Cuando estamos a pocos meses de una nueva elección de alcaldes populares, vuelve a presentarse la duda -como factor de discusión- de si fue acertada la figura constitucional que dio vida política a este experimento.
Fue quizá Álvaro Gómez quien planteó primero aquella iniciativa, aprobada luego en el gobierno de Belisario Betancur.
Sostuvo Gómez en la presentación del Acto Legislativo que consagró la norma, que "no había que temerle a esta innovación". Sostenía que "los pueblos deben darse el gobierno que se merecen. Vamos a dejar que nuestros ciudadanos escojan los hombres/símbolos del momento".
Hubo voces que se levantaron para pedir que se aprobara la disposición en forma gradual. Es decir, que se comenzara con esa elección en las capitales de departamentos y a medida que la democracia participativa fuera madurando, se extendiera a las ciudades intermedias hasta cubrir con el tiempo, todos los municipios del país.
No fue posible convencer -a manera de reculada- con esta enmienda. Los resultados de la forma general e indiscriminada con que se aprobó la elección popular de alcaldes, ¿son acaso los mejores?
Las aprensiones que en ese momento abrigaban algunos juristas y politólogos acerca de los estragos que en la auténtica democracia participativa podría originar la norma generalizada, se han visto en buena parte justificadas.
"Tengo el temor de que estemos entregando los municipios en usufructo, a perpetuidad, a los respectivos caciques", advertía en su momento el exmagistrado de la Corte Constitucional, Jorge Arango Mejía, un experto también en El Quijote . Y arremetía, lanza en ristre como el viejo caballero contra los Molinos de Viento: "Lo que se presenta como un perfeccionamiento del régimen democrático, puede ser un retroceso ostensible".
¿Siguen vigentes aquellos planteamientos que comparten algunos analistas de la política colombiana? ¿En cuántos pueblos, los caciques y las mafias de todos los pelambres y procedencias han dejado libremente elegir al pueblo? ¿En cuántos municipios pequeños han manipulado y atemorizado al votante con el poder de la cuota burocrática, del dinero caliente o de la pistola?
Seguramente pasan de los dedos de las manos la deplorable cuenta de las perversiones comiciales.
Se decía, para calmar los recelos de los más escépticos, que todas estas anomalías se podrían evitar a través de la revocatoria del mandato, figura establecida en la Carta como contrapeso a los excesos en que incurrieran los burgomaestres. ¿En cuántos pueblos se ha intentado revocar el mandato? ¿En cuántos ha funcionado la norma? ¿En cuantos la destitución del funcionario indolente o corrupto, se ha patentizado?
Comprendemos que lograr la madurez política no es tan fácil a corto plazo. Pero hay que insistir en obtenerla porque son los municipios que sufren con el saqueo de las anémicas arcas, cuando los ciudadanos pierden, por la presión de los poderes fácticos, su capacidad de elegir en libertad. El mandato popular existe. Tratar de echarlo para atrás es casi imposible. Las expectativas que se abrieron con esta figura para darle una mejor oportunidad al pueblo de escoger a sus alcaldes, de darle una estabilidad al funcionario y con ello ensanchar la democracia participativa, siguen vigentes.
Es necesario para que se cumpla el espíritu y la letra de la norma, impulsar, a través de las autoridades legítimas, una pedagogía para convencer y proteger al ciudadano cada vez que este decida en comunidad elegir su alcalde. Y cuando este falle, convocar a los electores a revocar el mandato de quien fue inferior a las promesas de campaña, a la ética en el ejercicio de sus funciones y al riguroso cumplimiento de los actos para hacer eficaz la administración pública.
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