En 1898 había en Estados Unidos más de cincuenta fabricantes de automóviles. El mundo entraba con vértigo a moverse sobre ruedas que exigían caucho. En ese cambio de siglo el hombre pasó de bípedo implume a energúmeno sobre llantas. El planeta fue aplastado por neumáticos.
Tres millones de kilómetros cuadrados de selva amazónica, donde se erguían 300 millones de árboles de látex, ofrecían materia prima a la avidez de buscadores. Pronto salió a venta el célebre Modelo-T de Henry Ford y hordas de aventureros acudieron con la lengua afuera a Manaos, capital de la fortuna.
Nuestra Manaos se llamaba La Chorrera, caserío de indios uitoto sobre el río Igaraparaná, afluente del Putumayo. Allá llegó a comprar tierras a comienzos del XX el comerciante peruano Julio César Arana quien para resolver el problema de mano de obra recurrió al terror.
Durante 12 años esclavizó indios, incluidos hijos y nietos no nacidos. Los torturó, quemó, amputó, engrilló, sofocó, hambreó, descoyuntó a mujeres que fueron violadas a escala industrial. De 50 mil, sobrevivieron 8 mil. Todos callaron, lloraron sus almas, se comieron el duelo.
La historia fue recordada hace tres lustros en el libro “El Río”, del antropólogo canadiense Wade Davis , quien relata las exploraciones amazónicas de su maestro el etnobotánico norteamericano más célebre del XX, Richard Evans Schultes . Así enuncia el impacto de la experiencia en este: “aunque educado en la mejor institución botánica de Estados Unidos, se sintió cada vez más como un principiante. Los indios sabían mucho más”.
En 1942, treinta años después de la ignominia de la Casa Arana, Schultes visitó La Chorrera, aprendió a decir con fluidez groserías en uitoto, mascó coca y tabaco en la maloca, y asistió a una conversación para tomar decisiones en la que cacique y asistentes “elaboraban una y otra vez las mismas ideas hasta que los sonidos se fundían unos con otros”.
Idéntico ritual tuvo lugar el año pasado, según informa la revista Arcadia, cuando 22 comunidades descendientes del etnocidio resolvieron “amanecer la palabra”, hablar sobre el horror. Lo harán tras cien años de mudez, el próximo 12 de octubre, cuando desean visita del presidente de la República. Han discutido la conmemoración hasta mínimo detalle y se blindan en espíritu mediante ritos.
Asombro: no acusan a culpables ni juzgan ni reclaman. Solo quieren que los conozcan, pues por falta de reconocimiento “pasó lo que pasó”.
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