Cuando me empeñé, durante los años 1990, en hacer algunas reformas y modernizar la estructura productiva de Brasil, tanto de las empresas privadas como de las estatales, no lo hice movido por caprichos o por subordinación ideológica. Se trataba, pura y simplemente, de adecuar la producción brasileña y el desempeño del gobierno a los nuevos tiempos (sin discutir si son buenos o malos, mejores o peores que las experiencias de tiempos pasados).
Eran, como lo son todavía, tiempos de globalización. En las nuevas condiciones mundiales, o Brasil se integraba en los flujos productivos del mercado de manera competitiva o perecía en el aislamiento y la desventaja competitiva, por el atraso tecnológico y por la ineficiencia de la maquinaria pública.
Las privatizaciones fueron solo una parte del proceso modernizador, tan importante como lo fue la transformación del sector productivo estatal. El objetivo era transformar las empresas estatales en compañías públicas, sometidas a reglas de administración, fuera del control de los intereses político-partidistas, capaces de competir en el mercado y de beneficiarse de su dinámica.
El alboroto de la oposición, con Luiz Inácio Lula da Silva y su Partido de los Trabajadores (PT) a la cabeza, fue enorme. Acusaba al gobierno de seguir políticas "neoliberales" y de haberse sometido al "consenso de Washington". Con igual o mayor vigor, la oposición y los sectores de la sociedad que todavía no se daban cuenta de las transformaciones por las que estaba pasando la economía global, protestaban contra las concesiones de servicios públicos.
La privatización permitió un gran volumen de inversiones en los siguientes años, sin faltar el salto tecnológico y el aumento de producción que rindieron las privatizaciones al país. Se decía que las privatizaciones reducirían el número de empleos, cuando lo que hubo fue una expansión laboral extraordinaria. La Empresa Brasileña de Aeronáutica, Embraer, de estar casi quebrada pasó a ser una de las mayores compañías del mundo: en cuarto lugar después de Bombardier, Airbus y Boeing.
Todo eso se suspendió a partir del gobierno del presidente Lula da Silva, en su afán de mantener el estigma de "vendedor del patrimonio nacional" y neoliberal sobre el gobierno anterior. Nada de concesiones, privatizaciones o modernizaciones que olieran a globalización.
Cuando los vientos del mundo favorecieron la valorización de las mercancías agrominerales, gracias a China, y hubo abundancia de dólares, la máquina económica echó a andar a todo vapor y creó la ilusión de que bastaba con expandir el crédito, bajar los intereses e incentivar el consumo para que el producto interno bruto creciera y se generalizara el bienestar.
La crisis financiera global de 2007 a 2009 le dio al gobierno de Lula da Silva la oportunidad, bien aprovechada, de hacer políticas anticíclicas con resultados positivos. Pero una vez terminados los efectos de la crisis, los gobiernos de Lula da Silva y de la presidenta Dilma Rousseff hicieron una lectura errónea. Estaba dada la licencia para enterrar el pasado reciente de los años 1990 y adherirse sin embozos al populismo económico: más Estado, más impuestos, menos intereses, más salarios, más consumo y al diablo con las concesiones y las modernizaciones, al diablo con el papel regulador del Estado -a través de sus agencias- en relación con el mercado.
Pero no dio para más. El gobierno de Rousseff, presionado por las dificultades de hacer funcionar la maquinaria pública y por la sociedad que exigía servicios de mayor calidad, redescubrió las concesiones (¡Ah…, pero no son privatizaciones, dicen, como si se hubiera hecho otra cosa con las telefónicas... ). Y las hizo pero mal hechas: poco dinero privado y mucho crédito público.
¡Cómo debe estar arrepentida la presidenta Rousseff, en el caso de Petrobras, de no haberse desembarazado de la responsabilidad política legada por su antecesor, que permitió que los intereses privados y públicos penetraran a fondo en las empresas estatales…
A pesar de todo, el PT y el gobierno ya se están preparando para engañar al pueblo en la próxima campaña para las elecciones de octubre, presentándose como defensor del interés popular, como si este fuera lo mismo que la estatización y la hegemonía partidista, y estigmatizando a sus adversarios como representantes de las élites y fiadores de los intereses extranjeros.
Le corresponde a la oposición desmitificar tanto engaño, echándose a la uña el trompo de los escándalos de Petrobras, rechazando el matiz ideológico de "neoliberal" y reafirmando la urgencia de cambiar los criterios de administración de las empresas estatales
* Sociólogo y autor, fue presidente de Brasil de 1995 a 2003.
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