Pijibá

Amalia Trujillo Zapata
Colegio Colombo Británico
Grado Décimo
Talleristas: Paola Cañas y Ana Isabel Giraldo

El origen del hotel Pijibá en Nuqui desde la perspectiva de su creador y una de sus visitantes.

Trabajo destacado

 

De un recuerdo empolvado al frío de los árboles: llegar al ArvÍ

Ana Sofía Balvin Herrera
ENS de Medellín
Décimo
Talleristas: Lina Argüello, Valeria Trujillo

Una mañana fría toca a la puerta, sin duda ya había llegado el día que estaba esperando con tantas ansias. Al abrir mis ojos y activar mis sentidos pude percibir que había gente corriendo de aquí para allá, ollas pitando, algunas luces prendidas, dos personas discutiendo y un fuerte llamado que provenía de  mi mamá con una voz firme que decía: – Mija, ¡levántese ya! –. Generalmente me disgusta madrugar a menos de que haya algo que me motive, por lo que entonces decidí sentarme en mi espaciosa cama y echar un vistazo a lo que había a mi alrededor, inmediatamente recordé que mi bolso aún se encontraba vacío; pero no me vi preocupada.

Siempre que me levanto muy rápido, experimento mareos que me tiran al piso; por lo que traté de asegurarme que ya me encontraba lo suficientemente despierta para poder levantarme. En esa misma mañana, mientras me encontraba desayunando, rodeada de maletas, volvió a mi mente un nostálgico recuerdo de cuando tenía, al menos, unos siete u ocho años y vivía en Enciso junto con mis dos padres, mis 3 hermanas y mi hermano. En ese entonces, por algún motivo publicaban mapas del parque Arví en los periódicos; yo los recortaba, los pegaba en pedazos de cartón, los guardaba bajo un colchón empolvado e inmediatamente salía corriendo hacia mi padre, quien concentrado en los programas que veía en el televisor, mientras estaba aplastado en su mueble; solo me respondía: “en estos días vamos”, palabras que usaba para posponer planes o nunca hacerlos (como en mi caso), nunca pudo llevarme, pero a veces siento que lo entiendo.

Tras haber pasado la mañana buscando mi sudadera negra y ayudando a empacar fiambres, la mañana fue todo un caos… Las cosas volaban por todas partes, mi perrito Plinky nos ensordecía a punta de ladridos y el estrés aumentó hasta que por fin pudimos organizarnos. Mi hermano Nelson quien suele ser muy puntual y madrugador pasó por mí en un taxi con su suegra Doña Sonia, mi cuñada Cristina y mi sobrino David, me embutí en ese taxi y cogimos rumbo a la estación Hospital del metro, recuerdo haber apretado muy fuerte mi celular y haber bajado el volumen de la música, no sé ustedes, pero a mí me resulta muy fácil sentirme atraída por gente que te encuentras en el Metro; la gente de allá maneja la propia facha. 

Cuando ya llegaron las demás, con tantas maletas que podría suponerse que se quedarían a vivir allá, procedimos a subir al metro, cometimos el error de no haber avanzado mucho, por lo que tuvimos un viaje muy incómodo hasta que llegamos a la estación Acevedo, en esta estación se encuentra el Metrocable que te sube hasta Santo Domingo y de allí debes pagar más para subir la montaña hasta llegar a Arví.

Todos subieron al Metrocable, menos mi hermana Yuliana quien estaba esperando a su novio Daniel, un joven de unos veintitantos años con quien me llevo muy bien, y a su suegra doña Gloria, a quien íbamos a conocer ese día. Como aún no llegaban a la estación, decidí acompañarla a esperarlos mientras el resto subía, pero después de un tiempo ya todo se estaba tornando muy desesperante, tardaron demasiado en llegar, pero llegaron, que es lo importante… Subimos rápido, llegamos a la última estación y nos encontramos con la hermosa sorpresa que la entrada en Metrocable al Parque Arví valía $10.000 por persona.

Claramente esto no fue un problema, pero sí hubo un gran disgusto por la alta tarifa y más teniendo en cuenta que éramos casi 20, ¡tremendo negocio!, recuerdo haberlo advertido al haber visto algo relacionado en algunas publicaciones en Facebook, pero mi familia hizo caso omiso. Las sátiras no faltaron, subimos al Metrocable renegando, pero subimos, a pesar de la tarifa, disfruté mucho el viaje, ver una que otra casa en lo alto, los pequeños cultivos, el camino de árboles que nos rodeaban, con tan solo imaginar la cantidad de especies y de animales que se esconden detrás de todo ese matorral y pantano me generaba pavor.

Cuando pisamos tierra firme nos encontramos con unas silletas que adornaban el lugar, algunos puestos de venta con artesanías y un camino que podría asimilarlo a un túnel de rejas negras que estaban siendo abrazadas por enredaderas las cuales cubrían el camino con sus preciosos colores vivos y complementaban la humedad que yacía allí. 

Sin duda fue un panorama nuevo para mí, aún más cuando al finalizar mi recorrido por aquel túnel de enredaderas me topé con algunos de los hallazgos arqueológicos que se encontraban en la zona como una choza indígena con flores que acompañaban su camino y un fósil humano, ambos me sorprendieron bastante, desde ese momento supe que no solo Arví era un lugar turístico y armonioso por su naturaleza, sino que también era un lugar que estaba muy cargado históricamente. Me quedé al menos unos 5 minutos asimilando el fósil humano puesto que nunca había presenciado uno en mi vida, me hizo imaginar cómo pudo haber sido la forma de vida en aquel entonces, cuando solo eran ellos y el frío que acechaba el bosque. Nos situamos en la zona de comidas para comer la media mañana, pero como buen colombiano que se respete no íbamos a comprar comida para 20 personas ¡Qué tal! Por eso mi mamá, Margarita, y mi hermana, Marcela, antes de irnos prepararon sánduches de jamón, queso, jalapeño dulce y piña, los cuales estuvieron deliciosos, estar con toda mi familia mientras nos servíamos, comíamos y disfrutábamos fue el inicio de toda una aventura que nunca olvidaré.

Después de terminar de comer, nos levantamos y comenzamos a caminar hasta que llegamos a una calle y ahí fue cuando me dije, en medio de mi ignorancia, “¿Será que  el Parque Arví era solo eso”, pues no; o al menos esa fue la respuesta que obtuve cuando tuvimos que caminar alrededor de media hora por una carretera en subida, que, podría decirse, era algo peligrosa por los buses que pasaban muy cerca a nosotros. Nunca había tenido una caminata tan larga y, más aún, cuando llevaba una olla a presión en mi maleta y dos o tres litros de gaseosa.

Tras una larga caminata llegamos a un lugar que transmitía un ambiente bastante familiar, de convivencia y de buen gozo, este lugar contaba con una quebradita que atravesaba el lugar, muchas familias situadas en espacios que contenían comedores y un olor a sancocho en leña que me hizo agua la boca.

Cruzamos un puentecito de madera donde muchas personas se estaban tomando fotos, buscamos un lugar seco e hicimos nuestro montaje con sábanas y sombrillas por el solazo que hacía.

Mis hermanos habían llevado semillas para sembrar allí, con mis sobrinos buscamos un lugar espacioso, y no tan húmedo, para sembrarlas con la expectativa de que si algún día, dentro de muchos años, cuando volviéramos allí al ver aquellos árboles, sabríamos que aquel día quedaron sembrados para siempre.

Pasamos al menos una hora mecateando y chismoseando, el ambiente era muy bueno y yo me la pasé tomándome fotos y algunas me las tomé con mi hermana Yuliana, luego tras una larga espera destapamos los fiambres, de tan solo recordar lo ricos que estaban, me hace desearlos.

La posible idea de que venía la lluvia nos conturbaba, debido a la poca disponibilidad de lugares para escampar, en caso de que pasara, pero menos mal esto no ocurrió (o al menos no en ese momento), mi hermano Nelson, quien tiende a ser muy inquieto, se perdió por unos minutos, lo cual fue preocupante, pero maravillosamente este volvió, y ahora con mejores noticias. Más arriba del lugar donde nos habíamos situado había mucho más para recorrer, de hecho, los charcos eran mucho más grandes, había rocas grandes que interferían con la circulación del agua, más puentes de madera que atravesaban el arroyo y personas que se tiraban desde una roca gigante para saltar desde ahí a las partes más profundas. Luego de caminar un poco más por ese sector y tomarnos algunas fotos encontramos un pasto seco que estaba al frente de la carretera por donde pasaban los buses, extendimos nuestras sábanas y nos parchamos ahí confiándonos en que, si llovía, ya no sería tan complicado puesto que los buses pasaban por ahí.

Tal vez nos confiamos demasiado, o tal vez el clima en Medellín suele ser muy cambiante como pan de cada día, y sin que lo esperáramos las gotas comenzaron a derramarse sobre nosotros, y lo que hasta ese momento fue pura felicidad se convirtió en angustia y desesperación. Inmediatamente recogimos nuestras cosas, sacamos por ahí las 10 sombrillas que teníamos y corrimos hacia la carretera para parar los buses, pasaron varios minutos; podría decirse que una hora, pero ninguno de los buses que pasaban pararon.

Con la ropa húmeda y los zapatos encharcados nos resignamos a que ningún bus iba a parar porque pasaban llenos, por lo que decidimos devolvernos hasta el Metrocable, debido a que ya habíamos recargado las cívicas con los pasajes para todos. Entonces así fue, después de cierto tiempo ya la lluvia, los charcos y el pantano dejó de molestarnos, volvimos a pasar por el lugar donde nos ubicamos inicialmente, pasamos por caminos lisos y rocosos, nos sumergimos en la humedad del bosque hasta llegar a la carretera donde nuevamente tuvimos que volver a pasar. Por lo general uno siente el viaje de llegada más largo que el de ida, por eso mientras bajaba el camino con mis auriculares puestos y mis medias emparamadas, no sentí casi la caminada.

Finalmente llegamos al lugar de arranque, donde todo había iniciado, llegamos derrotados, pero con la frente en alto y las ganas de dormir que nos gritaban en el oído. Y en un abrir y cerrar de ojos, ya estábamos en Santo Domingo. Por ser hora pico y por el desaliento decidimos ir en taxi de Santo Domingo hasta Villa Hermosa, que es donde vivimos, nos despedimos de Daniel y Doña Gloria, quienes continuaron su transcurso en el Metro hasta Robledo. Nos dividimos en los taxis, me fui con mi Mamá, Yuliana, Marcela y mi sobrino Emmanuel, tomamos una ruta que yo no conocía en absoluto, nos fuimos por encima, ese taxi se metió por unos caminos todos raros y resultamos bajando de Manrique a Villa Hermosa, llegamos más rápido de lo esperado. Finalmente, estábamos en nuestra casa, nos quitamos la ropa, la echamos en la lavadora y nos dimos un duchazo con agua caliente. Me puse mi pijama, me recosté y comencé a ver Reels en Instagram hasta quedarme dormida; no hay nada como estar en la propia casa después de una travesía como esa. 

El valor del parque Arví no está solo en su carga histórica, las zonas verdes y los diversos espacios que hay para disfrutar en familia, sino también en lo que puedes hacer en él. Algunos días después me di cuenta de que existen actividades y guías turísticas para realizar en el lugar, lo cual me pareció chévere. Sin embargo, el compartir con tu familia, hacer tus propios planes, tu comida y tu propia aventura es lo que realmente te deja huella y lo que le pone sazón al viaje; como la vez que conocí el Arví por primera vez…

 

Y empaqué mi barrio

Isabella Guzmán Arboleda
IE Ciudadela Las Américas
Grado Noveno
Talleristas: Sara Montoya y Susana Mejía

Para una niña de nueve años como yo, era difícil cambiar drásticamente de lugar, las mudanzas me fatigaban; pero un día me encontraba abriendo la puerta de mi nueva casa en París, Bello. Mis padres decidieron mudarse, por mucho que les insistí en quedarnos en mi antiguo barrio, no sirvió de nada. Iba a extrañar salir todos los días a jugar rayuela y saltar la cuerda con mis amigos; aquí no tenía a nadie, no conocía a nadie y aunque la casa era más grande que la anterior, lo único que me quedaban eran los recuerdos, los que en ese momento tendría que acumular con polvo. En estos cuatro años he aprendido a adaptarme al lugar y a las personas.

Mi antiguo barrio se llamaba Santander. Recuerdo que entre esas personas estaba Jonathan que corría todas las mañanas intentando cambiar sus malos hábitos, Jonathan era un hombre callado y trigueño, vivía solo y, según deduzco, en un apartamento pequeño. Siempre nos encontrábamos cuando yo salía a estudiar, lo veía todas las mañanas desde que llegué a este barrio, salía de su casa por el callejón dos a las seis en punto. Sí, callejón dos. Nombré a los callejones de mi cuadra para diferenciarlos; callejón uno, callejón dos y callejón cuatro, no hay ningún callejón tres. Jonathan es uno de esos vecinos que te topas a diario, y con quien muchas veces no cruzas palabras, pero sí pasos.

En la semana hacía un recorrido para llegar a mi colegio, me iba por la calle setenta y dos en donde veía a María, una señora de edad que me daba mala impresión y que sabía todo de la vida del barrio pero nadie sabía de la vida de ella;  se me hizo costumbre que me mirara de mala manera. Después de eso, pasaba por el Doce de Octubre, allí, hacía una parada en la biblioteca. Solo observaba los títulos de los libros y, cuando salía un poco más temprano, me quedaba a leer algún que otro cómic que me llamaba la atención. 

Mi parte favorita era cuando llegaban los fines de semana. El sábado, papá me invitaba a comer las arepas rellenas de la esquina y si me había portado bien en la semana, me compraba varios dulces en la tienda de don Rodolfo, quien era un hombre escuálido y sarcástico, siempre hacía bromas cuando llegaba, intentando hacerme reír y lo lograba con facilidad.

Los domingos normalmente caminaba con mi mamá, no sé cuánto subíamos, pero siempre lográbamos llegar al parque de Picacho, ese lugar que con el paso de los años dejó de ser una zona peligrosa para convertirse en un lugar de deporte y esparcimiento diurno y nocturno. Ese día dimos una vuelta por la cancha y vimos a los niños jugar fútbol. En ese momento pasó Martín, el señor de las obleas, mi mamá me había prometido comprarme unas la semana pasada, nos acercamos hacia él y pedimos dos. Para mi infortunio, no había salsa de arequipe y, como dicen por ahí, “aguadulce sin dulce pa qué”. Me decepcioné ya que tendría que esperar una semana entera para volver a probar una de las deliciosas obleas.

Esperé y esperé. Lunes, martes, mitad de semana y se me hacían eternos los días… sábado y domingo. ¡Ya era domingo! El camino se me hizo corto y no me quejé de la subida como las veces anteriores, estaba de tan buen humor que saludé a María con una sonrisa que, por supuesto, no me devolvió, pero estaba muy feliz para que me importara. Por fin escuché el micrófono anunciando: “Obleas, solteritas y ensaladas de frutas a mil” y me acerqué con una sonrisa. Martín me atendió con gusto, esta vez ¡sí había arequipe! Cuando mi mamá pagó, nos dirigimos hacia un banco debajo de un árbol que tapaba todo el cielo y parte de la cancha y di el primer mordisco. No sabía cómo describir la sensación, ¡sabía delicioso! Era un sabor melifluo e idílico, era dulce pero no hostigante y eso lo hacía exquisito. ¿Qué pasaría si no volviera a encontrar unas obleas así, un vecino como Jonathan, las arepas rellenas de la esquina?

Al final uno descubre que cada barrio tiene su magia, sus personajes, sus rutinas. Y uno siempre lleva el barrio por dentro, y el barrio lo lleva a uno. Como decía el compositor y bandeonista argentino Aníbal Troilo: Alguien dijo una vez que yo me fui de mi barrio. ¿Cuándo? ¿Pero cuándo? Si siempre estoy llegando.

Negrita

Mariana Aristizábal Molina
Colegio Cooperativo Simón Bolívar
Grado Décimo
Talleristas: Sara Montoya y Susana Mejía

Texto destacado

La profundidad de la reflexión, el ritmo y las imágenes que recrea Mariana nos recuerdan la necesidad imperativa de construir recuerdos diáfanos  para niños y jóvenes sobre personajes que puedan ser referentes virtuosos para sus vidas. El amor silencioso del abuelo evocará, muy seguramente, ese amor que a cada quien lo ha hecho mejor persona.

La muerte. La extraña, divina, misteriosa, inequívoca muerte. Vecina de todos, amiga de nadie. La muerte: tan real, natural, hasta cultural. Pero de la que poco se nos enseña, y que, a la larga, uno termina resolviendo en medio de los recuerdos, los sentires y las fotos. La muerte…. tan ligada a la memoria. La memoria… tan ligada a la vida. La muerte… tan parecida a la vida.

Todo ocurrió aproximadamente a las nueve de la mañana. Un lunes del año 2015. El sonido de las máquinas de la gasolinera de enfrente, el cantar de los pájaros en desorden, unas cuantas motos pasar, y mi abuela haciendo el desayuno atrás, en la cocina. Algo no andaba bien. Recuerdo la luz. La luz de ese joven sol de la mañana tratando de entrar por las ventanas, anunciando un nuevo día.

Y claro, por ahí, en medio de todas las descripciones, estaba mi abuelo, el protagonista de esta historia, quien siempre me despertaba sin querer con su voz en alto, chismoseándole algo a mi abuela desde el comedor. Recuerdo el ritmo de sus pasos, cómo sonaban sus zapatos y cómo recorría la casa tan grande en la que vivíamos todos: mi mamá, mi abuela, mi abuelo y yo. 

Don Rubén siempre estaba organizado a la hora en la que estos ojos se despertaban, olía a menticol con talco y un perfume extravagante, también olía a chocolate, el que le hacía mi abuela. En la tarde el olor de su perfume se mezclaba con pintura y sudor. En la noche, olía a carne encebollada con lechuga y tomate. Para mí, a eso huele la felicidad, tal vez con eso me recibirá San Pedro en la puerta de los cielos, podrá ser. 

Cuando hablo de que la muerte es memoria, y la memoria es vida, me refiero a eso: recordarlo en las tazas de café, en el olor a recién pintado, y en la carne encebollada con lechuga y tomate. Cuando alguien que amas muere, vive y revive cada día más en las cosas a las que esa persona les daba sentido.

Mi abuelito irradiaba ternura a pesar de tener el ceño fruncido todo el tiempo y la cara enojada; es chistoso pues, mi abuelo tenía tanta nobleza que lloraría si se le muriera un enemigo. Me acuerdo que era costumbre que siempre en la noche cuando llegaba de hacer compras yo hiciera una carrera hasta la puerta para abrazarle sus piernas, que era lo único que alcanzaba con mis cortos y pequeños brazos; y si no alcanzaba, lloraba desconsoladamente, así que él se devolvía, se iba, cerraba la puerta y volvía a tocar el timbre para poder abrazarme esta vez.

Mi abuelo siempre antes de comer me llamaba a ver qué quería y, si me gustaba, siempre me dejaba, igual con el Milo que le servía mi abuela a diario, ya ese era un vaso para dos pues yo prefería tomar del vaso de mi abuelo a que me sirvieran en otro, ese sabía a amor. En las noches mi abuelo siempre se sentaba en la silla roja al frente del televisor y cuando yo medía menos de un metro, me cargaba y me mecía en su silla mientras que, con la abuela, veíamos la novela. Era el encargado de transportarme hasta mi habitación cuando me quedaba dormida profundamente en el mueble. También, cuando me enojaba con mi madre, me iba corriendo, llorando hacia su habitación, su cama medía casi lo mismo que su cuerpo, no cabía un alma más, y aun así siempre corría la cobija y me abría un campo en el rincón, me dejaba quedarme allí, siempre, a pesar de que era probable que se cayera.

Qué gratitud la que cargaba mi corazón. Como no tenía palabras, le agradecía siempre con abrazos al entrar por esa puerta, y cada 31 de diciembre era a quién más fuerte abrazaba, “sin razón”. Me llamaba siempre “negrita” a pesar de lo clara que es mi piel. – Pero con cada cosa, abuelito, a pesar de que ninguna palabra de ternura fue pronunciada entre tu voz y mi voz, me dijiste te quiero todos los días, igual que yo- . Eras el motor de una pequeña niña, un padre ya con canas, al que lo único que le quedaba era el jardín y cuidar sus flores y su casa. 

Todo esto se repitió por 10 años consecutivos hasta un lunes 27 de julio del 2015. El día en el que los pájaros cantaban en desorden y la luz de sol no pudo entrar del todo por las ventanas. Siempre diré que ese día se fue de la casa. Recuerdo la voz de mi prima diciéndome: “Mariana, el abuelo se murió”, mientras escuchaba el llanto de mi otra prima en el taxi. En esta pequeña cabeza y este corazón que latía aún por un solo hombre, no cabían dichas palabras. ¿Acaso el abuelo no era eterno?

Cómo se iba a morir el abuelo. “¿Cuál abuelo?”, le pregunté yo. Y a pesar de estar a nada de llegar a casa, lo esperaba allí sentada, en la silla roja al frente del televisor, pero no. La sala estaba llena de llantos y de abrazos tristes, y miré hacia la silla, y, abuelito, no estabas. Solo estaba el crucigrama incompleto, el desayuno sin terminar, y tus lapiceros. ¿En qué calle estaba? Tal vez mañana regresaría, mi llanto se detuvo.

Lo cierto es que esa mañana nunca llegó, y tampoco podía llorar lo suficiente como para sentirlo de vuelta, que cerrara la puerta, tocara el timbre y entrara a casa para darle un último abrazo. Y yo pienso hoy: Abuelito, ¿por qué no me dijiste? Por qué me dejaste aquí, ya no nos tomaremos el Milo juntos, no escucharé tu “Negrita” retumbando las paredes viejas de esta casa. Todo quedó a medias, todo quedó plano y sin sabor, todo está hueco. Es extraño, desde aquel lunes no percibo más el olor dulce del chocolate, y ahora me fastidia el sol en las mañanas, prefiero poner una cortina y seguir durmiendo esperando tu voz llamando a la abuelita. Yo aún te espero cuando voy a la casa. 

Los 31 de diciembre, cuando termino de abrazar a las primas y a la abuela, sé que me falta un abrazo, ya van seis, espero me los des cuando nos reencontremos, ¡me los debes! Abuelito espero me hayas visto crecer, a veces me hace falta hablar contigo, qué hubieras dicho al saber que estudiaré Artes, y que quiero plantar un curazao como el que tenías en el jardín donde me sentaba a esperarte cuando barrías el jardín al atardecer. Cuando alguien lleva tu perfume, cuando entro en llanto abrazando el aire, los pelitos de mis brazos te sienten abrazándome, sé que no te has ido, quiero creer que no hay cielo porque está muy lejos, y tú estás aquí.

La muerte…. tan ligada a la memoria. La memoria… tan ligada a la vida. La muerte… tan parecida a la vida. Su vida… tan parecida a la casa, las flores, mi abuela, la silla, el café.

 

 

Tan parecidos a mí

Carlos Mario Arroyave Aguirre
Unidad Educativa San Marcos
Grado Noveno
Talleristas: Sara Montoya y Susana Mejía

Texto destacado:
Salir de la burbuja…darnos la oportunidad de romper esquemas. Carlos Mario nos invita a confrontar la manera como en algunos ámbitos escolares se fomenta la idea de que, mientras más parecidos, mejor.¿Será que sí? En este texto hay preguntas muy valiosas para todos.

Y ahí estaba yo, esperando atentamente que me llegara el correo anunciando en qué salón estudiaría en el año 2021, no sé cómo ni cuándo, pero ya estaba afrontando el grado noveno, desde primaria el camino hasta ahí se veía vasto y demorado, pero ya estaba dando unos últimos tres pasos para hacer de mí un futuro universitario.

Gran parte del bachillerato lo cursé en el grado B de mi colegio Unidad Educativa San Marcos. Realmente no era feliz, no me sentía lleno estando en las cuatro paredes que componían esos tres años que estudié representado en esa letra, pese a que el B siempre fue el mejor. Los B eran los salones de los “juiciosos”, “aplicados”, “gente que no tenía tanto mundo”. Pese a mi infelicidad, yo quería permanecer allí por el buen ambiente disciplinario que había, además de que estaba con mis mejores amigos, las otras personas no iban a influir mi vida escolar, aunque en ese tiempo tener amigos me parecía algo banal, solo veía el colegio como manera de adquirir conocimientos y “ser el mejor”.

Llegó la notificación que me anunciaba que iba a estar en Noveno A… Lloré de la desgracia, no lloraba por los recuerdos del B, lloraba por lo que era el grupo A, o como le denominaban algunos, incluyéndome, el grupo de los “criminales”, indisciplina, pereza, bullying, unas notas malas, escándalos. Esa era la imagen que se vendió de ese grupo, yo ya me veía como un rechazado, como un bicho raro que dañaría el ambiente, me veía cursando los peores años de mi vida, mi único consuelo es que me pasaron junto a mis dos mejores amigos, quienes también estaban inconformes. 

Pedí inmediatamente a la coordinación un retorno al B, argumentando que no era sano para mí estar con ellos, tratando de convencerlos de que ellos solo retrasarían mi proceso educativo, a lo cual me respondieron que no, que yo necesitaba nivelar ese grupo, y que además parte del año se iba a cursar de forma virtual, debido a la pandemia por el Covid-19, y que iba a ser un año relativamente con poca interacción.

Con curiosidad, atención y algo de prejuicios inicié mi año escolar, pensando en cómo iba a ser mi experiencia compartiendo con aquellas personas que consideraba tan “diferentes” a mí.

Lo primero que noté fue la perspicacia que tenían, un humor ordinario, que representa de alguna u otra manera jovialidad, noté la frescura del trato que había de los unos a los otros, se hacían bromas, se sacaban risas, una humanidad que no había visto antes en otro grupo, desde el trato se podía evidenciar que no eran un grupo normal. Poco a poco, durante las clases, empecé a sentir cómo la maleta de los prejuicios que uno siempre lleva a todos los lugares se iba vaciando. Empecé a sentirme extrañamente cómodo. ¿De dónde salían muchas de las ideas que tenía de este grupo?

Estudiamos virtual hasta febrero, a mediados de ese mes comenzamos el método de alternancia y después del primer día de estar presencialmente en la institución me di cuenta de que el del problema era yo, debía salir de una burbuja, la burbuja de la perfección, del miedo y el asco a la “recocha”, sabía que tenía que socializar más, que, efectivamente, reír de vez en cuando y compartir no eran actitudes contrarias a ser buen estudiante. Que uno no tiene que ser negro o blanco, que uno puede encontrar matices y oscilar entre las gamas. Incluso, dentro del grupo que todos consideraban los “malos” encontré gente realmente inteligente, apasionada, con capacidades diferentes a las habituales. 

Con el paso de las clases, durante el año, cambié, pero no me malinterpreten, nunca dejé de ser buen estudiante, solamente comencé a ser estudiante, empecé a charlar con ellos, demostré que era una persona de confianza, empecé a ser más extrovertido. Borrar mi fama de sapo fue un proceso lindo. Fue algo muy gratificante ver cómo me aceptó el grupo, me empezaron a tratar de manera amable, me hicieron sentir parte del grupo. Ellos lo justificaron diciendo que el grupo A era una familia, y que lo que los diferenciaba de los otros grupos era la buena relación que había entre ellos. Ellos me ayudaron a ser un ser más social.

Pasado el tiempo me encariñé con el grupo, generaron en mí un sentimiento que jamás había imaginado. ¡Ahora valía la pena ir al colegio!, ahora cada madrugada era justificada, ya no sentía la indiferencia de antes para ir al colegio, cada hora podía ser un recuerdo; las risas, los chismes, las clases eran más entendibles, rodeadas de buenos compañeros, sumado a los excelentes profes que nos correspondieron ese año, las clases ya no eran tan monótonas. Mis dos mejores amigos, Martín y Federico, también empezaron a encajar con el grupo, nos dimos cuenta de que la imagen que nos vendieron era completamente falsa, ya era un grupo maduro, un grupo que sabía diferenciar los tiempos de charla y clase. Ese contraste me enseñó a amar el colegio y me hizo caer en cuenta de lo relativamente poco que me quedaba como estudiante, ¡Qué bella es la etapa escolar! esa etapa de aprendizaje, de definición personal, tiempo de transición, donde a veces descubrimos el amor, el odio, las pasiones, la preparación a esa vida adulta. Adultez que muchas veces añora los recreos o las tareas que para ese entonces eran aparentemente difíciles.

Yo traté de tomar, poco a poco, un rol en el grupo, una clase de líder improvisado, en verdad quería ser alguien valioso para mis compañeros y empecé a asumir la tarea por la cual fui enviado a ese grupo, nivelar; la verdad lo único en lo cual podía ayudar a mis compañeros era en el sentido académico, empecé a explicarles los temas, me preocupaba por ellos y, en efecto, el promedio empezó a subir; no me acredito nada, pero muchos compañeros me agradecieron porque les explicaba bien o por una ayuda que les daba. Mejoramos tanto que teníamos los primeros puestos en el grado. Nos propusimos una meta grupal: pasar a décimo todos juntos sin necesidad de presentar refuerzos, era algo nuevo para algunos compañeros que no lograban pasar de un periodo a otro sin una materia perdida, entonces era un reto difícil, mas no imposible, solo había una materia pendiente y era matemáticas. En el momento en que estoy escribiendo este texto no se ha acabado el año, pero vamos bien, se creó un espíritu por ser el mejor grupo, y según algunos profes, a la fecha de este artículo, somos los mejores. 

Qué agradecido estoy con la vida y con la coordinación de mi colegio, este año me ha enseñado muchas cosas, comenzando por las etiquetas, muchas veces son falacias letales capaces de destruir vidas, todavía me sorprendo de lo mal que se hablaba de ese grupo, algunos profesores incluso lloraban de la desesperación, el montón de procesos por los que pasaron mis compañeros. Es algo muy inusual que un grupo mejore de manera tan drástica, y eso es lo segundo que me enseñó el 2021, las personas cambian, es algo bonito que debemos tomar para bien en la sociedad, todos podemos ser diferentes si tenemos alguien que nos ayude, algo que le dé sentido a la vida, la mayoría de veces se puede cambiar. Mi grupo cambió sus notas, su disciplina, su interés por el colegio, y eso me alegra enormemente y por eso, sonará raro, ¡pero mis compañeros de clase son mi orgullo! 

¿Qué aprendí yo? cambié mi visión de la sociedad, mi imagen en el colegio, ya no era la del sapo, incluso mejoré mi promedio, me di cuenta de lo bello que puede ser instruir a una persona; una gran oratoria que escuché me dejó la bella enseñanza de que uno puede enseñar inconscientemente a las personas, ya sea siendo buen ciudadano o queriendo mejorar al otro; me volví una persona más resiliente, y una última cosa que me enseñó este año fue el amor a la vida. Y como cada suceso se vuelve un aprendizaje,  sé que me debo levantar de cada derrota, al fin y al cabo esa es la esencia de la vida, la felicidad y la tristeza, el ganar y el perder, no nos podemos estancar en esta última, no nos podemos quedar con los brazos cruzados, ni entrar en una depresión solo por perder algo o por creer que no encajamos, tenemos que buscar la forma de salir, de mejorar, de hacer nuestra vida agradable, y eso muchas veces lo conseguimos con amor. Ese sentimiento que nace muchas veces de lo más banal e insignificante, ese valor que está en todas partes, solo lo debemos buscar, yo lo encontré en el colegio y es algo que todos los jóvenes deberían entender, debemos querer la escuela, esa etapa no es tan tediosa, estudiar no solo son los libros, son los momentos, las experiencias, las bromas, y todo lo chévere, porque en mi opinión, si este país tuviera mejor educación y los muchachos y muchachas aprendieran a amar el colegio, Colombia mejoraría demasiado. 

En la diferencia, en los contrastes, se encuentra la diversidad. No es bueno solo el que recibe buenas calificaciones. El grupo que creía tan diferente a mí, y sí, tan diferentes, que se parecen a mí.