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Batalla de El Intocable-Pambelé ya tiene 45 años

  • Ilustración EMERS
    Ilustración EMERS
18 de diciembre de 2016
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Humo de cigarrillo, aroma de Chanel, mujeres bien vestidas hasta con frondosos copetes y faldas altas. El bullicio de las apuestas, los tiraflores de la radio y un coro que más parecía las modernas barras bravas del fútbol alentando sin cesar: “Nico, Nico, Nico”...

Era sábado, noche de boxeo en el Luna Park, en pleno corazón del Buenos Aires de los años setenta. Las colas eran interminables en el redondel del más importante escenario deportivo de Argentina por mucho tiempo. El mismo que vio emerger y triunfar a grandes de las narices chatas: Carlos Monzón, Víctor Galíndez, Santos Benigno Laciar, Juan Martín Coggi, Óscar Ringo Bonavena. Pero ninguno como el Intocable Nicolino Locche, ese hombre de mediana estatura (1.75 metros), de piel blanca, alopésico, cortico de brazos (1.88 metros de alcance) y piernas, pero genial. El gran rey del desplante.

¿Y este?... -se preguntaba la gente que acudía a sus primeras peleas en el Luna Park, a donde llegó después de su éxito inicial en su natal Mendoza que lo condujo a ser campeón nacional-, cuenta el cronista argentino Carlos Irusta. “Este no es boxeador, no pega, va para atrás, esquiva, no da pelea...”. Solo propinó 14 nocauts en 117 peleas que ganó (escasamente un 10% de efectividad).

Pero nadie lo tocaba. Era completamente distinto a todos. Único. Un grande.

Locche, en efecto, y a diferencia de los estresantes momentos que viven todos los pugilistas en el previo de los combates, dormía en la camilla del camerino. Paco Bermúdez, su entrenador de toda la vida, decía que “lo hacía al borde del ronquido”.

¡Y fumaba!... Era un empedernido fumador. A tal punto que murió de una enfisema de pulmón en 2005.

Mientras combatía y amarraba a sus oponentes, se distendía en las cuerdas del ring y hablaba con el público, las mujeres que lo idolatraban, los relatores de la radio. Una de sus anécdotas famosas habla de una noche en que le recriminó a un narrador de Radio Rivadavia que, en ring side, daba cuenta de los golpes que tiraba y fallaba constantemente su oponente. “Oiga maestro, ¿y yo cuándo pego...? Yo también estoy peleando”.

Sus contiendas eran soberbios espectáculos de habilidad, ingenio, descaro, atrevimiento. Y uno, verdaderamente, no sabía a que sentimiento darle la razón: al de un púgil que esquivaba con gran técnica y se pasaba todas sus peleas casi sin tirar puños o al artista que exhibía impresionantes dotes para no recibir golpes.

El publico se emocionaba y él a su vez le encantaba brindarse. De ahí que sus “gambetas” se hicieron famosas. Parecía un balancín, se agachaba, giraba para un lado, amagaba tirar y se quedaba enganchado, estiraba su cuello hacia atrás y su cabeza parecía inalcanzable, no corría, era lento, confundía con su rostro del que jamás se le vio una mueca de burla para sus oponentes. Peleaba con la guardia baja; su pose normal en los combates era con los brazos al piso, invitando así a que le pegaran, y entonces, una y otra vez, esquivaba los embates de sus oponentes. Les ponía su cara sin protección de los puños, provocándolos en forma descarada.

“Pegaba cachetazos, no golpes, el problema con Locche era que no daba pelea. Le faltaba agresividad, no titraba golpes, faltaba el nocaut, la sangre, no daba pelea, era el antiboxeo”, señala Ernesto Crerquis Vialo, otro relator de multitudes que siguió de cerca la carrera del argentino de ascendencia italiana.

El dinero que ganaba por sus peleas lo gastaba en lujos y extravagancias, mujeres, cabarets -a los que entraba diciendo “una vuelta -trago- para todos”-, llegó a tener chimpancés, ponys, cada año cambiaba de automóvil -el viejo Torino, único que le gustaba-, jugador empedernido, tuvo un auto de carreras porque quería ser piloto de F-1 y terminó estrellado debajo de un camión, y hasta se perdía de los entrenamientos.

“Es que Nico no se caracterizó por ser prolijo, era un poquito vago en su vida, era un desastre, no entrenaba, no le gustava el gimnasio”, reseña Ramón Soria, expugilista y excompañero de gimnasio de Locche. Pero un virtuoso.

Ese hombre, que alguna vez dijo que quería ser piloto de avión, hizo el curso y tras un mal aterrizaje renunció a seguir, porque eso no era lo suyo, fue el primer rival de otro grande del pugilismo mundial del siglo pasado: Antonio Cervantes Kid Pambelé, un boxeador completamente opuesto en estilo -contundente y pegador recio-, y de una vida desordenada y llena de escándalos fuera del ring.

Esa pelea -la primera entre ambos, hace ya 45 años -cumplida en el Luna Park el 11 de diciembre de 1971 y que perdió Pambelé por decisión- le abrió la puerta al palenquero para convertirse, luego, en el campeón mundial más sólido de los wélter júnior. “Esto no es boxeo”, justificó Cervantes, a quella vez. Una batalla nunca olvidada. Y, a la vez, un duelo que marcó historia como un verdadero clásico del boxeo.

24
años tenía Pambelé cuando disputó la que sería su primera pelea de campeonato mundial. Locche le venció.
121
peleas, cifra exorbitante que ningún pugilista logra sumar hoy-, tenía Nicolino cuando se enfrentó a Pambelé.
67
peleas previas había realizado el colombiano antes de esa pelea por la faja wélter júnior de la WBA con Locche.

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