Vigésimo noveno domingo
"Había un juez en una ciudad, que ni temía a Dios ni le importaban los hombres. Y una viuda solía ir a decirle: Hazme justicia frente a mi adversario" . San Lucas, cap.28.
Muchos padecimos la tortura de memorizar aquellas fórmulas matemáticas de la raíz cuadrada y de la raíz cúbica. Sin hablar de los logaritmos, con su característica y su mantisa.
La electrónica actual ha relegado todos estos tormentos al museo de la historia, facilitando de manera admirable los procesos de aprendizaje en todas las áreas.
Pero este avance quizás ha bloqueado en muchos educandos su capacidad de esfuerzo. Sin embargo, permanecen otros campos del saber y de la vida, que desafían nuestra capacidad de constancia. Por ejemplo, el caudal de erudición que hoy se ofrece a alguien medianamente culto. O también las monótonas tareas que la mayoría de las empresas nos imponen.
En la vida cristiana, la tenacidad es condición indispensable si queremos alcanzar alguna meta. El bien obrar nos exige perseverancia. El amor a los hermanos. Y de igual manera la práctica de la oración.
Jesús, que sabía de nuestra inconstancia, les contó una vez a sus discípulos una parábola, que refleja ciertas conductas de su tiempo. Era la historia de una viuda que rogó a un abogado le ayudara en su problema. Quizás alguien procuraba arrebatarle la herencia de su esposo. O le habían invadido una huerta. O el vecino, a quien ha vendido unas ovejas, ahora se niega a pagar.
Y sucedió, igual que hoy, que el juez se hacía sordo a los reclamos de la viuda. Estaría ocupado en otras causas que le reportarían mejor ingreso.
Pero la viuda, al fin y al cabo mujer y necesitada, insistía mañana y tarde.
Hasta que un día aquel hombre se dijo: Es cierto que yo no temo a Dios ni me importa la gente. Pero esta mujer se me ha vuelto insoportable. Tendré que solucionarle su pleito.
Y Jesús mismo saca la conclusión: Si este hombre inicuo obró así, ¿qué no hará el Padre de los cielos con sus hijos?
De inmediato se nos viene a la mente aquel párrafo de otro lugar del Evangelio: "¿Quién de vosotros, si su hijo le pide un pan, le dará piedra? ¿Y si le pide un pez le dará una culebra? Si pues vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro padre que está en los cielos!".
Pero con cierta razón nos preguntamos. ¿Durante cuánto tiempo hemos de perseverar para conseguir lo que pedimos? Aquí erramos, al enmarcar las cosas de Dios dentro de nuestras medidas humanas. Nuestra continuada petición, a veces no alcanza lo deseado, pero nos mantiene unidos al Señor y nos transforma la vida.
El Señor quiso compararse con aquel juez inicuo. Elevemos nosotros este esquema a un nivel superior: Él es un Padre y nosotros sus hijos.
Recordamos entonces el capítulo 17 de Jeremías: "Bendito aquel que pone su esperanza en el Señor. Él nunca defraudará su confianza. Es como un árbol plantado a las orillas del agua. Nunca dejará de dar frutos".
(El 19 de octubre de 1980 fue el Día Universal de las Misiones. Sobre ese tema versó el comentario de Calixto).
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