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Todos somos buscadores en la vida, se repetía en la misa del peregrino que recibió a los jóvenes de la Ruta Bbva en O Cebreiro, en una pequeña capilla enclavada en las verdes montañas de Galicia.
En italiano, francés, inglés, portugués, alemán, español se desarrolla la eucaristía, corta y recogida, en la iglesia del siglo IX, Santa María A Real Do Cebreiro. “Hacer el camino es encontrar el sendero pleno de la vida. Poder ver la creación, la riqueza de la vegetación. Hacer el camino es la vida”, seguía la homilía.
Las palabras tendrían luego un sentido mayor. Los ruteros de una veintena de países habían visto ya los pueblecitos de una España profunda, pero soñaban con seguir a los peregrinos que van a Santiago de Compostela por el camino francés. Este tiene unos 700 kilómetros. Los ruteros recorrieron solo un par de tramos completos; es que son 177 muchachos y no es fácil tener a ese volumen de personas pasando por los estrechos recovecos que atraviesan las montañas. Pequeños caseríos aparecen en el panorama, 20 a 30 habitantes a lo sumo.
Con el grupo tan grande y las paradas técnicas, la caminata se extiende casi a las ocho horas. Triacastela recibe a los ruteros con un campo abierto para armar las carpas. Los hostales para los peregrinos están unos kilómetros más adelante, en Samos. Allí, la abadía de los monjes benedictinos abre sus puertas para que los caminantes la recorran, bien buscando cierta paz o para descansar en sus corredores de piedra de tanto andar.
Al día siguiente, otro tramo: 23 kilómetros. Con los pies adoloridos, se calzan, de nuevo, las botas para seguir nuevas flechas. El punto de partida, Sarria. Más calor, menos brisa, más cansancio. “Buen camino”, se dicen unos a otros. Hay una camaradería, una energía, de la que se escucha hablar, pero que se necesita experimentar cuando todos comparten esa sensación de miles de gotas de sudor que inundan todo el organismo.
Los ruteros cantan temas por países, toman agua, buscan la sombra. Para vivir el silencio es necesario quedarse un poco atrás, para concentrarse en el paisaje montañoso, en el cielo azul, en los peregrinos que caminan con sus grandes morrales mirando sus pisadas, inmersos en sus propios pensamientos o en el cansancio.
La concentración, sin embargo, dura poco, porque los llamados de los monitores de la Ruta invitan a apurar el paso para no dejar vacíos entre los tres grupos que se formaron para controlar a la masa.
Al fondo se observa Portomarín, un pueblito peregrino un poco más grande. 23 kilómetros y uno se pregunta cómo lo hacen los que caminan los 700 kilómetros, en unos quince o veinte días.
El último esfuerzo. Parece que Portomarín en lugar de estar más cerca, lo estuvieran corriendo. Una torre con muchos escalones, es la meta. Aplausos, los ruteros llegaron.
Una noche de descanso y, al día siguiente, un impulso en autobús para arribar hasta Monte do Gozo, el monte de la alegría, desde donde se observa a lo lejos Santiago de Compostela. Cinco, siete kilómetros de caminata, poco ya. Los 13 ruteros colombianos sacan su bandera y se abrazan. Están “superfelices”. Tienen los pies adoloridos y la espalda aporreada por los quince días de campamentos. “No ha sido fácil, pero todo ha sido bonito”, dice Daniela Suárez.
Este sábado 7 de agosto dejarán España y será Colombia quien acoja a los ruteros por otros quince días. Los colombianos quieren mostrarles a sus amigos de la Ruta su país. Están emocionados.
El sacerdote de la misa del peregrino tenía razón, caminando hacia Santiago se observa la creación; todos somos buscadores, se busca un porqué para continuar. Los organizadores de la Ruta comentan que el camino viene por dentro. Unos 50 kilómetros de 700, es una muestra, quizá no mucho, pero allí están, en Santiago, como los peregrinos que querían ser.