En sus piernas, Flora Rosa Caicedo Blandón (Yeya, como la conocen en el nuevo Bellavista) lleva la marca que le dejó la tragedia: una cicatriz de más de 20 centímetros, en la que cabe la mitad de su dedo meñique, le recuerda a aquel 2 de mayo de 2002 cuando el techo de la Iglesia de Bojayá se puso negro, y desde el cielo cayó un cilindro con metralla y gases que mató a 78 personas.
Con esa acción el bloque José María Córdoba de las Farc pretendía acabar con los paramilitares del bloque Élmer Cárdenas, apostados en aquel pueblo, ubicado a orillas del río Atrato. Pero la orden errada del comandante guerrillero, alias "Silver", terminó con la vida de 48 menores de edad y 30 adultos que en ese momento se refugiaban en el templo por la balacera.
Con la tragedia de Bojayá llegó el llanto, el luto, el miedo, el desplazamiento, las amenazas y tiempo después, las promesas y el olvido. En desbandada arribaron representantes de tres gobiernos y hasta organismos internacionales que, según los propios habitantes, "prometieron cielo y tierra, pero de eso nada ha llegado". Agua potable, energía diaria y otras promesas hacen parte del paquete que siguen esperando.
Yeya lo ha vivido, como afirma, en carne propia. Lleva ocho años aguardando una cirugía reconstructiva en su pierna izquierda que le borre la inmensa cicatriz, pero no ha obtenido respuesta. "Nos prometieron vivienda digna. Es cierto que nos reubicaron pero cuando entregaron las casas a algunas les faltaban puertas, ventanas, no tenían servicios. Nos pasamos así porque la necesidad era mucha. Hoy por hoy algunas siguen así y otras se están tarjando", dice.
La mujer se siente agradecida con su casa, pero dice que le faltan otras cosas para tener una mejor calidad de vida. "Puede que sí hayamos mejorado en cuanto a lo de la vivienda, pero sin agua y energía seguimos atrasados".
Ni agua ni energía
A Domingo Valencia lo recuerdan y respetan en Bojayá porque fue uno de los pocos hombres valerosos que tres días después de la explosión, desafió a los guerrilleros y a los paramilitares que seguían disparándose de orilla a orilla entre Vigía del Fuerte y el viejo Bellavista o Bojayá.
El 5 de mayo de 2002 Domingo volvió y encontró la desolación y la muerte en su pueblo. Cuando ingresó a la iglesia solo tuvo el valor de decirle a uno de los que lo acompañaban que le sirviera un aguardiente, mientras se le estremecían las entrañas por el olor de los muertos descomponiéndose, un olor a azufre como él lo describe.
"Fue duro ver cómo el sol que entraba por el techo de la iglesia sin tejas había terminado de desbaratar los cuerpos. Tuvimos que espantar a los gallinazos que rondaban por el lugar y empezamos a sacar a esas personas en bolsas. La guerrilla nos decía que le hiciéramos rápido", recuerda Domingo con su vozarrón y sentado en la estancia de su casa en el nuevo pueblo.
Domingo hizo luto por las familias de los muertos que quedaron en la iglesia. Todas se marcharon ante las amenazas de los nuevos ataques. Les cantó los cánticos y salmos, según las costumbres chocoanas, y los llevó a un tumba común. Por eso lo conocen como Domingo el cantante.
Hoy no entiende por qué no se ha dado una reparación que les de una vida digna. Domingo afirma que "si nos prestarán mejor ayuda podríamos retornar a cultivar el campo. Nosotros somos del campo y en la ciudad no pegamos".
Dice Domingo que es duro para él y la gente de Bojayá comprar dos cuartos de plátano por 9 mil pesos, cuando "nosotros lo cultivábamos y si sobraba se lo dábamos al vecino". Ahora ni pueden hacerlo porque no tienen recursos para volver a sembrar, además, en muchas de las parcelas hay presencia de las Farc.
Una de las cosas que más indigna a Domingo y a Yeya es ver pasar temprano a los muchachos en dirección al río para bañarse y luego ir a estudiar. "Nos prometieron un acueducto. Pero ni eso tenemos, porque la ponen algunos días por dos o tres horas y no es muy potable. Nos hemos quedado semanas enteras sin agua dizque porque no hay plata para el combustible del motor que bombea el agua hasta las viviendas", explica Yeya. Sumado a esto, la energía solo la reciben en las noches, de 6 pm. a 11 pm.
"Que calidad de vida vamos a tener si a veces en el hospital han tenido que atender, incluso partos, a la luz de una vela. Acá hay que buscar en que entretenerse porque a uno lo mata el aburrimiento sin nada que hacer, sin televisión, sin computadores, sin energía", sostiene Virginia, una estudiante de grado 10 de Bojayá.
Sin gasa en el hospital
Muy cerquita a la ventana se encuentra una bata blanca colgada de una silla, que sirve de espaldar, que de no ser por un amarre hecho con cabuya y alambre, la persona que se sienta allí se iría al suelo. La puerta principal no tiene vidrios y en su marco pueden verse los cartones pegados para evitar que se entren los bichos y el agua.
Pero lo que no impiden estos pedazos de papel grisáceos y descoloridos es la entrada de los niños de Bojayá al hospital.
En el interior, reposan las camillas vacías y el olor a antiséptico invade todo el espacio. Camas y cunas sin pacientes y hojas sin llenar por el personal médico son parte del paisaje. En la canícula de las tres, donde el calor se hace insoportable y la ropa se pega por el sudor, los más pequeños buscan refugio para sus juegos en medio de jeringas, gasas y medicamentos. En este hospital, dicen los habitantes, han tenido que hacer suturas a las heridas en medio de la oscuridad "y a veces hasta le dicen a uno que compre las gasas porque no hay", afirma Yeya.
Muchas de las columnas están agrietadas, incluso en los salones de suturas y de parto, las columnas corroídas por la humedad y el óxido están a punto de irse al suelo.
"Acá no hay ni una ambulancia para socorrer a la gente. Si uno está grave, le toca irse hasta Quibdó para que lo atiendan. Cuando es menor el daño, hay que buscar a la doctora que le toca atender a toda la población. No hay ni una aspirina. Necesitamos otros médicos que ayuden en nuestra salud", comenta María del Carmen , habitante de Bojayá.
Para la evacuación de los enfermos muchas veces tienen que irse en avioneta hasta Medellín, pero la pista del aeropuerto es un "potrero y las aeronaves tienen que maniobrar si no quieren terminar dañadas o en el Atrato", asegura Carmen. Según la mujer, la promesa de un aeropuerto les alegró la vida porque creían que por ese medio llegaría algo de progreso "pero se olvidaron de construirla".
Sin estadio ni actividad
Cada mañana Yadit Velásquez Victoria , el profesor de fútbol, les inculca a sus muchachos de Bojayá que para ser "alguien en la vida y tener buenos resultados hay que perseverar". Él sabe que cada niño, mientras tenga un balón pegado a sus pies "no piensa ni pensará en tomar las armas". Por eso siente orgullo de su trabajo, aunque lo realiza "con las uñas".
En un costal guarda los balones con los que cada día les enseña a sus pupilos cómo jugar al fútbol. Pero no son los mejores balones. Algunos están rotos a otros les faltan cascos y unos están desinflados. "Hemos hecho algunas rifas para poder participar de algunos torneos. Acabamos de venir de uno donde quedamos subcampeones y uno de los chicos quedó de goleador. A él le regalaron un balón y nos lo donó para los entrenamientos".
Asegura "el profe" Velásquez que lo que más necesitan es el estadio que tanto les han prometido. "Nosotros estamos dispuestos a trabajar en la construcción, pero que nos cumplan, que ellos pongan los materiales. Sería una forma de mantener a estos muchachos ocupados. No sé como no se han metido en otras cosas si acá no hay nada más que hacer además del fútbol y la escuela", asevera.
Escuela que según la profesora Albania Victoria le falta algunas cosas. "Necesitamos una buena cocina para el restaurante. Hace poco casi no lo cierra el ICBF porque las señoras tienen que cocinar en el suelo. Imagínese si un niño se cae ahí. Dios no lo quiera". La profesora dice que además hay sobrecupo en las aulas "y necesitamos más profesores para tanto alumno".
La hermana María del Carmen Garzón , una de las misioneras que vivió todo el horror de Bojayá, dice que las víctimas necesitan una reparación integral. "A ellos les destruyeron todo su ser, su manera de vivir y abandonaron todo por físico miedo. Es hora de repararles todos eso daños y cumplirles con lo prometido".
Mañana se recuerda que hace diez años Bojayá se ensombreció. El dolor embargó a cada una de las 78 familias que perdieron a uno de los suyos y todas siguen esperando que se cumplan tantas promesas.
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