Estrella fugaz

Crédito Manuela López

La conocí un martes. Teníamos la primera clase de francés que se dictaba como extracurricular en el colegio. Ya la había visto un par de veces ayudando a la bibliotecaria de la institución educativa Enrique Olaya Herrera, pero nunca antes había tenido contacto con ella, y ni siquiera sabía su nombre. Todos los estudiantes inscritos a esa clase nos presentamos a petición del docente y al escucharla a ella decidí, sin razón aparente, que para mí no iba a ser “Angie” sino “Gigi”.

Era morena, su cabello era negro y rebelde, era un poco más alta que yo y sus ojos transmitían calidez y un brillo especial, a pesar de que era una persona distante a quien le incomodaban los abrazos y el contacto físico en general. A pesar de esto, tras conocerla un poco, empezó a dejarse abrazar por mí; solía perseguirla por todo el colegio únicamente para estrecharla entre mis brazos. Con el tiempo, Gigi comenzó a acostumbrarse a esto e incluso buscaba mis abrazos.

Aunque estábamos en grados distintos solía verla todo el tiempo en el colegio en las diferentes actividades que compartíamos juntas, y al terminar la jornada escolar, nos quedábamos juntas en el lugar en el que nos conocimos ayudando a ordenar o, simplemente, leyendo. Comencé a llamarla mejor amiga, porque lo era. Aprendiendo a conocerla no imaginé que un par de años después solo me quedaría extrañarla. 

Nuestro hobbie juntas era el skateboarding. Cada viernes, saliendo del colegio, íbamos al parque UVA más cercano a practicar y fue en uno de esos viernes que me dijo: – “Mannu, yo también quiero ser psicóloga, montemos un consultorio juntas.” Con esa frase comenzamos a construir un sueño en común por el que siempre luchamos…mientras ella estuvo con vida.

Un accidente imprevisible, lastimosamente, le costó los sueños a esa pequeña niña que estaba a punto de entrar a la Universidad de Antioquia a estudiar la carrera que siempre había anhelado. La noche del accidente había salido con varios del grupo de skaters a un pequeño parche.

Era tarde y decidieron bajar en las patinetas por una carretera univial. Ella carente de protección, puse iba sin su casco, y un taxi que, sin luces, iba subiendo, se encontraron en un garrafal accidente. El taxi impactó a Angie.
La llevaron al hospital, se había fracturado el cráneo y estaba inconsciente. Al día siguiente se despertó, no sabía quién era, no reconocía a nadie y no recordaba absolutamente nada de lo que había pasado; los médicos la durmieron porque necesitaba descansar. Al parecer inducirla a un coma no fue una buena idea pues tuvo tres paros cardiorrespiratorios y unas horas más tarde, le dictaminaron muerte cerebral. Todo esto tuvo un gran impacto en mí, e incluso mi mente ha aislado muchos de los recuerdos de esa semana.

El clima frío y oscuro era la representación del cómo me sentía, intentaba encontrar esa parte de mí que llevaba tanto tiempo perdida, pero por más que rebuscara en mi interior no lograba encontrar el camino a lo que había sido un año atrás; la sonrisa en mi boca no volvía, el brillo en mis ojos se había perdido y una parte de mi alma faltaba. Caminaba por inercia dirigiendo mi cuerpo hacia ese lugar que quedaba a menos de dos cuadras de mi casa, y que podía ver desde mi ventana, al cual era costumbre acudir cada viernes a montar antes de que todo pasara. Tenía que cruzar la calle para llegar al parque UVA, empecé a hacerlo y al volver a mirar hacia ambos lados vi un taxi. Aquel vehículo de color amarillo dirigiéndose hacia mí solo me llevó a imaginar su patineta estrellándose, mi mente voló a esa noche en la que, por razones que aun no entiendo, perdí a mi mejor amiga. Volví a la realidad, cuando escuché los insultos del taxista, quién al parecer había frenado en seco.

Crucé corriendo lo que me faltaba para llegar y subí los siete escalones de la entrada con el corazón a mil. A lo lejos, y con los ojos ya llenos de lágrimas, alcancé a ver a los demás y caminé un poco más rápido para acercarme, giré la cabeza en busca del foco del sonido de las ruedas deslizándose en la madera y por un segundo la ví a ella, con su cabello negro revuelto y su piercing en la nariz, alcancé a escucharla pronunciar la frase con la que siempre me saludaba “Manucita, carrerita por toda la UVA” acompañado de su risa maliciosa. Sentí mi corazón explotar como cuando tenía ataques de pánico o ansiedad, y aunque creí que iba a caerme seguí caminando hasta sentarme en una de las gradas donde se encontraban los demás.

Una de las chicas que siempre había hecho parte del parche, pero con la que no había tenido mucho contacto además de un “hola” y un par de palabras más, se me acercó y se sentó a mi lado, yo siempre había sido la más pequeña del grupo y desde el accidente todos me miraban con lástima, como conociendo mi fragilidad, viendo a través de mí todos esos miedos e inseguridades que me generaba el no tener conmigo mi polo a tierra y la incertidumbre de un mañana invisible sin su voz, su apoyo y su compañía. La chica sentada a mi lado dudó por un momento y luego me dijo: “Ella no se ha ido porque cada uno de nosotros la mantiene aquí, en el corazón. No lo veas como una perdida, pues ahora tienes una estrella fugaz que te cuida”.

Ese día, por primera vez en un año completo, me sentí bien y supe que eran las palabras de mi estrellita materializándose en un cuerpo tangible y una voz serena que me reconfortó.

 

1 comment

  1. Gladys Bibiana rojas guintero   •  

    Me gustó mucho la historiay te mete en ella

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