En el Big-N Baseball Stadium de Nagasaki se reunieron el pasado 24 de noviembre 30 mil personas de Japón y diversas partes del mundo para asistir a un evento sin precedentes en este país: la beatificación de 187 mártires que fueron asesinados entre 1603 y 1639 durante el gobierno del emperador Shogun Tokugawa.
La ceremonia contó con la presencia del cardenal José Saraiva Martins, prefecto emérito de la Congregación para las Causas de los Santos, quien fue enviado por el Papa Benedicto XVI para esta ocasión.
La evangelización en Japón tuvo inicio en 1549 con el jesuita San Francisco Javier, enviado por su fundador y amigo San Ignacio de Loyola a las misiones en varios países orientales. Feliz, pero agotado por la exigente labor, cayó muerto en una playa en la isla de Sanchón Sancián en 1552.
Los frutos de su apostolado comenzaban a brotar: en 1563 se bautizaron algunos personajes influyentes en Miyako, (Kyoto). Desde los más sencillos trabajadores hasta muchos miembros de las castas nobles samurai empezaron a convertirse al catolicismo y despertaron la furia del emperador.
Aproximadamente 10 mil católicos fueron asesinados. Un primer grupo de fieles fue beatificado y canonizado entre 1862 y 1867 por el entonces papa Pío IX. Las autoridades japonesas pensaron que ya habían eliminado cualquier rasgo de catolicismo en este país, pero en el siglo XIX descubrieron que más de 20 mil japoneses eran descendientes de los antiguos cristianos y 4 mil de ellos fueron deportados y algunos asesinados.
Al leer la historia de cada uno de estos hombres y mujeres, recogidas en el libro "Japón, el siglo de los mártires", editado por la Conferencia Episcopal Japonesa, me encontré con varios elementos que llamaron mi atención: a este grupo pertenecen cuatro sacerdotes, un religioso y la gran mayoría, 183 son laicos. Había 60 mujeres, 33 jóvenes menores de 20 años y 18 niños. Dentro de ellos está el jesuita Pedro Kibe, torturado durante 10 días consecutivos. En medio del dolor de las heridas, alentaba a los catequistas martirizados junto a él.
Igualmente familias enteras como la de Ogaswara Kenya, asesinado con su esposa Miya y sus nueve hijos. Uno de ellos nacido y bautizado en la cárcel. Las torturas que sufrieron eran salvajes: quemados vivos, golpeados por varios días y otros arrojados a las llamas ardientes del volcán Unzen.
Después de la visita de Juan Pablo II a Nipón la Iglesia volvió a interesarse en la vida de estos mártires cuyo recuerdo, no pocos han querido ocultar con el paso del tiempo. Las investigaciones dieron pie a más beatificaciones para que los japoneses recuerden el testimonio de sus antepasados y se reavive la fe de esta pequeña comunidad.
Actualmente el número de católicos en Japón se acerca a los 500 mil. Pocos, si se compara con los 127 millones de habitantes, pero muchos si se tiene en cuenta que en estas tierras el cristianismo ha querido ser borrado del mapa.
Los nuevos beatos son, pues, testimonios de personas que dan su vida no por una ideología sino por un Ser. Como decía el cardenal Saraiva en su homilía: "no es la condena o el tormento lo que hace al mártir, sino la causa o el motivo, que es Cristo".