En adelante: quiero escuchar como los sordos

10.11.19

Por: Juan David Villa
Estudiante Comunicación Social-Periodismo UPB
Guía Programa de Visitantes Conozcamos EL COLOMBIANO

Así el sol salga y se esconda por los mismos dos aburridos lados, no todos los días son iguales: hay días, y no crean que voy a ponerle a este breve texto el tono de un poema de Barba Jacob, a los que Dios, la vida y el universo, de antemano ponen señitas.

Son los días en los que se cruza uno con seres extraordinarios o se le precipitan hechos rotundos que pasan una tijera por la línea curva de la vida, la cortan y ya nada vuelve a ser como antes.

Pues he tenido, la semana pasada, un día como esos. Era viernes por la tarde. Llovía y escampaba. A la sede de El Colombiano llegó el grupo para el recorrido guiado de rutina: ese es mi trabajo… acompañar grupos, desde niños curiosos hasta adultos mayores sorprendidos, por las instalaciones del periódico para mostrarles en hora y media cuánta gente, empeño e inteligencia son necesarios para que la edición diaria llegue mágica y puntual por debajo de la puerta o aparezca siempre colgada en la tienda del barrio bien temprano en la mañana, o se pueda consultar en Internet con avances constantes.

El grupo que llegó ese viernes de sol y agua era de estudiantes de fotografía. Todos sordos. Cuando me vio el gesto de sorpresa, que no era miedo, Andrea Mosquera, la intérprete, me dijo que tranquilo. Yo le pedí algunas recomendaciones generales, sobra decir que jamás me había comunicado con alguien que no pudiera escucharme y menos teniendo que acudir a un intérprete, y le solté algunas preguntas tontas.

Una de ellas: ¿hablo despacio? Digo tonta porque yo suponía que cada movimiento de su mano equivalía a una letra y que mientras yo pronunciaba una palabra en, digamos, dos segundos, ella necesitaría de por lo menos diez para construirla con sus dedos.

Yo siempre me había preguntado cómo esos intérpretes que aparecen en televisión en un pequeño recuadro podían traducir tan rápido al leguaje de señas lo que alguien decía a velocidad normal en el cuadro grande de la pantalla. En todo caso, al final me explicó Andrea que sus movimientos, de las manos y a veces del cuerpo, les iba formando ideas completas y no letras.

El nombre de una persona, y vaya si esto me sorprendió, no se forma con ese alfabeto de sordos que algunos venden en los buses, sino que a cada uno le corresponde un movimiento de acuerdo con una característica notable: a Juan Manuel Santos, presidente de la República, lo identifican, si no me falla la memoria, con el movimiento de un dedo, no recuerdo cuál, que recorre una ojera.

A Andrea, por los pequeños lunares sobre su pecho, ellos la nombran haciendo un movimiento de la mano sobre éste: como echándose sal.

Aunque Andrea me explicó sonriente, muchas veces, que podía hablar como siempre, a mi tono y velocidad natural, no pude evitar procurar una dicción exacta y fingida, mejor dicho, algo robótica.

Por la fuerza implacable del hábito, en plena Sala de Redacción, donde siempre es necesario decirle a los oyentes que se acerquen porque se debe hablar en voz baja, por esa fuerza gravitacional del hábito les dije que se acercaran lo más posible para que pudieran escucharme mejor…

¡Qué vergüenza! Sandra, sonriente y siempre a mi derecha, me dijo que si se acercan es posible que se confundan, que no alcancen a percibir con acierto sus señas, que podía yo hablar bajo porque, obvio, los únicos que me escuchaban era ella, que estaba a cinco centímetros de distancia, y un muchacho que estaba tomando fotografías, y quien dominaba también el lenguaje de señas).

Y, a propósito, era ese su interés: la fotografía. Los muchachos estudian fotografía, y algunos, como una chica de baja estatura y pelo rojo, son ya profesionales. Ella, trabajadora social.

Como su interés era la fotografía, muy amablemente Henry Agudelo, fotógrafo del periódico y ganador del Premio World Press Photo, les resumió el trabajo de los fotógrafos de El Colombiano y, ante el asombro de los muchachos y su absoluta atención, les mostró imágenes en la pantalla del computador.

Veinte minutos después, salieron de la Redacción agradecidos con Henry. Para ellos, gratitud es un movimiento de la mano derecha que, a nivel del pecho, se separa de la izquierda y se lleva al mentón –espero que no me traicione la memoria-.

Obedeciendo a otra de las recomendaciones de Andrea, intenté siempre mirar al grupo. Sin embargo, no pude dejar de sentir extraño el que ellos, en vez de mirarme a mí, miraran las manos de Sandra cuyos dedos movía raudos, a tono con un gesto exagerado de la cara, gesto sin el cual la comunicación sería, cuando menos, poco clara, cuando más, nula.

Pero también, debo confesarlo, jamás, jamás, había sentido que alguien prestara tanta atención a mis palabras que, claro, se iban a las manos de Sandra primero y entraban después por los ojos de ellos, siempre abiertos, siempre espabilados.

Su atención me lavó el alma. Tanta gente habla y tan poca escucha. No sé si el mundo siempre haya funcionado así, supongo que sí, pero hoy las dispersiones y los escasos momentos de calma han robado el derecho al silencio y la fuerza de la paciencia que escuchar requiere.

Pero bueno, prefiero no quejarme del mundo porque el mundo es y ya, es por encima de uno y de todos. Mas yo, con mi alma bien lavada, en adelante, por si acaso, abriré bien los ojos y limpiaré los oídos para escuchar tanto como escuchan los sordos. Así no me perderé de nada y me daré el lujo de sorprenderme.

Ellos, expresivos y alegres, se fueron cuando aún llovía. Me dijeron gracias: manos en posición de plegaria, luego la derecha hacia el mentón… Sandra me enseñó a decir “con gusto” en señas: mano derecha en el pecho y sutil movimiento de la cabeza. Yo, no obstante, llevé mi mano derecha, con torpeza como siempre, a mi mentón y después les estreché la mano.