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CRÓNICA DE UN “TRANCÓN”

  • CRÓNICA DE UN "TRANCÓN" |
    CRÓNICA DE UN "TRANCÓN" |
04 de enero de 2014
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Desde arriba del puente peatonal veo la avenida congestionada: tres taxis adelante, un camión de carga detrás, un campero más allá. Carros, carros y más carros.

Carros sucios, limpios, nuevos, destartalados. Desde mi posición solo veo sus techos, pero hace un ratito, cuando todavía no me había encaramado en este puente, curioseé el interior de varios. Me llamó la atención que algunos solo estuvieran ocupados por los conductores, a pesar de que tenían capacidad para más personas.

Pensé en cómo los seres humanos, por el mal uso que les damos a los vehículos, saturamos el espacio público y malgastamos las horas. En estos tiempos pretendemos hacerlo todo en nuestros automóviles.

"Algo anda mal", dice el comediante Bill Nye, "en una sociedad que va al gimnasio en coche para montar en una bicicleta estática".

La relación del hombre contemporáneo con el carro es patética: muchos lo adquieren, simplemente, para sentirse de mejor estatus; otros lo utilizan para hacer diligencias a pocas cuadras de sus casas. El carro, aparte de atorar las ciudades, nos va volviendo cada vez más inútiles.

Tiene razón el poeta Nicanor Parra cuando advierte que "el automóvil es una silla de ruedas".

El semáforo ha cambiado dos veces y, sin embargo, la caravana no fluye.

Estoy en Bogotá pero podría escribir un texto igual en Ciudad de México, o en Caracas, o en muchas otras ciudades latinoamericanas. Hoy los automóviles que colman nuestras avenidas no avanzan: se estorban entre sí. Esto sucede porque los carros se multiplican minuto a minuto, mientras las vías son las mismas de hace décadas.

Hasta la primera mitad del siglo pasado el automóvil era un lujo de las élites. Después se masificó de una manera demencial.

Wardsauto, organización que mide el impacto del sector automotriz, hace encuestas periódicas para determinar el incremento de automóviles. Las cifras más recientes son alarmantes: en el mundo circulan actualmente 1.327 billones de automotores, es decir, uno por cada seis habitantes.

Cae la noche, desciendo del puente peatonal. A esta hora los habitantes van retornando a sus casas y, por tanto, la congestión es mayor.

En el uso del carro somos lo mismo que en el resto de nuestras vidas: individualistas, caóticos, mezquinos.

Primero compramos el automóvil sin medir las consecuencias de tal decisión. Después, sin detenernos a pensar que simplemente hemos ayudado a agravar el infarto vial, empezamos a conducir como locos para zafarnos de la congestión y dejarles el problema a los otros. Al final siempre culpamos al alcalde de turno, tanto si nos restringe el uso del vehículo como si deja de hacerlo.

Dos transeúntes desharrapados me miran con insistencia. ¡Cuánto lamento ahora no estar dentro de alguno de esos carros… Entonces comprendo que, tristemente, en nuestras ciudades peligrosas el carro no nos sirve para andar fluidamente, pero al menos nos blinda.

Inesperadamente, los sospechosos se marchan. Yo decido regresar a casa para manejar mi bicicleta estática. No me llevará a ninguna parte, pero en ella estaré a salvo de esta congestión infernal

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