A Calixto lo esperaba la montaña. Por eso lo sedujo. Y él, se dejó seducir. Tenía ojos, oídos, narices, boca, manos y pies encogidos. Por eso fue a la montaña. Necesitaba tener ojos de montaña para vernos a todos; oídos de montaña para escucharnos a todos; narices de montaña para olernos a todos; boca de montaña para hablarnos a todos; manos de montaña para acogernos y acariciarnos a todos; pies de montaña para caminar con todos, y, ¿por qué no?, para pisarnos a todos. Las pisadas de un muerto son divinas. Es un resucitado, vive vida de Dios. Es divino.
Calixto está viendo, oyendo, oliendo, hablando, tocando y pisando. Ninguno de sus sentidos está ocioso. Tienen ahora tamaño de montaña. Vive en nosotros y con nosotros vida de Dios. Ya su vida es vida de Dios. A quien se deje ver, oír, oler, gustar y tocar de Calixto, le pasará lo mismo. Vivirá desde ya vida de Dios. Lo que hace ahora él.
Hay personajes ennoblecidos por la montaña. Moisés "sube a una tierra que mana leche y miel" (Ex. 33, 3). Necesita, sin saberlo, estar en un lugar cercano a Dios en la hendidura de una roca, sobre la que pasará Dios con su gloria. Con acceso inmediato a Dios, en su cercanía, habla con Él "cara a cara, como habla un hombre con un amigo" (Ex. 33, 11).
También Elías sube a la montaña. Y, después de un terremoto, un huracán y un incendio, en los cuales 'no estaba Dios', Elías se siente acariciado por "el murmullo de la brisa suave" (1 Re. 19, 12). Sin estrépito, Dios se manifiesta con suavidad. A eso fue Calixto a la montaña, que lo atraía en forma irresistible. A ver la gloria de Dios, a transfigurarse, a cambiar de figura, a ser acogido por Dios en 'la brisa suave' que lo volvió divino.
Calixto fue a la montaña, envuelta en el misterio, por ser el punto en que la tierra se junta con el cielo. Un día Jesús subió con sus discípulos "a un monte alto y se transfiguró delante de ellos: su rostro se puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz" (Mt. 17, 1-2). Calixto, a no dudarlo, se volvió un estímulo embriagador para transfigurarnos, para hacer de nuestro rostro un espejo que refleja "la gloria del Señor" (2 Cor. 3, 18).
*Monticelo, Centro de Mística
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