Solferino –primera novela de Josefina Aguilar Ríos, periodista y editora de EL COLOMBIANO– parte de dos sucesos reales. Uno signado por la amistad: la correspondencia durante cuarenta años entre un campesino de Anorí, Antioquia, y un poeta chileno radicado en Catillo, Parral, la otra punta de la cordillera de los Andes. El vínculo entre ambos se estrechó de tal forma que la lectura de las cartas se volvió un ritual familiar.
El segundo acontecimiento es una espina en el alma: el desgaste de la memoria del labriego por el Alzheimer. El libro, impreso por Verso Libre, será presentado hoy a las ocho de la noche por la docente en literatura Clemencia Ardila en la casa cultural La Pascasia.
La historia es simple, bella: a inicios de los sesenta Luis Valdés Quevedo publicó un aviso extraño en el periódico El Campesino. Allí lanzó una botella al mar de la tinta impresa: invitó a quien lo quisiera a iniciar con él un intercambio de misivas. En las montañas de Antioquia una joven tomó la posta al enviar a la dirección del chileno una breve carta. Así se tejió el lazo. Al ingresar ella a una orden religiosa, el hermano mayor de la familia Aguilar, Hernán, continuó la escritura.
Los textos de uno y del otro hablaban de lo importante en la vida: las cosas en apariencia minúsculas del día a día. “Escribían del clima, de ovnis, de cosas familiares, de un triunfo de Colombia en Chile. De los inviernos y los otoños”, cuenta Aguilar Ríos.
Ganadora de la convocatoria de Fomento y Estímulos de la Alcaldía de Medellín, la novela es el resultado del paso de Aguilar Ríos por las aulas de Eafit al cursar estudios de escritura creativa. En su periodo de gestación contó con la ayuda y los consejos de los escritores Juan Diego Mejía, Jorge Iván Agudelo y David Gil.
En un primer momento a la autora le costó –lo confiesa– separarse de los registros del periodismo para sumergirse en las lógicas narrativas de la literatura. En el proceso artístico los personajes cobraron vida propia, rompieron los esquemas trazados por Aguilar Ríos.
Las múltiples voces le sirvieron para no restringirse en la microhistoria, para explicar los contextos sociales vividos por los protagonistas. Por ejemplo, mientras la noche de la dictadura cubría Chile, en Anorí el Ejército Nacional desplegaba el cerco al Eln que estuvo a punto de aplastar a esa guerrilla.
En el albor del milenio las cartas del sur dejan de llegar. Hernán pierde al amigo y al tiempo la memoria. El síntoma inicial de la enfermedad era minúsculo: antes resolvía con solvencia operaciones aritméticas complejas, ahora trastabilla en restas simples.
Ante eso le encarga a su hija –trasunto de Josefina Aguilar Ríos– acudir a su destreza profesional para dar con el contertulio a quien nunca conoció en persona, con quien nunca habló por teléfono. El círculo se cierra: en la infancia ella fue la encargada de escribir en los sobres los datos del destinatario. En el presente del libro es la responsable de descubrir su paradero.
Solferino es el nombre de la finca de los Aguilar Ríos y del color de las nubes en algunos atardeceres. También es el título de una novela de poco más de doscientas páginas escrita con el lirismo de los asuntos del corazón . n
