mientras recuerda sus penas. Una nube de melancolía lo invade y, sin que nadie más lo vea, se limpia las lágrimas que se desprenden de sus ojos. 

Bajo su vestido de hombre elegante oculta las cicatrices que le quedaron de aquellos tiempos en que fue sometido al dolor por su vieja historia. Sabe que, si alguien las ve, lo juzgarán en silencio. Está impecable, pero siente que en ese lugar nunca le darán la oportunidad de trabajo que espera hace diez años. Pero hoy llegó diez minutos antes de lo habitual, a ver si pasa algo diferente. Espera tener un buen día. 

Carlos, ex militante del M-19. 

Medellín

 

Gato

FullSizeRender (10)Por: Cristian Gutiérrez, tallerista de El Taller 2023.

Encontré ayer, bajando hacia la calle en donde cojo el bus hacia la estación del Metro, un gato blanco y negro, frondoso; inmóvil, como una estatua al lado del GANA. Es natural mi atracción por estos seres, así que me acerqué emocionado; le saludé, como pidiendo permiso para acariciarle, y solo cuando vi atracción de su parte, puse mis dedos sobre su pelaje.  Estuve así un rato, sobando y retirándome a intervalos. Se trataba de un juego, algo como los enamorados: si me alejo me buscas, si te alejas te busco. Consciente de que se me hacía tarde para llegar a tiempo a clase de 8:00 a.m., me vi obligado a abandonarle no sin antes despedirme con mi mejor voz aguda. El gato me miró, extrañado, por un rato, hasta que me alejé lo suficiente para que me perdiera de vista. Todo el trayecto pensé en él.

Al amanecer, repetí el horario del día anterior, con la particularidad de haber salido un par de minutos más tarde de mi casa; diferencia importantísima vista a la luz del trayecto bus-metro-calle-universidad, que generalmente me toma una hora y quince minutos. Como pueden ver, cada minuto cuenta, y la presura de mis pasos no es gratuita cuando se me ve caminando despistado por la 70. Bajando por esa misma calle que me conduce hacia la parada del bus, encontré de nuevo a ese gato que me había alegrado. Le saludé, sí, mas no pretendía quedarme, pues aunque las ganas me invadían, era consciente de mi tardanza. Lo que me capturó por completo, fue el reconocimiento de mi presencia, la vista de ese gato siguiéndome, maullando detrás de mí, casi pidiendo cariño como el de la vez pasada. Esto me conmovió, como siempre me conmueve la consciencia de ser reconocido por el otro. Ese día llegué algunos minutos tarde a clase, sí, pero la demora valió la pena.

Cruzo ahora esas calles como quien busca un paraíso perdido. No le he vuelto a ver, pero percibo su sombra junto a los grises de las paredes. Espero ver de nuevo a ese amigo que encontré en un camino cotidiano.

 

Entre buseros arreglan

Image (2)Por: Susana Marín García, tallerista de El Taller 2023.

La universidad a la que voy queda a dos buses de mi casa. El primero, que me deja en el Centro para coger el otro, pasa por todo el frente, es decir, por la loma de la carrera 33. Hay dos opciones: que pase el bus blanco con verde, que es el de Cataluña, o el rojo con azul, que es el de La Milagrosa. 

El de Cataluña es amplio, iluminado; las sillas son grises y de plástico, al contrario de las de La Milagrosa, que son negras y abullonadas. A veces a uno le toca sentarse en una rota, que tiene el relleno a punto de salirse. En cualquiera de los casos es normal ver las sillas rayadas con declaraciones de amor, a equipos y a personas, quienes encierran sus iniciales en un corazón. 

En los buses verdes con blanco uniforman a los conductores, que saludan cuando uno se monta y reciben el pasaje al subir, aunque por ser colectivo, debería ser al bajar, como sucede en los rojos con azul, porque, además, una vez una señora, en el afán de entregar su pasaje e ir a sentarse, no se sostuvo bien y cuando el bus arrancó, se cayó. 

Esa es una medida prudente, pero no para mí: una niña que muchas veces lleva las monedas contadas y sudadas en la mano, esperando que el conductor se las reciba sin que se le caiga ninguna porque se le descuadra el pasaje. El de Cataluña las recibe todas, de una, sin dejarlas caer, pero cuando pasa el de La Milagrosa, que es estrecho y muy oscuro, me toca meter las monedas en el bolsillo porque el conductor siempre dice: “Siéntese tranquila que al bajar me paga”, entonces las guardo, pero entre las otras cosas que llevo en el bolsillo, como un chulo y un brillito, a veces se queda una adentro, o no me da la mano para sacarlas todas, me enredo, el bolsillo es muy apretado, se caen… en fin, es incómodo. 

En cualquiera de los dos buses, el pasaje vale 2,950 pesos, es decir, en la mayoría de los casos, me tienen que devolver los 50. Los de La Milagrosa a veces no los dan, sino que se hacen los locos y toca ponerles la mano en forma de coquita en señal de espera. Los de Cataluña siempre la entregan, o dicen: “Niña, vea”, y uno recibe la moneda. Esto es importante porque el otro bus que tomo para llegar a la universidad cobra 2,850, entonces lo que devuelven de uno, completa el otro, por eso cuando no me los dan, ¿qué le voy a decir al del otro bus? Debe ser que entre buseros arreglan.

El barrio: un montón de casas juntas

Sandra_DavidPor: Sandra Milena David, tallerista de El Taller 2023

Había un sol pelado. Un techo de zinc. Un caserío pintado por niños. Un alambre de ropa. Un perro muerto. Un puesto de empanadas. Una ventana abierta de par en par. Un gallo canta en el patio del vecino. Una plaza de vicio. Un hombre parado en una esquina. Una venta de bolis. Un gato tuerto. Un parlante hasta los tacos. Una calle llena de huecos. Un callejón sin salida. Una penca sábila en una caneca de pintura. Unos guayos colgados en un cable de luz. Un minuto a cien.

Una señora pega el ojo detrás de la cortina. Un señor madruga a sentarse en el parque principal. Don Leo pela mangos y le escurre un jugo espeso entre las muñecas. Don Belisario padece el mal de la lora mojada, pues saluda a raymundo y todo el mundo. Doña Marta se la pasa todo el día viéndose el ombligo. Doña Carmen es la modista que le cose la ropa a medio barrio. Y Pedrito se gana la vida a punta de mandados, al igual que Carlos.

Hoy el bus siguió derecho, tenía un letrero que decía, no voy. La moto se quedó a mitad de la loma. El Metro se paró. El camión de la basura no pasó. El agua se fue. La ropa se secó. La luz subió. Las flores pelecharon. La vecina volvió con el marido. El niño lloró. La lluvia cayó. De repente escampó. 

La gente ya no corre. Un olor a pan fresco. Un anciano hace un chance. Suena la bocina de un carro. Una moto mal parqueada. Es la hora de la comida. Una sopa de mollejas. Una taza de aguapanela. A mi barrio no llega Rappi, porque ellos viven acá.

Su ausencia en el semáforo

Laura_RendónPor: Laura Rendón Aguirre, tallerista de El Taller 2023

Estaba acostumbrada a encontrarlo cada día, a verlo por la mañana, con la misma gorrita y variedad de stickers en mano. Era un hombre de 60 años de edad, aproximadamente, con una estatura promedio, piel trigueña, cejas pobladas y ojos oscuros; un señor que se ganaba la vida vendiendo calcomanías y, uno que otro, libro infantil para colorear.  Esa era la imagen que me recibía cuando mi mirada buscaba acertijos o personas que despertaran curiosidad. 

Un día, yendo a la universidad, paramos en uno de los semáforos de la 70, ese que queda al lado de la Estación Rosales de Belén. El señor, como de costumbre, empezó a repartir las calcomanías a todos los carros que estaban allí. Cuando llegó donde mí, sonrió. Quitó uno de sus stickers de caritas enamoradas y procedió a pegarlo en mi brazo derecho que reposaba en la ventana del auto. Instantáneamente la felicidad recorrió mi cuerpo por el afable gesto del hombre. Le dije, con emoción: “¡Muchísimas gracias!”. Él me respondió señalando el papel que estaba grapado en uno de los paquetes que ofrecía a la venta. Al leer lo que decía, la vergüenza se hizo presente en mis ojos, manos y mejillas, pues él era sordo. Me apenaron mis palabras y el hecho de pasar por alto el mensaje que, en todo este tiempo, estuvo frente a mí. 

Al transitar por el semáforo, solo recordaba aquel momento. Sin embargo, ya han pasado varios días en los que no lo he visto en su sitio habitual, lo cual hizo que mis recuerdos vergonzosos fueran reemplazados por preguntas: “¿Por qué no ha vuelto?, ¿le habrá pasado algo?, ¿se fue a otro lugar?, ¿ya habrá dejado de trabajar?” Estas inquietudes se hicieron más recurrentes porque, a pesar de buscar con la mirada las respuestas, aún no las he resuelto. 

Esta semana, de nuevo, no logré verlo.