Día de tapas

Por: Samuel Ospino Lengua

I.E. María Josefa Escobar

Un viernes entramos tranquilos al salón, tuvimos la primera clase con la profe Vianey, fue una clase normal, no hubo tanto trabajo que hacer, lo mismo con el “ticher” de inglés. Luego llegó el profe de matemáticas, Santiago, con él las clases siempre fueron didácticas y participativas, aprendíamos y lo disfrutamos mucho, nadie renegaba con ese profe.

Salimos al descanso y me fui directo a las gradas, me senté a tomar el sol porque en el salón estaba haciendo mucho frío. Mientras me calentaba un poco, veía correr a los niños de sexto, iban sin ninguna preocupación por tropezar con los demás jóvenes y hacerles caer su comida, también observaba como se metían a la fila de la tienda del colegio, y Martica,  la señora encargada, no se daba cuenta. El tiempo pasó muy rápido y solo lo sentí cuando Óscar, el profe de sociales, nos gritó a todo volumen “¡Aaaaa looooos taaalleeeeres!”. Entré al salón, me senté y me puse a terminar lo que estaba haciendo de matemáticas. Cambiamos de clase y seguimos con Greisha, la profesora de física, química y biología. Con Greisha, sí o sí, había que trabajar porque si no lo ponía a perder a uno el período escolar. 

Entonces, resulta, pasa y acontece que nuestro colegio tiene una metodología de estudio llamada “SERI”, esta metodología de estudio consiste básicamente en un taller con varias actividades para realizar durante todo el período. En lo personal a mí no me gusta esta metodología de estudio, me parece muy extraña, pero bueno. Entonces Greisha nos dijo que si no entregábamos las tapas que nos había pedido al principio del año para reciclar, perdíamos el primer período. 

Yo pensé inmediatamente que sí o sí debía hacer eso porque yo no quería perder otro año. La verdad me daba pena ir solo a la calle a buscar tapas, entonces le dije a dos de mis compañeros que si íbamos a buscar tapas por Itagüí. Simón, un niño de baja estatura, pero con un músculo como de un hombre de 30 años, me dijo que me iba a acompañar, pero que después del colegio, y Stiven, otro amigo, expresó que no quería ir porque tenía otras cosas por hacer.

Salimos del colegio, qué alegría, pero a la vez, qué pereza llegar a la casa a lavar los platos, sacar al perro, barrer y trapear. Le comenté a mi mamá sobre la ida a buscar tapas y empezó el interrogatorio: ¿Pa’ dónde va?, ¿Con quién va a ir?, ¿A qué hora llega? Tanta preguntadera para finalmente decirme: “Vaya, y no se demore”.

Entonces me fui. Pasaba ya por el barrio El Progreso y, en ese entonces, la quebrada de esa zona estaba emitiendo un olor muy desagradable, “gas”, pensé en ese momento, no sé cómo las personas hacen para vivir al frente de una quebrada que huele tan mal. Seguí mi camino y decidí pasar por Simón porque en el colegio me había dicho que me iba a acompañar a buscar esas tapas.

Él vivía en el barrio Calatrava, un barrio normal, común y corriente; lo único malo es que hay lomas por todos lados y qué pereza subir y bajar. Llegué a la casa de Simón y lo llamé: “¡Siiiimooón!”, él salió, y nos fuimos. En el camino ya había recolectado siete tapas aproximadamente, me faltaban 143, pues tenía que llevarle 150 tapas a la profe Greisha, ¡qué estrés! 

Continuamos por los sectores de Calatrava buscando y recolectando tapas. Pasamos por el Gana de Calatrava y me antojé de comprar recortes de pastel. Fuimos a la repostería, pero lamentablemente no tenían más recortes.

Seguimos caminando y nos metimos por distintos sectores. Pasamos por el Sena, el colegio Ciudad Itagüí, la Ye, Barrio Hundido —que, la verdad, da miedo— y por último, llegamos a un barrio que no conocía y Simón tampoco, también daba mucho miedo porque las calles estaban solas, en las aceras había poquita gente y se nos quedaba mirando de manera extraña. Yo estaba un poco asustado y Simón me va diciendo: “Hey, vámonos de acá que nos van a salir atracando “. Pegamos un pique hasta el Guayabo que, la verdad, no sé si sea un barrio o un sector comercial, pero bueno, por allá no encontramos casi tapas, solamente cinco tapitas para todo lo que caminamos en este lugar. 

Mientras caminábamos rumbo al Parque del Artista pasamos por un sector de puros almacenes, pero, por la hora, todos estaban cerrados, además no había nadie en esa cuadra, eso estaba solo, ni un alma por esa zona, nada más éramos Simón y yo. Entonces Simón me dijo: “Una vez aquí me atracaron, y me robaron mi panelita Huawei”, me eché a reír porque lo dijo de una manera muy chistosa, y con cara seria, él me respondió: “En serio, usted por qué cree que tengo otro celular. Más bien caminemos rápido que nos salen tres gamines con machetes y nos atracan”. 

Nos abrimos de ese lugar. Llegamos al Parque del Artista, encontramos unas cuantas tapitas y luego nos fuimos para el Parque principal de Itagüí. Allá compramos unos panes agridulces, que la verdad son muy caros, además de pequeños. Luego nos fuimos para el Parque Obrero, había pocas tapas así que nos aburrimos y nos fuimos. Llegamos a la casa de Simón, contamos las tapas, y sin pensarlo, recogimos 170 y dijimos al unísono: “¡Con esto ganamos el año!”.

 

Buitres acechantes

Por: Mariana Restrepo Cano

Centro Educativo Autónomo

Podría llamarme a mí misma de muchas maneras: solitaria, introvertida, callada o para almas amantes de léxicos más elegantes que el mío, ermitaña.

Realmente salir de casa no es mi actividad favorita, he evitado ir a fiestas, mentido para huir de situaciones sociales e incluso simplemente encapsular mi paranoica mente en el ruidoso estruendo de la música a todo volumen en mis audífonos. Pero, ¿realmente es paranoia esto que siento? En la definición de la paranoia encontramos, en palabras mucho más rimbombantes, que es el pánico irracional a sentirse seguido, visto o incluso en grave peligro. Sin embargo, ¿realmente es irracional el miedo que siento? ¿Es realmente solo un invento de mi abrumada mente el hecho de sentir turbias y pesadas miradas sobre mí?

Salgo de mi casa y mientras camino por las calles de nuestro país que oculta inmoralidades, encuentro rostros que no reconozco, pero, por la mirada en sus ojos, ellos sí parecen encontrar en mi asustado rostro y en el saco holgado de mi padre, que uso en algunas ocasiones, algo inmensamente atrayente.

Avanzo en mi camino ignorando los murmullos que me siguen, mi mente se ahoga como si una pared negra con todos mis miedos escritos se hubiera abalanzado sobre mi temblorosa figura. Escucho como uno de los seres que me acecha me llama por un nombre que no es el mío, y que solo sonó encantador en la mente de buitre de aquel tipo que me susurró al oído palabras que, según él, son dulces, pero para mí no son más que amenazas. Acelero el paso y le subo el volumen de mis audífonos en un intento frustrado de desaparecer mágicamente de ese lugar; sin embargo, los comentarios sobre su deseo atroz parecían penetrar directamente en mi mente. Con miedo de ser perseguida, paso de largo al lugar donde realmente deseo llegar, buscando despistarlo o al menos impulsarlo a abandonar sus intentos de conquista, con unas habilidades de seducción que dan la sensación de haber sido adquiridos en una carnicería.

Afortunadamente, o desafortunadamente, creo haber descubierto la razón de mi paranoia. Durante un encuentro de Prensa Escuela estábamos conversando y nos topamos con el tema de cuál era el lugar que menos nos gustaba de la ciudad; concordamos varias de nosotras, las mujeres, en que El Parque Lleras, en El Poblado, es una zona que preferimos evitar cuanto sea posible. Pero, ¿por qué? Se preguntarán, aunque realmente no sea sorpresa para nadie. La razón es que tenemos miedo.

Miedo de las miradas que erizan nuestros cabellos, de los ojos que reflejan un deseo perverso y abrumador no recíproco. Miedo de que nuestras ropas, que deberían ser solo telas e incluso formas de expresión cotidiana, sean malinterpretadas como mantos seductores y atrayentes. Miedo de que seamos confundidas y se nos ofrezca dinero por nuestra compañía, todo esto con muestras de un erotismo falso y depravado.

Aquel día descubrí que mi paranoia estaba perfectamente justificada, pero, ¿es realmente mejor saber que muchas mujeres, y no solo yo, se confinan a sí mismas a las paredes de su casa, o a la compañía de familiares altos y fuertes que puedan intimidar y desviar aquellas miradas de nuestro cuerpo? Estamos confinadas a comentarios de madres que nos criaron con cuidado, diciéndonos cómo debemos comportarnos para no “tentar” a esos seres de mirada pesada que nos rodean como buitres sobre una presa que lleva pocos días muerta.

Para mi suerte, yo sí logré escapar de los buitres, pero muchas de nosotras diariamente quedan atrapadas entre sus afiladas garras, con las cuencas de los ojos vacías y heridas en la piel que hacen que poco a poco se desangren hasta desvanecerse.

 

El amor es un sancocho

Por: Simón Vargas Arciniegas

Colegio Antonino

A diferencia de otras veces, me distraje y no fui a cumplir con mi ritual de ir a verlo cocinar y preparar cada cosa para que todo saliera a la perfección. En ocasiones ayudaba, pero sabía que esa dedicación y destreza que tenía mi abuelo para hacer su sancochito nadie más la tenía. Él revolvía el delicioso caldo con una felicidad y euforia dignas de admirar. 

La casa se llenó de un olor cálido y familiar, mamá llamó a pasar a la mesa. Como cosa rara, fue una trampa de ella, apenas me llamó salí disparado por el frente del jardín, pero para mi desgracia ni siquiera habían puesto la mesa. Ella, con cierta expresión burlona, se dirigió a mí y entonó rápidamente: “organiza la mesa, ¡ya es hora!”. Durante un instante me quedé completamente quieto, murmurando para mis adentros: “Ah, de nuevo caí, no lo puedo creer”, y solté una carcajada al unísono con mi mamá. 

Me dispuse a terminar de organizar la mesa, acto seguido me quedé observando a mi abuelo por unos segundos. Era una persona con una sonrisa de esas que jamás se olvidan: fugaz y brillante. Sus suaves arrugas que arropan sus ojos cafés oscuro, sus distintivas manos esculpidas por el arduo trabajo que conlleva ser un campesino, sus delicadas y blancas canas que adornaban toda su cabeza, su camisa y pantalón en extrema pulcritud, y claro, no podía faltar, su sombrero vueltiao que, siempre y cuando fuera un momento importante, lo acompañaba. 

Recordé con rapidez mientras me sentaba en la mesa su manera de preparar ese sancocho, ¡cómo se tomaba el tiempo de tener cada cosa en su lugar! Conseguía la mejor costilla del pueblo, la más carnudita posible, cultivaba su propia yuca, conseguía un par de papas y otros tubérculos, traía siempre unos plátanos o ‘popochos’ excepcionales, y ponía en marcha su obra maestra.

Siempre me pregunté por qué era tan exquisito su sancocho, quizás con el tiempo perfeccionó su técnica, pensaba yo. Pero en realidad, querido lector, era algo más importante, más especial, y esto procede de las tierras de donde es oriundo mi abuelo, El Cocuy. 

A la corta edad de siete años, mi abuelo quedó huérfano de padre y madre. Para poder vivir, algunos vecinos le arrendaban pequeñas partes de sus lotes, a cambio de que él debía labrar y dar la mitad de la cosecha a sus arrendatarios.  La tierra jamás lo defraudó, pues encontró en ella el consuelo y ese amor que nunca pudo recibir de sus padres.  La tierra lo alimentó, le enseñó y hasta lo educó. 

Volví repentinamente al lugar donde me encontraba, ya sentado en la mesa y sintiendo ese tan necesario calor que emanaba el delicioso plato. Vi a mi abuelo al otro lado de la mesa comiendo con gran emoción, como todos los demás, y al mismo tiempo le estaba dando un poco de su sancocho a mi mamá, aunque ella tenía, él siempre le iba a dar más.

Fue en ese momento cuando vi su sonrisa, su mirada expresiva, esa luz y paz que solo él otorgaba. Entonces pensé, en ocasiones el amor no solo son besos, abrazos y palabras de amor, a veces, el amor es un buen plato de sancocho.

 

Dos rayas, una oración

Por: Sofía Soto Guerrero

Colegio de La Compañía de María – La Enseñanza

Uno. Dos. Dos rayas se mostraban frente a ella en el baño del último piso del colegio.

Sonó la campana. Adriana se tendría que estar dirigiendo a la prueba de final de año de sociales, pero en ese mismo instante pensar en La Guerra Fría o en la Época de La Violencia parecía casi una broma, eso pasaba a último plano en su mente. 

Dos rayas se presentaban frente a ella y su corazón jamás había latido a tal velocidad. 

Sus dos mejores amigas la esperaban fuera del baño. Toc, toc, toc. La llamaron a preguntarle si estaba bien, a decirle que si seguían así llegarían tarde. ¿Tarde?, no, no había llegado tarde, había llegado temprano, todo estaba demasiado apresurado. 

Finalmente, salió del baño y se miró al espejo, y no fue hasta entonces que el peso de los acontecimientos le cayó encima. Estaba embarazada. La prueba de embarazo tenía dos rayas que lo confirmaban, y ella, Adriana, una chiquilla de 17 años, aún en décimo grado, estaba embarazada. 

Presentó el examen de sociales y no era de sorprender que, dadas las circunstancias, su rendimiento fuera deficiente. 

Adriana mantuvo el secreto entre sus amigas y unos días más tarde le contó también a su hermana.

–Si la echan de la casa yo me voy con usted, ese bebé es de ambas ahora, usted es mi hermana y sabe que cuenta siempre conmigo. Vamos a salir adelante como sea, ya va a ver. 

Con las palabras afirmativas y el apoyo de al menos un miembro de su familia, finalmente la futura madre respiraba en paz. Sabía entonces que no estaba sola, que resolverían la situación de algún modo. Aunque hubiera dificultad, recorrería el camino acompañada. 

Fueron las amigas de Adriana quienes se comunicaron con el colegio para que hiciera algo con la situación, ya que la chica se mostraba completamente reacia a hablar con sus padres o actuar respecto a lo que sucedía. La vicerrectora se reunió con Adriana, le mostró todo su apoyo y ofreció su ayuda; fue ella quien terminó hablando con los padres en un encuentro tensionante e, incluso, desconcertante. 

Cuando los padres oyeron la noticia lo primero que le pidieron a la vicerrectora fue que los dejaran solos un rato; querían orar por la salud de su hija y el bienestar del bebé que iba a llegar. Todo el peso que cargaba Adriana se descargó inmediatamente, como si a Atlas se le hubiera perdonado su condena de cargar la Tierra sobre sus hombros. Se sentía invencible, contaba con el apoyo de sus padres y su eterna oración sobre ella protegiéndola.

La reunión con la rectora no fluyó tan positivamente. Los padres de Adriana creían que los planes de Dios eran como debían ser; la rectora, por otra parte, la consideraba un mal ejemplo para el resto de las niñas. Incluso más, ya que, al tratarse de un colegio mariano femenino, tener relaciones antes del matrimonio o, peor aún, quedar embarazada, se consideraba una falta gravísima.

La rectora la echó del colegio, lo cual, en aquel entonces, era más factible, pues no se aplicaban estrictamente leyes de inclusión y no discriminación en la educación. Sin embargo, eso parecía nuevamente algo secundario dentro de todo lo que la vida estaba trayendo para esta joven. 

Nació una niña. Adriana terminó el bachillerato en otro colegio, estudió medicina, se especializó en anestesiología y años más tarde vive feliz, casada y con dos hijas; una aún bebé, la otra, escribiendo esta historia.

Dos rayas se mostraron frente a ella en el baño del último piso del colegio años atrás; pero la acompañaban sus padres y su hermana, la acompañó la oración que por ella hicieron, y desde entonces, la acompaño también yo, su hija, quien ha tenido la más alta fortuna de haber nacido con esta madre y en esta familia y que, a pesar de haber llegado temprano a sus vidas, no tardó en sentirse amada por ellos y en convertirse en una constante en la dichosa vida de Adriana, quien no cambiaría nada de lo que sucedió, ni en una vida, ni en dos.