En su mirada hay inocencia, pero también timidez y desconfianza porque a la corta edad de 11 años le ha tocado sufrir las consecuencias de una temprana orfandad.
Apenas ahora Rigoberto Arango, jugador de la Escuela de Cali, encontró un rumbo. A los 8 años debió abandonar su hogar por esas paradojas del realismo mágico que tiene Colombia entre la violencia y la gente de bien.
No quiere recordar la razón por la que tuvo que dejar su tierra (Morales, Cauca) junto a sus tres hermanos. En Cali encontró en la Fundación San José un hogar y en el béisbol una familia. Allí comparte con dos de sus hermanos, Juan David y Andrés, a quienes califica como sus mejores amigos. Alba, su hermana mayor, se encuentra en otro hogar.
“A mí me gustaba el fútbol y cuando llegué a la Fundación el profesor Moisés me dijo que por qué no jugaba béisbol y desde eso entreno todos los días en Cali”.
Esas prácticas lo distraen de pensar en lo que no quiere recordar y eso se nota cuando evade hablar sobre el tema. El deporte le ha devuelto alegría y esperanza a su mirada.
Es la segunda vez que viene a Medellín para el Babybéisbol. Lo hace gracias a la colaboración de “Checho y Mara”, la pareja que le abrió sus puertas para cobijarlo durante el evento. “Las dos veces me he quedado donde ellos”.
Al preguntarle sobre su pasión por el deporte pierde la timidez con la que habla de su vida personal y su pasado. “Me gusta lanzar y mi mejor bola es el cambio”, dice y asegura que es un niño con una poderosa mano derecha.
No duda y de inmediato agarra una pelota para demostrar sus habilidades. “También bateo bien”, anota mientras sus compañeros de equipo asienten con la cabeza. Emocionado, explica que “el cambio” es un lanzamiento algo lento que confunde al bateador, porque después la pelota baja con gran velocidad.
Rigoberto encontró en esta disciplina parte de la felicidad que la vida todavía le debe.