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Casi que suplicándole, vía telefónica, el entrenador de Caterine Ibargüen, el cubano Ubaldo Duany, le pedía a su pupila: “Por lo menos cálzate los tenis y sal a la pista a caminar o a trotar un poco”. Luego perdió contacto con ella más de un mes.
En ese instante y sumida en el dolor, la deportista, acostumbrada al glamour que le brindan sus triunfos y quien ha pisado los mejores escenarios atléticos en el mundo, estaba refugiada en un barrio donde aún se ven calles polvorientas y con huecos, pero en el que realmente encuentra su polo a tierra.
Se trata de El Obrero de Apartadó, Urabá antioqueño, donde se formó y en el cual, en los próximos días, espera disfrutar y asimilar aún más el premio que recibió el martes en Mónaco, el de Mejor Atleta del Año de la Federación Internacional de Atletismo, distinción que Latinoamérica no celebraba desde que lo hizo la semifondista cubana Ana Quirot en 1989. En ese momento Caterine tenía cuatro años y aún no comenzaba a competir con los zapatos de su abuela Oyola. No tenía más, debido a la escasez económica.
Tres décadas después, tras conquistar la cima de su deporte, estuvo a un paso de poner fin a su carrera.
En un país que en ocasiones carece de memoria para recordar las gestas de sus embajadores, Ibargüen, actual medallista olímpica, sufría al sentir el bullying que le hacían a ella y también a su familia luego de terminar subcampeona mundial en 2017 en Londres. Muchos vieron esa medalla de plata como un fracaso, luego de triunfar en las citas de 2013 en Moscú y 2015 en Pekín.
“A mis sobrinos los molestaban en el colegio, a mis tías, cuando iban a la tienda, les decían que era mejor que me retirara, y por poco sucede. Soy un ser humano y esas derrotas me afectaron bastante sicológicamente”, le confesó la atleta a este diario. En los tres meses que estuvo sin entrenar aumentó casi cinco kilos.
Sin embargo, como por arte de magia, la triplista retornó a la competencia en el mes de abril durante el Prix Ximena Restrepo, en el que empezó un camino triunfal que fue considerado, por la Iaaf, como el más exitoso de su andar (ver módulos).
“Perseverante, así califico a Caterine. Cuando iba por la calle me decían que ella ya estaba acabada para el atletismo, y más al saber que encontró una gran rival en su especialidad, la venezolana Yulimar Rojas –oro en Londres–, pero Cate no es de las que se rinde fácil. Lo que logra inspira a los jóvenes que siguen sus pasos”, contó ayer su tía Luz Mery Ibargüen.
Tras la distinción que recibió la deportista, la mujer ve con mayor optimismo la terminación del estadio de atletismo que se construye en Apartadó y que llevará el nombre de su exitosa sobrina, quien gracias a sus condiciones dejó muy joven su población para formarse mejor en Medellín bajo las órdenes de la cubana Regla Sandrino.
“Siempre se mostró irreverente, terca, tenaz y soñadora”, indica Regla.
“Me hacía trampa una, dos y tres veces, hasta que le dije que conmigo no entrenaba más; la eché de los entrenamientos. Pero se dio cuenta de sus errores y entendió que las cosas no se conseguían con facilidad. Su empeño, actitud y ganas le permitieron salir adelante, sumado a ese buen entrenador que tiene como es Duany. Ella es poderosa, en los momentos complicados saca el tigre que lleva por dentro”, agrega Sandrino.
Tras la gala en territorio francés, Caterine expresó que este premio sirve para que otros atletas de Suramérica, que en ocasiones creen que no existen oportunidades de progreso, luchen por ellas.
“Le doy primero gracias a Dios, a mi familia y al profesor Duany, sin él esto no hubiera sido posible”. Y con ese hombre, quien la ha sabido guiar, la mejor atleta del mundo, quien dice que después de Tokio-2020 pensará en el retiro, es esperada en su tierra como la reina que es. Allí sí que se fortalecerá de energía. “Este premio me llena de confianza para darle más alegrías a Colonbia”, reitera una de las morenas más adoradas del país.
15.31 metros, mejor marca de Caterine. 15.50, récord mundial en poder de
Inessa Kravets desde 1995.