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Cuando los guapos se ponen feísimos

  • Rosa Montero | Rosa Montero
    Rosa Montero | Rosa Montero
08 de octubre de 2010
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El otro día vi una foto de Mel Gibson hecho un verdadero asco. Y no se trataba de que el fotógrafo lo hubiera sacado a traición, pillándolo con la boca torcida y un ojo cerrado, por ejemplo; o que el hombre estuviera recién levantado de la cama, digamos, con la barba crecida, las ropas descuidadas y hecho un guarro. No. Nada de eso.

La foto correspondía a uno de los muchos encontronazos judiciales que últimamente está padeciendo el actor. En concreto, acudía ante el juez para declarar que no pensaba pagarle a su ex mujer más de 6.000 dólares al mes de pensión. Como es natural, para ir a ver a un magistrado se había puesto limpio. O sea, que la foto era posada, un retrato normal, con Gibson bien afeitado y vestido con traje, camisa y corbata. Y el caso es que estaba espeluznantemente feo. Hay individuos que, al envejecer, parecen convertirse en otra persona. Dejan de guardar relación física con aquellos que un día fueron.

Esto del aspecto físico es algo extraordinario: los seres humanos ¡somos tan vulnerables a las personas bellas! En la Universidad de Exeter (Gran Bretaña) hicieron un fascinante experimento hace cinco años con cien bebés de tan solo dos o tres días de edad. Les mostraron parejas de fotos de rostros humanos que solo diferían en su atractivo: es decir, unas caras eran más armónicas, más simétricas y más semejantes al aspecto medio de la gente, y otras eran más raras, por así decirlo. Y los bebés, todos los bebés, pasaron más tiempo mirando los rostros convencionalmente bonitos. De lo que los investigadores dedujeron que nacemos orientados hacia la belleza. Lo cierto es que mostramos una debilidad fatal ante los guapos y una tonta tendencia a suponer infinitas virtudes intelectuales y morales a todas las caras bonitas con las que nos topamos. Por eso resultaba tan inquietante Jeffrey Lionel Dahmer, El Carnicero de Milwaukee , ese famoso asesino en serie norteamericano que, en los años noventa, mató, descuartizó y devoró a diecisiete personas. Pero era bello, rubio, tenía aspecto de ángel. Los bebés hubieran contemplado su cara con plácida insistencia.

Gibson era un tipo guapísimo, sí, pero terrible en las distancias cortas. De hecho, el tiempo fue mostrando después su verdadera cara interior. Su primera esposa, a la que tenía encerrada en una granja pariendo (tuvieron siete hijos), rompió con él por malos tratos. Luego en una entrevista Gibson dijo que, cuando se sentía nervioso, iba a su rancho a degollar terneros con sus propias manos.

Más tarde fue detenido por conducir alcohólico, admitió haber pegado a su segunda mujer, empezó a soltar barbaridades racistas? Es un hombre que se está desmoronando. El alcohol influye, desde luego, pero no es eso solo. Es que está creciendo y solidificándose su verdadero ser, y el monstruo interior emerge a la superficie, resquebrajando la fina capa superficial de la belleza heredada. Que tan solo fue un accidente genético.

Por eso Gibson está tan horrible. Tan irreconocible. Y así, hay guapos que siguen siendo guapos para siempre (o que incluso mejoran: como Sean Connery), pero otros guapos se petrifican o pudren o derriten, de la misma manera que hay feos que florecen en su edad madura.

Feos del mundo (entre los que me incluyo): por lo menos podemos contar con esta justicia poética.

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