Construir desde el dolor

Por: Mariana Acosta Gutiérrez
Tallerista Prensa Escuela 2019
Licenciatura en Humanidades y Lengua Castellana
Universidad de San Buenaventura

Es una crónica escrita por Tatiana Lozano, quien, el 06 de marzo, estuvo en el Parque de los Deseos de la ciudad de Medellín, presenciando un acontecimiento sensible, pero lleno de esperanza, ante los ojos de la memoria histórica.

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Tomada de la página digital MOVICE – Movimiento Nacional de Víctimas de Crímenes de Estado.

El Parque de los Deseos se dividía en dos. En el medio, desde la Casa de la Música y casi hasta el Planetario, se extendía una sábana blanca, delgada, larga. Sobre ella había fotos. Fotos de hombres, mujeres, niños, adolescentes. Fotos con nombre, lugar y fecha. “Ermey Mejía Gómez. Desaparecido. Comuna 13. Diciembre 18 de 2002”. “Julio Ernesto González. Asesinado. 30 de enero de 1999. Doradal, Antioquia”. “María Luisa Parra. Detenida – desaparecida – asesinada. Medellín. Junio 2 de 1992”.

Alrededor de la sábana había personas con pañoletas naranjas atadas en su cuello, sus morrales o sus muñecas. La mayoría eran mujeres. Conversaban entre ellas, se saludaban, se abrazaban. Una de ellas, la más joven, se paró a un lado de la sábana, descargó un pequeño bafle que traía consigo y conectó un micrófono. Con voz firme y serena, se dirigió a todos los que rondaban el sector. “Hoy, 6 de marzo, los invitamos a que nos acompañen en este espacio. Las víctimas de crímenes de estado existimos en Colombia, y hoy, en el día nacional de la dignidad de las víctimas de crímenes de estado, queremos contarle a todo Medellín que estamos acá, y que no necesitamos permiso para manifestarnos, no necesitamos permiso para conmemorar a nuestros muertos”.

Todas ellas hacen parte del Movimiento Nacional de Víctimas de Crímenes de Estado, y la pañoleta naranja es su distintivo. Una de esas pañoletas colgaba de la espalda de Luz Mery Velásquez. Pegada a su pecho llevaba la foto de un hombre de unos 40 años, con cabello crespo y oscuro y un bigote muy poblado. “Julián Emilio Cataño. Desaparecido – detenido – asesinado. Norcasia, Caldas. 24 de febrero de 2001”.

“Mi esposo era ingeniero civil, en esa época estaba trabajando en la hidroeléctrica La Miel en Caldas, de la constructora Odebrecht”. Luz Mery asegura que esta empresa le pagaba 30 millones de pesos mensuales a los paramilitares de la zona de Norcasia. “Por decisión del comandante paramilitar de las Autodefensas Unidas de Colombia Ramón Isaza del Magdalena Medio, lo asesinaron, lo picaron, y lo tiraron al río La Miel”.

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Tomada de la página digital MOVICE – Movimiento Nacional de Víctimas de Crímenes de Estado.

Luz Mery tiene el cabello rubio y los ojos claros. Ya va llegando a los 60 y está cansada, por eso prefiere esperar sentada en el piso a que anochezca para que comience la ceremonia de conmemoración a los desaparecidos. Tiene unos lentes de marco rojo que a veces se deslizan hacia su nariz. Mientras se los acomoda, sigue contando su historia. “Yo me considero víctima del Estado porque el Estado creó el paramilitarismo. Cuando mataron a mi esposo, yo no fui reconocida como víctima, porque me decían que en Norcasia no había paramilitares. Entonces yo mandé un derecho de petición a la presidencia de ese momento. Entré un proceso judicial y años después me reconocieron como víctima cuando Ramón Isaza admitió varias veces, en el proceso de Justicia y Paz, lo que le habían hecho a mi esposo”.

Julián y Luz Mery tuvieron una hija. Con orgullo, Luz Mery cuenta que hoy es una gran arquitecta, porque le aprendió al papá. “Los paseos de nosotros era a las hidroeléctricas. A la niña siempre le encantó todo eso, se montaba a jugar a las retroexcavadoras y el papá era feliz”. Cuando su padre desapareció ella no lloró. Según Luz Mery, la primera vez que lloró fue al año y medio, y lloró dos meses seguidos. “El vacío de la desaparición forzada es muy grave porque uno no cierra el ciclo, uno no tiene a quién llorar entonces es más difícil hacer el duelo. Eso fue lo que nos pasó a mi hija y a mí”.

Debido al estado en el que dejaron el cuerpo de Julián, era imposible recuperarlo. El Estado le ofreció a Luz Mery una entrega simbólica, pero ella no aceptó porque no quería una caja vacía. También le ofrecieron un espacio en un mausoleo en el Cementerio Universal, pero de nuevo dijo que no. “Es que en ese mausoleo solo había espacio para 180 víctimas, pero en Antioquia son más de 13 mil desaparecidos. Yo no podía aceptarlo sabiendo eso”.

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Tomada de la página digital MOVICE – Movimiento Nacional de Víctimas de Crímenes de Estado.

Mientras va llegando la noche, Luz Mery admite que dieciocho años después de la desaparición de su esposo, ella todavía lo llora, todavía le duele. Pero en medio de ese dolor ha encontrado espacios que la han ayudado a sanar, como un grupo de teatro que formó con otras víctimas que también hacen parte de Movice. Se llama Desde Adentro, y ellas mismas escriben y actúan obras de teatro que representan sus historias. Para ella eso ha sido lo más importante de todo su proceso: empoderarse de su dolor para construir memoria.

Cuando el cielo ya estaba oscuro y el sol se había escondido, comenzó el acto de conmemoración. Los miembros del movimiento y quienes los acompañaban prendieron unas velas eléctricas que alumbraban de colores y las pusieron entre cada foto de la sábana. Luego, la mujer del micrófono comenzó a nombrar a todas las víctimas, a lo que un coro de voces respondía “presente, presente, presente”. Cuando llamaron el nombre de Julián, a Luz Mery no se le quebró la voz. Con la certeza de que esas palabras eran más ciertas hoy que nunca, ella anunció fuerte y claro: “presente, presente, presente”.

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Tomada de la página digital MOVICE – Movimiento Nacional de Víctimas de Crímenes de Estado.

 

Tatiana Lozano Jaramillo
Comunicación Social y Periodismo
Universidad Pontificia Bolivariana

¿Qué hay tras las primeras veces?

BPrensa escuela (12)

Los talleristas se reúnen en El Colombiano

Por: Mariana Acosta Gutiérrez
Tallerista Prensa Escuela 2019
Licenciatura en Humanidades y Lengua Castellana
Universidad de San Buenaventura

Cuando nos preguntan ¿Qué eres? Vienen a nosotros una infinidad de respuestas, colores, lugares e, incluso, sabores. Pensamos, tal vez, en que somos vida, somos ciudad, somos luz, somos caos, somos transformación. En definitiva: vamos siendo. Somos seres inacabados y en cada paso que damos nos vamos (re)escribiendo. Es por eso que narrar sobre nuestra historia, nuestros orígenes, nuestras inquietudes, nuestros miedos, hace que cada día seamos más ciudadanos, esto es, más humanos.

Chocolate
Bajo mis pies la tierra seca, los pequeños matorrales, el crujir de las hojas y las viejas vías del ferrocarril en el campo de Caracolí. Poco recuerdo el pueblo. En general, poco he ido a esa tierra de ancestros en la que casi todos alzan la voz para rezar el padre nuestro, y con la misma fe susurran conjuros (bien y mal intencionados) que viajan con el viento.

Iba con mi abuela y mi padre a la vereda El 62, donde vive el tío abuelo Arcángel. Siempre existió un pequeño paradero del Ferrocarril cerca de su casa; ahora se llega en motorodillo, un ingenioso transporte que se fue desarrollando poco a poco cuando se acabó oficialmente el sistema ferroviario, y los trenes salieron de circulación. Sus pioneros tomaron una moto, la organizaron con un tablado, pusieron rústicas sillas encima y comenzaron los viajes que comunican muchas veredas con el pueblo.

Por una entrada, que antes era trocha y ahora son escaleras, nos esperaba Arcángel Gómez, hijo de Jesús Emilio y de Virgelina. De tez morena, cachetes grandes, el cabello bañado en canas, sin camisa y con un crucifijo en el pecho. Solo traía encima la cruz, una pantaloneta azul que combinaba con la pintura de la sencilla casa de adobes, una sonrisa sincera bajo el frondoso bigote y una especie de bastón que le ayudaba a apoyarse en cada paso.

La abuela y mi padre conversaban con Arcángel y yo ocasionalmente asentía con la cabeza, pues casi no le entendía. En realidad le comencé a prestar más atención a una estructura de madera que estaba cerca de nosotros. Había un olor fermentado, dulzón y fuerte, pero jamás imaginé que podría provenir de ese montón de granos que estaban allí.

Vi por primera vez al cacao secarse, uno de los procesos que se necesitan para tener el chocolate como la conocemos. Hasta ese momento, solo lo concebía empacado, sin sospechar que un familiar lejano lo tenía ahí, en toda la entrada de su hogar.

Ana Isabel Gómez Molina
Universidad Pontifica Bolivariana
Comunicación Social y Periodismo

BPrensa escuela (5)

Leyendo cuentos infantiles en El Colombiano

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La primera vez al compás de la música

BPrensa escuela (1)

En Prensa Escuela leemos en voz alta.

Por: Mariana Acosta Gutiérrez
Tallerista Prensa Escuela 2019
Licenciatura en Humanidades y Lengua Castellana
Universidad de San Buenaventura

La música nos ha acompañado en todo nuestro caminar, ya sea de manera consciente o no, está ahí, siguiendo nuestro compás. Entre latidos fuertes, entre ir y venir, entre susurros y silencios, entre manos gigantes y corazones nostálgicos se componen estas historias que conservan melodías, reflexiones y encuentros inolvidables. Aquí están, a la espera,  cuatro voces que solo necesitan de ti para comenzar a narrar.

Yo y la primera vez
Amaneció y está claro que no será un día común. La mañana estaba preciosa, pareciese que el sol ya se hubiera comprometido a acompañarme. Es un día importante, pero aún no estaba suficiente convencida, tal vez no estaba lo bastante cerca al vacío, seguramente anestesiada en el tiempo.

Todos tienen caras felices, veo que están muy emocionados porque llegue la hora, yo aún trato de asimilar lo que está por pasar. El almuerzo está tibio y el jugo no luce tan apetecible como se ve recién servido, ya es tarde y no es la hora del almuerzo, me retrasé; perdí el tiempo, pero él me encontró, me di cuenta que era hora de ir a casa a tomar un baño y buscar ropa más limpia.

Momento complejo: ¿Una falda? ¿Una blusa? ¿Pantalón? ¿Cabello suelto? ¿Recogido? ¿Tal vez una trenza? Ya no quería complicarme más, tomé un pantalón (negro por supuesto), una blusa cómoda y salí como mejor puedo salir, ese día fui Jimena.

Me acerco al momento, decidida, fuerte y convencida, ya no puedo esperar. Hice conciencia por un momento de lo que estaba pasando en mí: latidos más fuertes y rápidos, sudor repentino en la frente y ese impulso en el pecho que pareciese un espectáculo de juego pirotécnicos, mis ojos… puedo asegurar que, aunque no pudiese verlos, tenía la certeza del brillo existente en ellos y justo ahí entre latidos y torrente sanguíneo igual a una tormenta, escuché: “Con ustedes, Jimena”.

No existió jamás una detonación de sentidos en mi cabeza igual a la de ese momento, yo tomé el micrófono y canté, sí, canté.  Supe inmediatamente que soy eternamente feliz con lo que puedo hacer cuando canto, puedo sentirme tranquila, satisfecha y acompañada; comprobé que los aplausos son de colores y las personas son destellos de luces que ciegan la tristeza.

Eses día cantó Jimena, ese día canté yo.

Jimena Gutiérrez Cortés
Universidad de San Buenaventura
Licenciatura en Educación Artística

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Participando en el taller sobre redes sociales.

 

Amor a primer oído
“Recuerdo mi rúbrica y esas sensaciones únicas cuando conocí esta música, yo solo bailaba Mamblues sin descansar, era el Dios del viento, nadie me podía parar” Gambeta.

En las calles seguía sonando ese asqueroso reggaetón con letras que no dicen nada. Que fuera el reggaetón viejito, con ritmo inevitablemente envolvente y letras pesadas pero trabajadas, pues yo me relajaba y hasta lo disfrutaba, pero esto es horrible, ¿quién llama a esto música? Yo no, yo paso.

“Abrí los ojos, entre paredes la mesa y una conversación, y lo único que separó el secreto ha sido esta canción, esa que no se olvida como el hambre y la imaginación dejándome ir donde quiera sin dejar de ser yo” kaztro.

Había escuchado hablar del rap en los términos más tormentosos y vandálicos. Cuando mi parcero “El Gambino” me invitó por primera vez a su casa, lo único que sonó durante cuatro horas fue 2Pac, Notorius BIG, Snoop Dog y todo el combo de raperos gringos. Me pareció algo muy pesado en ese momento básicamente porque no entendía nada. Pero me gustó. Me gustó como se sentía el Bum-Bap al ritmo de mis latidos, como rimaban los versos, como se me movía la cabeza sola. No lo entendía, pero estaba seguro de que me gustaba más que el reggaetón.

Me interesaron los samples, los scratchs y los skills. Me gustaba el efecto que esta música generaba en mi cuerpo, pero me faltaban las letras. Así fue como me sumergí en YouTube buscando rap en español. Todo hablaba de lo mismo: que la esquina, que la bareta, que los grafitis, que los tombos, que las pollas… en fin, me parecía reggaetón con otro ritmo. Hasta que conocí a Alcolirykoz.

Alcolirykoz son un grupo de rap paisa a los que considero una etnografía andante, son una hermosa personificación de la ciudad que amo, son el significado más puro y más bello de Medellín que he encontrado. Yo escuché su música por primera vez mientras lavaba el baño de mi casa, esa actividad no demandaba más de media hora, ese día fueron necesarias dos.

“Yo iba y venía, yo iba y venía, viajaba sin moverme ¡Vaya suerte la mía!” Gambeta.

Cristian Andrey Vargas Rodriguez
Universidad Pontifica Bolivariana
Comunicación Social y Periodismo

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Los talleristas  explorando aspectos sobre las redes sociales

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¿De cuál primera vez nos hablan los talleristas?

BPrensa escuela (13)

Los talleristas escriben sobre su primera vez en algo

Por: Mariana Acosta Gutiérrez
Tallerista Prensa Escuela 2019
Licenciatura en Humanidades y Lengua Castellana
Universidad de San Buenaventura

Los talleristas han aceptado un reto: escribir sobre la primera vez en algo. Juliana, Alejandra y Simón han coincidido, han descrito una experiencia relacionada con los nervios que genera la incertidumbre, con el anhelo de conocer ese espacio o esa persona que han llegado a su existir y, sobre todo, con el deseo de que dichas palabras conmuevan a cada uno de los lectores, pues ir dejando palabras por el camino es también ir entregando un poquito de sí al otro, ese otro eres tú en este momento. Así que descubre con tus propios ojos lo que ellos te quieren regalar.

Era el momento, ellos me esperaban
No sabía qué empacar primero, si ropa, zapatos viejos para sobrellevar el embrollado pantano, libros o cuadernos limpios en los cuales escribir esa próxima historia que iniciaría. Tenía miedo, pero, a la vez sentía una ansiedad inexplicable que sólo se calmaría cuando enfrentara aquella realidad vulnerable que me esperaba.

Finalmente, decidí empacar los tenis más viejos que tenía, mis botas de la suerte, algunas prendas, mi perruno por si algo me pasaba, el estuviera allí acompañándome en medio de la incertidumbre y, por supuesto, una caja pequeña con libros infantiles, de psicología y educación. ¡Ah! y un cuaderno nuevo para iniciar la escritura de esa experiencia, tal como lo había planeado desde que me dieron aquella sorpresiva noticia.

No recuerdo muy bien la despedida en mi familia, todo fue muy rápido sólo sé que partí con esperanzas y miles de sueños. Durante el viaje escuché música, leí un poco, pero, sobre todo, disfruté del frío tenue e impoluto que siempre pretendió hacer revolotear mi cabello.

Al llegar sentí el olor del pan horneado, de la panela en su punto de ebullición, la caña recién cortada por el machete de mi abuelo o quizás de mis tíos, el chocolatico caliente en las frescas mañanas en medio del canto de los pájaros y gallos, y hasta del repugnante café impregnaron mi corazón.

En mi mente quedan recuerdos tan variados e incomprensibles como por ejemplo el de Sol que le habían matado a su padre de la forma más espeluznante y los mismos que habían cometido este acto tan monstruoso, incendiaron la casa de Cristina. Además, José, necesitaba urgente iniciar terapias con un fonoaudiólogo y Jerónimo Melo, necesitaba amor más que nadie. Carlos deseaba ver a su madre en el cielo y Pilar a su padre en el ejército, Sara aún no aprendía a tomar sopa y Juan tenía miedo de pedir permiso para ir al baño, temía hablar y jugar con los demás. Estrella no soportaba el amor que Gilberto quería brindarle, Felipe amaba incalculablemente la música y era bastante preguntón. Mario sólo reía y hacía mil muecas con tal de no comerse la ensalada; Mateo era experto en la pintura, Tatiana extrañaba oír a su padre cantar, Sebastián anhelaba compartir un helado con su madre, Luciana era extrovertida y se cuestionaba todo lo que pasaba, Jacobo peleaba sin parar con los demás y decía que era justicia todo lo que hacía, Andrés tenía el sueño de ser conductor de una grandiosa y colorida escalera y yo… yo simplemente no sabía cocinar.

Juliana Giraldo Orozco
Universidad de San Buenaventura
Licenciatura en Humanidades y Lengua Castellana

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¿Para todo hay una primera vez?

Por: Mariana Acosta Gutiérrez
Tallerista Prensa Escuela 2019
Licenciatura en Humanidades y Lengua Castellana
Universidad de San Buenaventura

Damos por sentado que a todos, alguna vez en la vida, nos ha ocurrido algo. Desde lo más remoto como la primera vez que nos atrevemos a jugar paintball, nos emocionamos por dar nuestro primer beso o, por qué no, nos han dejado plantados como coloquialmente se le llama en nuestro territorio. Son anécdotas un poco descabelladas que conservan la esencia de lo que implica ser humano y, sobre todo, ciudadanos que van caminando por el mundo descubriendo nuevas cosas.

Los talleristas 2019 en El Colombiano

La primera vez que me rompí
“La estrategia es la siguiente: cuando empiece el juego tú corres inmediatamente por la bandera. Ellos no se lo esperan, eso nos va a dar ventaja. Te van a empezar a disparar pero no te preocupes, nosotros les disparamos a ellos para cubrirte. Cuando llegues a la montañita que hay aquí a tu derecha saltas y te escondes. Desde ahí resolvemos. ¿Listo?”

“Listo”, le dije a mi amigo con voz segura, aunque estuviera temblando del miedo. Desde que me levanté esa mañana comencé a dudar si ir a jugar paintball. Una voz dentro de mí me decía que algo iba a salir mal, y mientras mi amigo me explicaba el plan, ese sentimiento se volvió más inminente. Pero yo, que siempre confío en mi intuición, ese día decidí ir en su contra porque no quería quedarles mal a mis amigos, que sí estaban muy emocionados por el juego.

En retrospectiva, no sé por qué accedí a ir en primer lugar. La única vez que había jugado paintball antes de ese día me asusté tanto con las balas que me quedé escondida detrás de una trinchera todo el juego. Naturalmente, mi equipo perdió. Tal vez lo que quería ese 27 de junio era reivindicarme.

1, 2, 3, ¡Juega! Gritó alguien del otro equipo desde el lado opuesto del campo, y supe que era mi momento. Respiré profundo para armarme de valor y emprendí mi rumbo montaña abajo. En mi mente sonaba la canción de Rocky Balboa. Me sentía invencible. Hasta que esuché la primera bala proveniente del campo contrario. La música se apagó y ahora solo escuchaba mis gritos, mi mecanismo de defensa por excelencia. Ya no me sentía invencible sino torpe. Los zapatos se enterraban en el lodo, el casco me empezó a sofocar y el peso de la pistola me anclaba al piso. Y sin embargo, milagrosamente, yo seguía corriendo para agarrar el trapo rojo que se elevaba en la mitad del campo.

Tomé la bandera. Sentí un breve alivio y me di la espalda para volver a mi territorio. En ese momento sentí el impacto de varias balas chocando contra mi chaleco. En medio de la adrenalina, olvidé que las reglas establecen que una vez te alcance una bala debes soltar la bandera y volver a tu campo con la pistola apuntando hacia el cielo. De haberla recordado, no me habría esperado aquel destino fatal. Pero en ese momento ya estaba pensando solo en la victoria.

Con la bandera en la mano ya no me sentía tan nerviosa. Incluso, había parado de gritar. Alcancé a divisar el montículo que me había señalado mi amigo y corrí hacia él. Una vez en la cima, salté. Solo me percaté de lo alto que era cuando estaba en el aire. Cuando caí grité de nuevo. Pero un grito distinto, este ya no era de miedo sino de dolor. Había caído mal en el pie izquierdo y me dominó una punzada a la altura del tobillo. Sentí toda la sangre de mi cuerpo correr hacia mi pie y un calor me invadió en ese punto. Puede que hayan pasado solo unos segundos, pero para mí se sintió una eternidad mientras estuve tirada en medio del pantano cual soldado herido.

Al ver que no me levantaba, mi amigo fue a ver qué había pasado. Del otro equipo gritaron que paráramos el juego, porque pensaban que había hecho trampa. De ahí, todo sucedió muy rápido. Mi amigo me tuvo que llevar cargada hasta una silla, porque cuando intentaba apoyar el pie sentía tanto dolor que se me iba el aire; estaba mareada y temía desmayarme. Ya sentada, llamé a mi mamá y a mi novio para avisarles que iba a ir a urgencias. “Seguro es un esguince, no te preocupes”, les dije a ambos para tranquilizarlos. Pero por dentro me decía a mí misma lo que unas horas después iba a confirmar la radiografía: “jueputa, me lo quebré”.

Tatiana Lozano Jaramillo
Universidad Pontificia Bolivariana
Comunicación social y Periodismo

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Encuentro de talleristas 2019 en El Colombiano

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