La noche del 13 de noviembre de 1985, a las 9:00 p.m., el estruendo del Nevado del Ruiz alertó a los habitantes de Armero, en Tolima. En cuestión de minutos, los flujos de lodo, escombros y troncos descendieron desde el volcán, arrasando con el pueblo y dejando a miles de personas atrapadas. Mientras tanto, la ceniza seguía cayendo del cielo y las autoridades no respondían con eficacia, ignorando las alertas previas que el volcán había dado durante todo un año.
La tragedia dejó aproximadamente 22.000 muertos, 5.000 heridos y 3.000 desaparecidos, y marcó de manera indeleble a los sobrevivientes. Según la Defensoría del Pueblo, el Estado aún desconoce cifras precisas sobre víctimas y sobrevivientes, especialmente niños, y persisten vacíos normativos y debilidades institucionales que han dificultado la reparación y la garantía de derechos a las personas afectadas. Cuarenta años después, la memoria de Armero sigue siendo un recordatorio de la negligencia y la deuda social que aún no se ha saldado.
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A la medianoche de ese 13 de noviembre, mientras el país apenas comprendía la magnitud del desastre, el teléfono despertó a Germán Santamaría Barragán en su casa de Bogotá. La urgencia venía desde la redacción de El Tiempo: debía viajar de inmediato hacia el norte del Tolima. A las 6:40 de la mañana ya sobrevolaba la zona en un helicóptero contratado por el periódico; lo que vio desde el aire fue una planicie interminable de lodo y escombros donde hasta hace poco había calles, casas y vidas. “Vi cuerpos desnudos que emergían del barro, gente que pedía auxilio. Fue como una escena de película de horror”, contó Santamaría en una reciente entrevista en Blu Radio.
Dos días después, entre socorristas y periodistas, Santamaría encontró a la niña que con el paso de las horas se convertiría en símbolo de Armero: Omaira Sánchez, atrapada entre los restos de su casa con el agua al pecho. Relató cómo se intentó conseguir maquinaria —una motobomba— y su desesperación por ayudar: “Yo no quise verla morir”, confesó ante su entrevistador, Néstor Morales. Santamaría rememora la agonía de decisiones imposibles —amputarla para liberarla, o no— y la impotencia colectiva cuando todo terminó frente a ellos: “Fue el periodismo más duro que he hecho en mi vida”, dijo.
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“Yo tuve que tomar decisiones humanas en medio del horror”, recordó Germán Santamaría, al relatar el momento en que entendió que no había manera de salvar a Omaira Sánchez. Los rescatistas habían intentado de todo: “Le metían tubos, cuerdas, palos, y nada funcionaba”. La niña, dijo, “era lúcida, hablaba conmigo, rezaba, me pedía que no la dejara sola”. En ese punto, Santamaría confesó: “Yo no soy un hombre de fe, pero me arrodillé y recé con ella”. Durante horas permaneció junto a ella, bajo la lluvia y el barro, mientras el nivel del agua seguía subiendo.
Cuando Omaira murió, Santamaría y su fotógrafo la cubrieron con piedras y pedazos de madera. “La tapamos con respeto. Lloramos. Fue el periodismo más duro que he hecho en mi vida”. Después volvió a Bogotá, con la ropa cubierta de barro, decidido a escribir la historia tal como había pasado. Su crónica fue publicada en El Tiempo y dio la vuelta al mundo. Años más tarde, el periodista reflexionó: “Omaira se volvió un símbolo, pero Colombia no necesitaba un símbolo para entender su propia tragedia”.
Una sorpresa años después
Al volver años después, Santamaría dijo que encontró la tumba de la niña llena de “muchas piedras, muchas flores, muchas cosas, pero no decía Humayra”. “Entonces nos fuimos hasta Mamarequita y compramos un pedazo de tela y con aguacate escribimos Omaira”, relató, y ante la sorpresa del entrevistador añadió: “Con la tinta de aguacate, porque es indeleble”. Al insistirle, subrayó: “No, La pepa deja una mancha que no se puede borrar”.
Meses después, ya lejos del lugar, Santamaría recordó la sorpresa y la tristeza de ver aquella bandera en el exterior: contó que, en Nueva York, vio la imagen reproducida en la prensa y que eso lo conmovió. “Lloré solo en el Central Park de Nueva York”, dijo, y añadió que jamás imaginó que la pequeña bandera hecha con sus hijas tendría tanta resonancia.