En la madrugada del pasado 31 de octubre, cuando le faltaban apenaa 40 minutos para terminar una cirugía de trasplante de corazón, el doctor Lucas Ramírez tuvo que hacer una pausa. El procedimiento iba bien y, a pesar de la hora, no estaba cansado, pero por el parlante que se escuchaba en todo el quirófano, sonó la voz de Jerry Rivas, el vocalista del Gran Combo de Puerto Rico, que decía: “Regalo el corazón, ya no lo quiero, en cuestiones de amor, es muy sincero”. Y cuando Te regalo el corazón empieza a sonar, hay que detenerse, más si uno está en un quirófano haciendo un trasplante de corazón. Algunos lloraron; el doctor Ramírez paró, tragó saliva y confirmó que no existía la posibilidad de no hacer historia esa madrugada.
Cuando sonó la canción estaban conectando la arteria pulmonar —que es la encargada de llevar la sangre sin oxígeno desde el lado derecho del corazón hacia los pulmones—. El procedimiento iba según lo planeado: pese a que el nuevo corazón todavía no estaba del todo engranado para latir de nuevo, la máquina de circulación extracorpórea, que hace las veces de corazón y pulmones mientras el paciente está sin corazón, funcionaba perfectamente.
Cuando tiene a sus pacientes acostados en la camilla del quirófano, con el pecho abierto y el corazón a la intemperie, al doctor Lucas Ramírez le gusta escuchar música. Cuando está de buen genio escucha salsa, y cuando no tanto, clásica o rock. En la madrugada del viernes 31 de octubre estaba dichoso. Su playlist de salsa es un oligopolio de Willie Colón y Héctor Lavoe con excepciones que se sabe de memoria: algunos merengues de Juan Luis Guerra y dos vallenatos: Lo mejor para los dos (la que dice: Esta es mi canción de despedida...), de Kaleth Morales, y Obsesión (la que dice que ojalá la tierra girara al revés), de Las estrellas vallenatas.
Esa madrugada las canciones pasaban en modo aleatorio mientras un equipo de casi una decena de médicos hacía historia: le estaban cambiando el corazón a una mujer en el Hospital General de Medellín, el primer hospital público en Colombia en hacer un trasplante cardiaco.
Los pacientes no nos damos cuenta, pero la música en los quirófanos es común, no solo por costumbre o capricho de los médicos, sino porque hay estudios que demuestran que puede mejorar el desempeño durante los procedimientos. Por ejemplo, un artículo titulado La influencia de la música en el desempeño quirúrgico, publicado el International Journal of Surgery en 2020, concluyó, después de revisar 18 investigaciones sobre el tema, que la música clásica tocada a un volumen bajo a medio, puede potenciar el rendimiento quirúrgico al aumentar tanto la precisión como la velocidad, además de promover la consolidación de la memoria quirúrgica, así como mejorar el razonamiento espacio-temporal. Los estudios también concluyeron que “la música disminuye el estrés del equipo quirúrgico y ayuda al personal a relajarse, mejorar la función cognitiva, crear una sensación de bienestar y elevar su estado de ánimo”, tal como ocurrió ese viernes.
Diez días después, cuando ya estaba confirmado que la recuperación de la paciente con su nuevo corazón marchaba bien, el alcalde de Medellín, Federico Gutiérrez, citó a una rueda de prensa en el Hospital para hacer el anuncio del hito que hasta entonces era desconocido. Gutiérrez reveló algunos detalles de la paciente: dijo que tenía 59 años, que era oriunda del Chocó, que había sido desplazada por la violencia hacia Medellín y que pertenecía al régimen subsidiado de salud. Del donante dijo que era un hombre, que ya tenía muerte cerebral y que gracias a la bondad de los familiares, con sus órganos se habían salvado cuatro vidas. Eso es todo lo que se puede saber de ellos porque el secreto profesional prohibe revelar información sobre el donante y el receptor. El alcalde celebró el hito, felicitó a los médicos, se dio el respectivo crédito y le mandó un par de dardos al presidente Petro.
Luego le dio la palabra al doctor Ramírez, que explicó el paso a paso del procedimiento, desde que identificaron a una paciente con potencial para ser candidata al trasplante, hasta la cirugía, pasando por cantidades monstruosas de trámites burocráticos.
“Se conecta el paciente a la máquina de circulación extracorpórea que hace las veces de corazón y de pulmones durante todo el proceso, se retira el corazón enfermo, se saca de la solución de preservación el corazón del donante, se hacen preparaciones para poderlo conectar bien a las estructuras del corazón del receptor y se hace la conexión al receptor. Ya durante la conexión al receptor, se reinicia el flujo de sangre hacia el corazón del donante, el corazón empieza a latir, se termina la asistencia con la circulación extracorpórea, se verifica que todo está bien y ya se realiza el cierre de la pared corporal de la receptora”, les dijo a los periodistas, impasible, como quien dicta la receta del arroz con pollo.
Antes de terminar la rueda de prensa le pregunté si se había puesto nervioso en la cirugía. “Yo ya tenía en el bolsillo más de cien trasplantes de corazón, pero cuando uno ve que ese corazoncito empieza a andar otra vez, bonito y fuerte, no hay palabras para definirlo”, respondió.
El médico de los cien trasplantes
Hubiera querido entrevistarlo en su casa para ver la planta de producción de cerveza artesanal, encurtidos y ahumados que tiene; o para hablar con su esposa, enfermera, con la que lleva 20 años de casado, o con alguno de sus tres hijos adolescentes; para ver alguna foto de sus padres, que sufren de alzhéimer; para que me mostrara su colección de billetes y monedas antiguas, y conocer el real de plata de Potosí que guarda en algún cajón; o para ver si era tan bueno como dice en el piano y pedirle que se tocara una del Gran Combo. Pero el doctor Ramírez solo me puede atender esa misma tarde, en la pequeña oficina del departamento de comunicaciones, en el tercer piso del Hospital, mientras afuera cae una tempestad.
Llevaba puesta la misma ropa que llevaba esa mañana, que se parece más a la del diario que a la de una ocasión especial: pantalón azul rey, botas cafés y camisa rosada encima de una camiseta blanca. La única diferencia era que ya no llevaba puestas las gafas rectangulares y ya no le sudaba la cara por las luces de las cámaras de televisión.
No estábamos solos: aunque ya caía la noche, los empleados del equipo de comunicaciones no habían terminado el que seguramente fue uno de los turnos más largos del año, y nos sentamos uno al lado del otro en el escritorio de Clara, la jefe del equipo, que estaba en la silla de enfrente, atenta a que al doctor no se le fuera a salir ninguna imprudencia, como cuando estuvo a punto de contestar cuánto costaba un trasplante de corazón.
“Ya mismo”, respondió por Whatsapp cuando le pregunté cuándo podía hacer la entrevista, como si tuviera prisa, pero una vez comenzó pareció como si hubiera reservado toda la noche y lo que quedaba de la semana. Si no es porque su esposa lo llama y le contesta a decirle: “Chiqui, me están haciendo una entrevista y todavía no he dado ronda”, no hubiera cogido el celular en más de una hora en la que habló con desparpajo y gracia, pero con los brazos cruzados sobre el pecho.
Nació en Medellín hace 52 años. Su madre era profesora de filosofía y su padre, médico, “el primer genetista que hubo en Medellín”, dice. Aunque toda la niñez y la adolescencia estuvo ligado a la música y al piano, desde que era un niño supo que quería ser médico, como su padre, pero diferente: “Lucas Ramírez quiere estudiar medicina y ser cirujano cardiovascular”, se lee en el anuario del colegio Benedictinos de 1990. El primer trasplante de corazón en el que participó fue en el hospital de la Universidad de Yale, en Estados Unidos, a donde se fue de intercambio en el último semestre de la Universidad. Las primeras veces son las favoritas de la memoria: los casi 30 años que han pasado desde entonces hacen que el secreto profesional tenga algunas licencias: todavía se acuerda del nombre del paciente, un hombre de la India, que probablemente ya esté muerto. El cirujano, un hombre de apellido Franco que no hablaba un ápice de español.
Desde entonces, ha tenido en sus manos, y no en sentido metafórico, centenares de corazones, enfermos y sanos, vivos y muertos, grandes y chicos. “Corazón de blanco, corazón de indio, corazón de negro son la misma cosa. Varían de acuerdo al tamaño de la persona y a sus hábitos de vida. Un paciente obeso, uno ve el corazón grasosito. Un paciente flaco, uno lo ve más bien magro. El de los niños es rosadito y pequeñito, el de los adultos es más grande”, explica.
Aunque ve corazones casi todos los días, hasta el pasado 31 de octubre Ramírez llevaba más de diez años sin hacer un trasplante. De hecho, hasta hace poco tiempo, estaba convencido de que ya no volvería a hacer, pues el Hospital General no estaba registrado ni autorizado como una entidad para practicar estos procedimientos, pero hace tres años que con su equipo empezaron los trámites y coincidió con que, después de recibir el visto bueno de las autoridades sanitarias, en el mismo Hospital encontraron al donante y al receptor.
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Dice que todavía lo asombra la capacidad del corazón para latir en cualquier situación de la vida, para funcionar perfectamente aún cuando pasa de la calma al éxtasis en un instante, la manera en la que se adapta a las necesidades de un corredor de cien metros, en el que late casi doscientas veces por minuto, o a las de un apneista donde llega a estar a punto de apagarse.
Asegura que un trasplante “desde el punto de vista técnico no es la cirugía más complicada. Es una cirugía que el que la sabe hacer, la hace bien hechecita y sin mucho enredo. Cualquier cirujano cardíaco la puede aprender a hacer sin ningún problema”. Eso explica el por qué ese día llevaba la ropa de todos los días y el por qué no le pareció extraordinario decir que llevaba más de cien trasplantes y que hacía diez años no hacía uno. Lo que sí le pareció excepcional es que semejante procedimiento se hubiera llevado a cabo en el hospital público de Medellín, donde “los pacientes son los que la gente pobre llama los pobres”, donde la gente tiene que escoger no pocas veces entre pagar los pasajes para ir a la consulta o comprar la comida del día. Un Hospital que, además, hace apenas dos años atravesaba por la peor crisis financiera en sus 80 años de historia, en medio de una administración señalada de corrupción y malos manejos, que pasó de ser una entidad sostenible financieramente a tener deudas con empleados y proveedores por más de $100.000 millones que la tuvieron al borde del cierre. Al propio Ramírez, la pasada administración, en cabeza del exalcalde Daniel Quintero y del exgerente Mario Fernando Córdoba, le quedó debiendo cinco meses de salario, entre octubre del 2023 y febrero del 2024.
“El impacto de un programa de cirugía cardiaca es muy grande. Es un papá que puede volver a volear machete para sostener a sus seis hijos. Es una mamá que puede volver a su casa a seguir cuidando a sus hijos o a sus nietos”, agrega, conmovido. La mujer de 59 años que todavía pasea todos los días por los pasillos y la terraza del hospital, pues sigue en observación, llevaba dos años con fallas cardiacas graves. La función del ventrículo izquierdo —encargado de bombear la sangre oxigenada a todo el cuerpo a través de la arteria aorta— era del 14%, cuando lo normal es el 60%. Ramírez dice que las probabilidades de salir vivo de una cirugía cardíaca son del 98% y que las de quedar mejor que antes son del 92%, y que eso es tan bueno como ganarse la lotería. La suerte de la mujer que no sabía que escuchaba salsa mientras tenía el pecho abierto empezó incluso desde antes de entrar al quirófano: apenas pasó dos meses en la lista de espera hasta que recibió un corazón nuevo.
Según el Instituto Nacional de Salud, en Colombia hay 3.855 personas a la espera de un riñón; 176, de un hígado; 47, de un pulmón; 27, de un corazón, y 6, de un páncreas. Mientras un paciente que necesita un riñón nuevo debe esperar cerca de 678 días, casi dos años; uno de corazón suele esperar 135 días, que equivalen a cuatro meses y medio. En Antioquia, mientras escribo, hay seis hombres y dos mujeres que esperan un cambio de corazón. Cinco son de estrato dos, dos son de estrato tres y uno es de estrato uno. Seis tienen sangre tipo O y los otros tipo A. Dos de ellos tienen entre 11 y 17 años.
—¿Qué sueños tenés por cumplir?, pregunto.
—Operar niños.