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Imaginación y memoria

  • Mujer de rodillas. Sr Ok. Santa Mónica, Médellín 2014.
    Mujer de rodillas. Sr Ok. Santa Mónica, Médellín 2014.
  • Imaginación y memoria
11 de febrero de 2016
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Hace unas semanas, durante una entrevista en Madrid, un periodista me preguntó para qué servía escribir novelas sobre un pasado doloroso. ¿No sería mejor, como dicta la sabiduría popular, dejar el pasado quieto y seguir adelante? Empeñarse demasiado en recordar viejos conflictos, ¿no nos vuelve incapaces de superarlos? Recordé a David Rieff, un gran ensayista que ha vivido de primera mano varios escenarios de guerra civil, y ha llegado a la conclusión en ensayos magníficos de que las violencias presentes son muchas veces producto de la terca memoria: recordar es revivir el rencor, y revivir el rencor es abonar el terreno para la venganza.

Ahora que Colombia se enfrenta al reto inverosímil de la reconciliación, me doy cuenta de que no pasa un día sin que me haga estas preguntas. ¿Qué es mejor: el olvido de mutuo acuerdo o el empeño memorioso? Y no pasa un día sin que llegue, por caminos diversos, a la misma conclusión: no hay, no puede haber reconciliación genuina, sin un esfuerzo común por saber —hasta donde pueda saberse— qué nos ha pasado en estos últimos cincuenta años.

Eso, contar el cuento de este medio siglo, es lo que intenta mucha gente en estos momentos: los políticos de izquierda, los políticos de derecha, el gobierno, la guerrilla, la Iglesia, los periodistas y los historiadores. Y así debe ser, por supuesto, porque una democracia de verdad, una democracia que funcione, es entre otras cosas un debate civil entre las distintas versiones de nuestro pasado común. En otras palabras, lo que hacemos en democracia es negociar una versión de nuestro pasado con la que todos los ciudadanos podamos sentirnos identificados, en la cual todos los ciudadanos podamos reconocernos. Sin esa versión común de nuestro pasado —que nunca es perfecta, que siempre estamos negociando— no hay futuro posible. Ni reconciliación tampoco.

Y es aquí donde entran los novelistas. La novela tiene su propia versión de lo ocurrido, pero es una versión única, insustituible y además imprescindible porque no ocurre en el terreno de los hechos visibles, sino de los invisibles: la moralidad, las emociones, las memorias secretas e inconfesadas. Acerca de nuestros últimos cincuenta años de guerra, sólo la novela puede contarnos lo que esas violencias le han hecho a nuestra frágil condición humana. Sólo la novela puede mirarnos por dentro y contarnos lo que la guerra le ha hecho a eso que, a falta de mejor palabra, podemos llamar el alma. Y ninguna reconciliación es posible entre gente que no conoce los resquicios del dolor ajeno, o que no tiene palabras para explorar y defenderse de los dolores propios. “La ficción”, me dijo una vez un gran novelista, “distribuye el sufrimiento”. No hay reconciliación posible sin memoria; pero hay memorias que ni la Historia ni el periodismo pueden contar: son las memorias de nuestra intimidad humana, que es lo que más se daña cuando se sufre la violencia.

Pero tampoco hay reconciliación posible sin imaginación. El escritor israelí Amos Oz, que ha conocido durante décadas ese conflicto sin salida que ocurre en su país, cuenta una anécdota que una vez le contó su amigo y colega Sammy Michael. Un día, en un taxi, Michael oyó al taxista decir que la única solución para el conflicto araber-israelí sería que los israelíes exterminaran uno por uno a todos los árabes. “Cada uno de nosotros debería matar a algunos”, dijo el taxista. En lugar de indignarse, Michael optó por un método que no había intentado antes: el método de la imaginación. Le pidió al taxista que imaginara el momento en que llega a matar a su primera víctima. Resulta que es una mujer. No importa: el taxista la mata. Luego resulta que al fondo del apartamento llora un bebé. “¿Mataría usted al recién nacido?”, preguntó Michael. Aquí el taxista lo interrumpió. “¿Sabe?”, le dijo. “Es usted un hombre muy cruel”.

Los fanáticos, dice Oz, son gente que no tiene imaginación. Cuando se les obliga a imaginar al otro, a ir un paso más allá en la imaginación de una vida ajena, se abre un hueco en el fanatismo. Eso, dice Oz y digo yo, es lo que hacen las novelas: nos obligan a imaginar al otro, a percatarnos de la vida que carga consigo, de la cadena de hechos que lo han puesto donde está. Leer una gran novela sobre nuestra guerra es correr el riesgo de entender a los otros, y entendernos es el primer requisito para reconciliarnos .

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